– Señora, esto es suyo -dijo David, ofreciéndole el billetero de piel de cocodrilo con los ojos en el suelo y la voz de pito más estrangulada que jamás le habíamos oído-. Él lo perdió en la calle.
Llevaba la misma boina gris, los mismos zapatos negros y el mismo bolso de correa, pero no iba pintada en absoluto y parecía más alta. Abrió el billetero, vio los cinco duros y después miró detenidamente la fotografía del soldado y la muchacha bajo el mustio sol antiguo que los manchaba como un ácido. Ni negó ni admitió que aquellas cosas le pertenecieran, no dijo nada, apenas nos miró, apenas nos sonrió. Su delicada nariz captó fugazmente el aroma de los garbanzos cocidos que salía de nuestros bolsillos, y sus ojos rasgados se demoraron un breve instante en la contemplación de la vieja fotografía, vimos su lento y dulce parpadeo, luego cerró el billetero, lo guardó en su bolso, murmuró «gracias» y continuó su camino.
Aquellos fantásticos días de peligro y maldad quedaron lejos al fin, y ya nadie se acuerda de su olor a pólvora y a carroña ni de nuestra intrépida vocación de detectives. Yo he vuelto a pensar a veces en el ahorcado con zapatillas y fijapelo y más aún en la señora con ojos de china caliente y perversa mirando todavía aquel dinero que debió caerle como llovido del cielo… A fin de cuentas, en aquellos tiempos, cinco duros eran cinco duros. Pero sobre todo pienso en Juanito Marés agazapado en la oxidada carrocería del Lincoln Continental, solo, los pies en el cogote y envuelto en el humo azul purísimo de sus aromáticos cigarrillos de regaliz, intoxicado de crímenes y viudas peligrosas, de enrevesadas intrigas y amores desdichados.
EL FANTASMA DEL CINE ROXY
…mis sueños son muy razonables.
En uno de ellos me encontraba en
Sunset Boulevard, a la sombra de unos
árboles, esperando un taxi amarillo para
ir a almorzar. No aparecía ningún taxi
amarillo, todos los coches que pasaban
por allí eran de 1916. Y entonces me dije
«Es inútil que esté aquí de plantón
esperando un taxi amarillo, puesto que
estoy teniendo un sueño de 1916.»
Después de esta reflexión, me fui
andando hasta el restaurante.
ALFRED HITCHCOCK,
El cine según Hitchcock,
por François Truffaut
És quan dormo que hi veig ciar.
J. V. FOK
1
– Y a partir de esta escena -dijo el escritor-, en el preciso instante en que el enano cabezudo vestido de boy-scout parpadea nervioso e inicia su escalada político-montserratina hacia las cumbres de la patria con la mochila a la espalda, aclamado por el gentío que le arroja flores y calderilla, entonces es cuando aparece la pierna desnuda y luminosa de Ivy/Miriam Hopkins balanceándose al borde del lecho en sostenida sobreimpresión, a lo largo y ancho de toda la secuencia y en todos los planos siguientes, el muslo inmortal de la puta Ivy pendulando en la pantalla como una dulce amenaza venérea o como una romántica pesadilla de felicidad con su liga negra y sus chancros purulentos, perturbando así la clamorosa ascensión patriotera y floral del enano parpadeante, hasta que aparece la palabra FIN.
– Estás loco -dijo el director-. Olvídalo, no pienso rodar ninguna de tus calenturas infantiles.
– ¿Calenturas? Te estoy hablando de la historia contemporánea de este país.
– Háblame del vagabundo bajo la lluvia, en la posguerra.
– Entonces concédeme un respiro y bebamos algo.
Empuñando sendos bolígrafos de punta fina, las caras tapadas con pañuelos negros como si fueran a atracar un banco o asaltar un tren (en realidad no pueden verse el uno al otro) colaboran por última vez el escritor y el director de cine en el guión original de una película que no debería rodarse jamás, cuando, en una pausa moderadamente alcohólica, solicitada por el novelista, éste evoca la época feliz de sus aventuras infantiles con la pandilla en los espesos y ardientes cines de barrio. Programa doble, No-Do y paja, recuerda:
Aquel tronante gallinero con bancos de madera y el palco lateral izquierdo cuya pringosa barandilla yo cabalgaba y espoleaba en la penumbra plateada, galopando disparando dentro fuera de la pantalla al mismo tiempo estoy en «Arizona» con Destry/James Stewart y la guapa Frenchie/ Marlene Dietrich con su peca junto a la boca y suntuosos párpados de seda advierte el peligro en el Saloon y le salva la vida a Destry rides again interponiéndose entre él y la bala, muriendo en sus brazos vestida de puta del Oeste.
– Maldito literato -gruñó el director-. Maldito mirón de cine malo.
– En ese palco fantástico que olía a meados y a serrín -prosiguió el literato sin inmutarse- he visto yo el mejor cine malo del mundo y además nos hacíamos pajas durante la proyección. Una tarde, Juanito Marés, que siempre veía la película enfundado en su viejo chubasquero con capucha, se la estuvo meneando cada vez que en la pantalla aparecía Ella Raines, una artista de ojos verdes venéreos que hacía películas malas de esas que a ti no te gustan y a mí sí.
El director asintió, impaciente.
– Bueno, vamos a seguir trabajando.
– La Dama Desconocida. Cuando la preciosa Ella cruzaba las rodillas enfundadas en medias color de humo, veíamos la mano verdinegra de Juanito deslizarse por debajo del chubasquero como una serpiente.
– ¿No me has oído? Por favor.
– Como quieras.
– Así no acabaremos nunca.
– Me proponía simplemente estimular tu escasa imaginación visual, regista.
– Bien. ¿Dónde estábamos? Ah, sí…
– Por ejemplo, había pensado la emocionante escena del tórrido casibeso entre Susana y el vagabundo en el cine, justo en el momento en que empieza a nevar silenciosamente sobre la platea.
– ¿Casibeso? ¿Empieza a nevar dónde…?
– En la platea del Roxy y en la sesión de tarde, hace muchos años. O mejor, no empieza: ellos en la butaca se casibesan, plano picado y entonces desde arriba, entre remolinos de copos blancos, vemos en torno a ellos toda la platea ya nevada, silenciosa y fantasmal, bellísima.
El director dio un puñetazo sobre la mesa.
– El inconveniente, mi querido y reputado narrador -dijo irritado y confuso- es que el Roxy ya no existe. Lo derribaron.
Se desploma en la plaza Lesseps la fachada del cine en medio de una roja polvareda, el techo se abate sobre el patio de butacas, el escenario permanece erguido un instante, se rasgan y desprenden y caen las viejas cortinas azules, los apliques de metal y de yeso, y la pantalla se agita y se repliega cayendo sobre sí misma como una vela desinflada todavía con la piel estremecida por otras imágenes de otro desastre, otras voces, otra memoria: sobre las calles de San Francisco se desploman las casas entre nubes de polvo la gente huye despavorida muriendo aplastada o cayendo en las profundas grietas que se abren en el asfalto. Entre las ruinas de la cabina de proyección asoman trozos de película como rizos decapitados y la mano yerta de Jack Holt aplastado bajo los escombros en la calle Blackie deambula con la cara ensangrentada buscando a Mary. Una hora antes, en su poco recomendable Salón de variedades «El Paraíso», Blackie Norton/Gable esboza su cínica sonrisa ladeada frente a Mary/Jeanette MacDonald cursi remilgada que le pide trabajo: «Soy cantante.» Blackie el simpático rufián: «A ver las piernas.»
– Pero no fue un terremoto lo que acabó con el Roxy -argumentó el director.
– Lo sé -dijo el escritor-. Fueron tus aburridas películas.