– Hum -cavilo yo cabizbajo, y pido más pa torrat amb tomàquet. Mucho trasiego de tinto en la mesa. «Hummm», responde con un par de emes más que yo el todavía cauteloso editor Herralde, añadiendo que lo divertido del asunto es que la conversación telefónica de C. C. con Gimferrer ha durado tres horas, un récord que supera el de Terenci Moix hablando por teléfono desde Roma con Enric. Y que esta misma mañana, cuando Colita llamó a Román Gubern pidiéndole información sobre las propiedades de su bolígrafo luminoso -aunque Colita no lo quiere para tomar notas en la oscuridad de un cine, como hace Román, vete a saber para qué lo quiere ella-, éste le comentó que ya había hablado del desconocido novísimo con Joaquín Jordá a petición de C. C., y que Jordá a su vez ya había comunicado con José M.a Castellet, al parecer en Sitges, el cual sólo dijo que algo sabía por la dulce Anna March, pero previniendo: «Punyeta, no us esvereu!», y pidió calma ante todo: «Em fot una por, aquesta quitxalle de la gauche divine, són uns enfollits…!»
Sugiero tímidamente no hacer caso, podría tratarse de un rumor incubado precisamente en la altísima entrepierna ensayística, semántica y estructuralista del Sheriff.
– No -dice Beatriz-. Habla con C. C.
– ¡Vaya vaya! -brama Óscar-. ¡Por fin C. C. ha puesto el huevo!
2 octubre
Mañana loca de raudo corrector de pruebas mal pagado, el teléfono martilleando mis sesos todo el rato. Me llama todo el mundo. Ignorantes aún de mi ruptura con C. C., me preguntan si le conozco, cómo es el genio, su nombre, edad y antecedentes literarios, y yo: no sé nada de nada. «¿No has leído ese capítulo de su novela que le dejó a C. C.?» Y yo: «No veo a C. C. últimamente, hemos decidido afrontar la inminente agonía de la década feliz cada uno por su lado.» «Ah.»
El huracán ya ruge. Llegan más detalles de las famosas tres horas de C. C. al teléfono: parece que el genio estuvo escribiendo en el estudio de la chica mientras ella dormía y al irse dejó en la mesa un principio de capítulo absolutamente increíble, Gimfe, le dijo, tienes que leerlo, superior al mismísimo Joyce, fabulosamente más allá de Burroughs. En fin, que la narrativa experimentalista española, Benet, Guelbenzu, Cargenio, Leyva, Goytisolo, etcétera, se queda en pañales. Absolutamente urgentísimo que Castellet lea ese texto, Gimfe.
Trepidante noche en Bocaccio, dos sanfranciscos, un optalidón en el gaznate, otro perdido en la moqueta, camareros precipitándose sobre mí con miles de mecheros encendidos. Llega José M.a Solanes como una jaca meditabunda enjaezada con cámaras fotográficas, oye, ¿sabéis ya la noticia?, y bla bla bla, Carlos Duran me ha llamado pidiéndome el teléfono de C. C. y me lo ha contado, yo no sabía nada.
«Ven a estribor», le digo haciéndole sitio en la barra, «el iceberg ya se ha resquebrajado en las zonas árticas y avanza descomunal y silencioso hacia nosotros…» ¿Estás trompa?, dice él: resulta que tu C. C. ha estado persiguiendo día y noche a Félix de Azúa y a Salvador Clotas hasta conseguir que lean parte de la novela de un amigo suyo, dicen que el libro será la bomba editorial del año, estilo atonal y aleatorio sin precedentes en la sonsa novela española de hoy empeñada en ser realista y argumental, eso dicen que ha dicho Umbral con su pluma-sonajero o tal vez Julián Ríos, nuestro Joyce descafeinado, comisarios/grumetes siempre en lo alto del palo mayor avizorando verdes continentes de prosa intransitable y alfalfa sintética, pasto de burros eruditos. He visto casualmente a Clotas hace una hora -prosigue Chema, ajeno a mi desinterés por el asunto- y afirma que Félix es un experto en esa clase de prosa, pero también dice que C. C. está grillada. Bueno, ¿qué bebes?, me apunto a lo mismo…
– Se te ha caído el zoom, Chema. Tantas cámaras al hombro, tantos objetivos y lentes y super-lentes…
Y pido un café triple.
3 octubre
Visita a C. C. para despedirme y recoger mis cosas. Me recibe dinámica y graciosa con sus braguitas color fresa y el chaleco azul celeste floreado (que perteneció a Marcel Bergés) mal abrochado sobre los senos belicosos. Me dedica una atención esquinada, displicente. Pegada al teléfono, chillando: «¡Cadaqués, Cadaqués!», despeinada, soñolienta, rodeada de agendas y sedantes, ceniceros repletos, discos y anticonceptivos. Parece un ángel exterminador.
Me confirma el rumor sin dudarlo un segundo, sin un parpadeo:
– En efecto, se trata de un principio de capítulo fascinante y conmovedor, increíble, escrito aquí con esta máquina, la mía. Haré fotocopias… ¡¿Cadaqués…?! Un autodidacta, ¡señorita, ¿qué pasa?! Nadie le conoce ni él conoce a nadie, todavía, ni siquiera yo sé dónde vive y apenas su nombre: Roberto no sé qué. Y es un encanto.
– Cálmate.
– Y me necesita.
– ¿Estás segura?
Aporrea el teléfono, impaciente. «De todos modos», añade, «pertenece a la gauche divine, le vi sentado en Bocaccio en medio de la pandilla, esa noche que le conocí…»
Inútilmente, porque no me escuchaba, prevengo a C. C. del espejismo: lo que ocurrió esa noche en Bocaccio, según he podido saber por el camarero karateca y judoca, fue que la mesa de la gauche divine estaba muy concurrida y no paraban de llegar nuevos contertulios, y poco a poco el círculo fue ampliándose y ocupando más mesas con su guirigay de conversaciones cruzadas y confusas, de modo que, en cierto momento, fue también absorbida la mesa más distante y junto con ella su único y silencioso ocupante, ese Roberto, que pasó así a integrarse en el grupo, primero manteniéndose callado, luego iniciando cautelosos contactos… «Cuando tú llegaste, al verle sentado junto a Rosa Regás y Oriol Bohigas, creíste que era uno de ellos. Fue la casualidad, o tal vez ni eso: a lo mejor el pájaro acudía allí todas las noches en espera de su oportunidad.»
Pero C. C. no me escucha. «¿Cadaqués, Cadaqués…?, absolutamente de vida o muerte hablar con Castellet. ¡¿Cadaqués?! ¡Mierda!»
Me recuesto en el diván. Ella ha colgado el teléfono violentamente. Brilla una fina película de pasmo en sus rodillas fervorosamente juntas, cerradas a cualquier devaneo. «Hay mucho que hacer», la oigo murmurar. Le pido que me deje leer el famoso capítulo, me responde que no lo tiene. «Todos se lo están disputando, pero quiero llevar esto a mi modo. El chico no está relacionado. Me necesita.»
Descuelga el teléfono, lo vuelve a colgar. Castellet debe estar en Sitges. Suspira. Se levanta, tiene mucha prisa, «¿Me permites? He de cambiarme», y cruza a buen paso el familiar desorden del estudio -aquellos discos que un día le regalé, los libros tan queridos, el batín japonés, los cojines por el suelo, el tranvía de Todó- como el ángel del Señor dejando atrás las ruinas de Sodoma. «Llévate lo que quieras», dice, «menos la máquina de escribir, la vamos a necesitar».
Excitada y feliz, volviéndome la grupa respingona, C. C. sale del cuarto.
4 octubre
Presentación de libro y de autor en librería Cinc d'Oros. Vino tinto, tacos de tortilla y croquetas de pollo. Cinco intelectuales goxdivín en ringlera de cara a la concurrencia comentan el libro presentado: Ondia, quina tabarra el seny!, textos del travieso Terenci y fotos de Colita sobre la capital catalana y su enigmática condición de cap i casal.
Presente la plana mayor de la G. D. excepto Federico Correa, Castellet y Copito de Nieve. Se comenta la anunciada asistencia de C. C. y del novísimo, que se retrasan. Los directores de cine de la Escuela de Barcelona hacen olla aparte. El Cristo de Pasolini bebe tinto con Nunes. En un rincón, Vicente Molina-Foix y Terenci Moix intercambian programas de cine en color: «Tú me das El príncipe estudiante y yo te doy El príncipe valiente.» Emocionado, Félix de Azúa le enciende el puro a Juan Benet, de paso -bastante inseguro, pero afable- hacia Madrid.