4
Juanito Marés repiqueteó los dedos sobre el volante del coche y miró afuera. El viento había cesado pero en el cielo sombrío las nubes corrían veloces apelotonándose y la tarde se encendía como una luz roja arcillosa, como si fuera a llover barro.
– ¿Qué dirección tomó el taxi?
– Para arriba -dije-. Plaza Lesseps.
– Está bien -Marés buscó la cara de David en el retrovisor- Ahora tú, David. Cuenta.
David carraspeó antes de decidirse a hablar. Su informe empezaba con una afirmación sorprendente:
– El hombre que yo he seguido, te estaba siguiendo a ti mientras tú seguías a la señora. -Excitado e intrigado, añadió-Pasó por aquí cuando acababas de salir tras ella, y el jefe me ordenó: sigue a este hombre. Te «marcó» hasta el bar Monumental. Se paró cuando tú te paraste, te esperó cuando el encuentro con Charles Lagartón, cambió de acera cuando tú lo hiciste. Todo.
– ¡Cáspita! :
– Y mantuvo siempre la misma distancia, unos veinte metros.
– ¡Fantástico! Pero te lo estás inventando, David.
– Jaime también lo ha visto. Que diga si miento.
– Por mi madre que es verdad -dijo Jaime.
El jefe no decía nada. Lo miramos esperando su veredicto. Marés sólo dijo: «Descríbelo.»
Un hombre delgado y un poco cabezón, dijo David, de estatura mediana tirando a bajo, de unos treinta y cinco años, pelo negro planchado con raya en medio y la cara blanca como el papel, relamida, anticuada y galante y como si llevara colorete en las mejillas y usara fijapelo, como si alguna vez hubiese sido muy fino y educado y rico, o muy amado y feliz, lejos de aquí, en otra barriada y en otra época. De cerca te das cuenta que la palidez de la cara es una mascarilla de polvos de arroz, y que los labios afilados y prietos parecen labios de madera pintados. Lleva un paraguas de señora con mango de marfil y adornos de plata y pedrería, pero con una varilla rota, y abrigo negro sobre el pijama a rayas y zapatillas de felpa de estar por casa, como si hubiese salido de una función de teatro a comprar el periódico en la esquina.
– Al meterte tú en el bar Monumental -continuó David-, se plantó en la acera, cerró el paraguas y pensé que también iba a entrar. Pero se quedó allí como una estatua, mirando la puerta.
Al lado, en la boca del callejón, un joven perdulario con gafas de aviador o de motorista y una astrosa manta militar sobre los hombros se desploma indiferente con las manos en los bolsillos, sonriendo a los que pasan. Lo arriman contra la pared y le dan cachetes, pero él no reacciona, aunque mantiene los ojos abiertos y las manos en los bolsillos del pantalón, tan campante.
– El hombre maquillado y en pijama debajo del abrigo no veía nada a su alrededor, sólo la puerta del bar -dijo David-. De pronto se acercó y se dio de morros en el cristal.
Mantuvo la nariz pegada al cristal un rato, sin moverse, y cuando se apartó era otro hombre. Como si le hubiesen caído veinte años encima de golpe. Cruzó muy abatido la calle y alcanzó la otra acera de verdadero milagro, pues casi lo pilla un tranvía. Y girando sobre los talones, se quedó allí en el bordillo mirando fijamente la puerta del bar con el paraguas cerrado bajo el sobaco, calándose hasta los huesos como un tonto, los afeites de pálido galán enamorado chorreándole por las mejillas de muerto. Sus pies chapoteaban en las zapatillas, bajo los bordes enfangados del pantalón del pijama. Luego retrocedió hasta un portal, pero no lo hizo pensando en la lluvia, sino porque no le vieran llorar como un niño abandonado al borde del arroyo. La gente pasaba por su lado sin hacerle caso.
– Entonces, con mano temblorosa, saca el pañuelo del bolsillo y se le cae al suelo un billetero. No se da cuenta, o no le importa. Parece un hombre sonado, tocado del ala.
Desde hacía rato, a David no le divertía nada contar esta triste historia y se notaba. Abrevió el final: el hombre se cansó de lloriquear bajo la lluvia y se fue. Vagó sin rumbo por los sucios callejones de Gracia como un viejo chiflado y desmemoriado, y acabó sentado con cara de lelo en el portal de una torre de la calle Legalidad.
– Entonces lo dejé y me vine -dijo David, controlando a duras penas un nuevo brote de su tos bronquítica en conserva- Y se acabó.
– ¿Y el billetero?
– Aquí está.
Era de piel falsa de cocodrilo, pequeño y tan plano que no parecía contener nada. Pero dentro había cinco billetes de a duro y una amarillenta y sobada fotografía de retratista ambulante en la que se veían palomas y un soldado y una muchacha muy borrosos cogidos de la mano en una plaza. La foto se caía a trozos y olía a polvo. El impacto de un sol antiguo y congelado en los jóvenes rostros de la pareja borraba sus facciones y persistía solamente una palpitación de la sonrisa, un parpadeo espectral, una antigualla de felicidad.
5
David volvió a toser y miró al jefe esperando su aprobación. Todavía era un novato, pero con este trabajo podía ganarse definitivamente las credenciales.
Marés reflexionaba. Chasqueó la lengua y dijo:
– Está bien. Toma.
Sacó del bolsillo la cartulina y se la dio. Llevaba escrito con tinta invisible: David Bartra. Agencia de Detectives «Donald Lam/Berta Cool». Pesquisas, seguimientos, misiones secretas, sabotajes. c/. Verdi, Campo de la Calva, s/n.
– Pero no te lo has ganado, que conste -añadió Marés-. Tu informe está mal desde el principio, porque se basa en una deducción equivocada.
– ¿Equivocada?
– Sí.
Marés encendió otro cigarrillo perfumado de los suyos y miró aviesamente a David a través del espejito retrovisor. Dijo:
– Piensa un poco con el cerebelo, chaval.
– Ya lo hago, jefe…
– Veamos. Basándote en todos los datos que tenemos, no sólo en los tuyos, sino también en los de Roca sobre la señora Yordi, ¿cómo lo enfocarías?
David alzó la mano y miraba la punta enrojecida de los dedos y bizqueaba, confuso.
– Hum. No lo sé.
El jefe volvió la cara hacia él y arrugó la nariz. Los asientos de atrás soltaban un agrio pestucio. De noche los vagabundos solían dormir en el Lincoln abrazados a sus pringosas botellas de vino.
– ¿Qué dices tú, Jaime?
– Es un asunto enrevesado, jefe.
Marés esperó un poco, por si Jaime quería exponer alguna teoría, y luego me miró a mí.
– ¿Y tú, tienes alguna idea?
– Tengo una, pero no me convence.
– Adelante, chico.
– No sé -dije encogiéndome de hombros-. No quiero aburrirte, jefe.
– Abúrreme. Es una orden.
Carraspeé, y con la voz fría, sin inflexiones, aventuré:
– Esta señora tiene un fulano porque necesita comida para su niño pequeño, y porque está sola, sin marido. Se cita con su amante en el bar. Ese taxi iba al meublé La Casita Blanca. Y ese hombre pintado y con pijama y zapatillas me seguía a mí porque es un marica.
Marés ronroneó como un gato ensayando su voz impostada y tardó unos segundos en contestar:
– Casi aciertas -el humo del cigarrillo le hizo entornar los ojos, y también su natural malicia y puñetería. Ahora habló otra vez sin mover los labios y su voz parecía venir de lejos, como la voz de los ventrílocuos-. Sí, todo coincide para hacernos creer que el tío del pijama te seguía a ti, Roca. Sin embargo, a quien seguía es a ella. Tú lo que hiciste fue interponerte entre los dos, y en realidad él ni siquiera te vio. La seguía a ella igual que tú, pero de lejos, siempre por detrás de ti. -Miró a David por el retrovisor-. Cualquiera se habría dado cuenta menos un novato como tú, David. Piénsalo: ¿por qué razón este señor, que pasó por aquí como un sonámbulo, había de ponerse a seguir a Mingo Roca, un xava del barrio al que seguramente no había visto en su vida? ¿Eh?
David bajó los ojos y en tono de excusa murmuró:
– A mí una vez un desconocido me siguió desde las Atracciones Apolo hasta el Monte Carmelo.