2

Dos horas después estaba de vuelta y Marés seguía sentado al volante. Abrió la puerta del coche con el pie y me senté a su lado. Por el retrovisor vi a David y a Jaime derrumbados en los asientos de atrás con el pelo mojado y los ojos de fiebre. Salieron después que yo, pero habían terminado antes. Ahora llovía un poco más.

– Al volver he pasado por casa -dije a modo de disculpa-. Bien. La he seguido durante tres cuartos de hora. Cogió la Bajada y Nuestra Señora del Coll y luego siguió por Avenida Hospital Militar, siempre en dirección Lesseps. Ya no lloraba.

Encendí un cigarrillo y reflexioné, cerrando los ojos en medio de las espirales de humo para ver mejor, otra vez, el movimiento de sus caderas. La señora camina todo el rato con la barbilla enhiesta y los ojos bajos, sin prisas, sin sentir la lluvia. No la sentiríamos en la cara si no la encrespara el viento, recuerdo que pensé, esto es un calabobos muy fino. No llora, pero dirías que la acosan amargos pensamientos. Va sin paraguas y la gabardina le queda corta, tres dedos por encima de la rodilla -y la falda del vestido aún debe ser más corta, pues ni siquiera asoma-, el bolso colgado al hombro, medias color ceniza y zapatos de tacón alto con dos tiras negras cruzándose enroscadas por encima del tobillo.

Tendrá unos treinta años y los pómulos altos y pulidos como de marfil. Cada vez que vuelve la cabeza, tras la tenue cortina de lluvia vislumbro unos ojos oscuros almendrados y el párpado dulce y parsimonioso, oriental. Durante algún trecho la sigo tan de cerca que puedo oler la lluvia en su pelo y oír el roce de las medias de seda en los muslos.

– Cuando quiera detalles sobre su persona, ya te los pediré -dijo secamente Marés-. Prosigue.

Pasamos frente al bar Las Cañas, cine Mahón, la charcutería de la plaza, la tintorería, la Delegación de Falange. A su paso, hombres tambaleantes y malafeitados la miran hurgándose los bolsillos del pantalón, mascullando roncas obscenidades. Quizá para ahuyentar su tristeza, ella se para ante un escaparate y mirándose en el cristal atusa con los dedos su airosa melena, corrige la posición de su boina, saca del bolso una barra de carmín que restrega con fuerza por sus labios y finalmente se frota los párpados de cera, tan estáticos y misteriosos, con la yema del dedo anular. Se parece asombrosamente a Fu-Lo-Suee, la hija de Fu-Manchú: los mismos ojos de china perversa y venérea, caliente y oriental.

– Quise verla mejor y me paré cerca, simulando atarme el cordón del zapato -añadí con la voz nasal, detectivesca, y capté de reojo el desdeñoso bufido del jefe-. Pero entonces ella se vuelve inesperadamente y me mira, quieta, con sus ojos de hielo. El corazón me da un vuelco. ¡Hostia, qué mirada! Me hago el distraído guipando a un lado, al vagabundo que empuja renqueante un cochecito de niño cargado de botellas y trapos viejos, y que tropieza en el bordillo y a punto está de caerse, pobre diablo.

Interrumpí el informe para darle al cigarrillo un par de chupadas, y a mi espalda David soltó una tos pedregosa y espesa como una mermelada barata hecha de algarrobas o Dios sabe qué. Medité en la continuación de mi relato viendo rebotar la lluvia sobre el morro del automóvil, un Lincoln Continental 1941 de líneas aerodinámicas y radiador cromado venido de quién sabe dónde a morir aquí como chatarra. De su pasado esplendor quedaba algún destello en medio de la herrumbre, algún cristal, pero todo él parecía más bien una gran cucaracha calcinada y sin patas, sin ruedas ni motor, y nadie en el barrio recordaba cómo y cuándo había llegado hasta aquí arriba, quién lo abandonó sobre esta pequeña loma al noroeste de la ciudad, y por qué. El Lincoln estaba varado en el mar de fango negro y cercado por un montón de cosas muertas: pedazos de estufas de hierro, una butaca desventrada, pilas de neumáticos, somieres oxidados y colchonetas mugrientas y desgarradas.

– Un poco más abajo, delante de cine Roxy, el manco que vende tabaco y cerillas debajo de un paraguas me la empieza a piropear guarramente. Ella se pasa a la otra acera, calle Salmerón abajo. Y no volvió la vista atrás ni una sola vez. Entonces vi algo que me puso los pelos de punta: un tranvía casi la atropella.

Les estaba contando solamente lo que había pasado, pero lo bueno era lo que me habría gustado a mí que pasara, las cosas que llegué a imaginar mientras la seguía de cerca embebido en el olor a musgo de su pelo. Por ejemplo, el tranvía la atropella y su cabeza golpea contra el empedrado y pierde el sentido. Está allí en el suelo con una bata de raso blanco y chinelas con borlas rosadas, se interrumpe la circulación, se forma un corro de gente a su alrededor y alguien pide un médico y una voz dice que se le haga el boca a boca, rápido, quién sabe hacer el boca a boca. La misma accidentada, en medio de su inconsciencia, me señala con el dedo suplicando que le haga el boca a boca.

– Vaya. Te tocó la china -dijo David. Así que me decido y le hago el boca a boca a la señora con el beneplácito de todos los presentes. Tiene los labios fríos como gusanos de seda y éste es el beso más extraño e inolvidable de mi vida. Hacia el final, ella abre un instante sus ojos de china maligna y caliente, y me mira fijo. En sus pupilas luminosas la lluvia se refleja combada, fruncida por el viento, como una miniatura.

La luz fugitiva de la tarde, ahora, aquí, planea

como un pájaro de oro sobre el mar de fango.

3

– No pasó nada más hasta llegar casi a la Rambla del Prat -proseguí-. Delante del bar Estadio se encontró con alguien que no esperaba. Charles Lagartón, el panadero, que está parado al borde de la acera esperando para cruzar, se vuelve y sonríe a la señora Yordi descolgando morros y papada como un asqueroso sapo chafardero que es: Vaya, ¿usted por aquí?, un poco lejos de nuestro barrio, ¿verdad?, y con este tiempo tan malo. Y ella disimulando su contrariedad y su fastidio, algo nerviosa, pero amable: Pues mire, precisamente iba a comprar un paraguas… Mentira, como veremos en seguida.

Me paro detrás del buzón de correos, agachándome, pero el gordo Lagartón me ve, y también ella, otra vez. Inevitable, si quiero mantenerme cerca y enterarme de lo que hablan. A través de la llovizna ahora peinada por el viento, afilada y gris como pelajos de rata, mis ojos no se apartan de la boca de la señora Yordi, que dice:

– Mire este niño. Me viene siguiendo desde lo alto de la calle Verdi.

Charles Lagartón entornó los ojitos de cerdo y me guipó un rato, las manos enlazadas a la espalda y las piernas cortas separadas como si estuviera de pie en la cubierta de la «Bounty» poniendo cara bestial de capitán Bligh con su asquerosa verruga en la mejilla.

– Hum -gruñó-. Es el chico de Berta. Maldita sea, el domingo pasado él y su pandilla de trinchas desarrapados estuvieron siguiéndome cuando paseaba junto a la estación de Sants.

¿Os dais cuenta? Lo llama pasear, a estraperlear con sacos de harina, el cabrón. Pero ella, tan discreta y paciente, tan oriental y misteriosa bajo la llovizna, se desentiende de esas patrañas. Dice:

– ¿Ah, sí, también le seguían a usted? ¿Y por qué?

– Por nada. Juegan.

– ¿Y a qué juegan?

– A detectives, a espías -gruñe el panadero-. Escogen a una persona cualquiera que pasa por la calle, y la siguen durante horas, si es preciso…

– Vaya -recelando ella pero no de mí, sino del gordo malcarado que sonríe burlón con su boca de besugo y la mira fijo como intentando adivinar sus pensamientos-. Qué divertido, ¿no?

Como ya sabéis, añadí, a esta distancia yo entiendo lo que hablan dos personas porque de pequeño aprendí a leer el movimiento de los labios.

– Que sí, que ya lo sabemos -impaciente David.

Observé al jefe Marés. Me escuchaba con aire pensativo y severo, los brazos sobre el volante y la mirada al frente, más allá del ciego parabrisas. Había encendido otro de sus famosos cigarrillos de anís Players de Virginia que llevaba en una caja de metal azul pálido y David volvió a toser su mermelada pedregosa. Jaime palmeó su espalda doblada y protestó en su nombre:


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