Le quedan sólo dos meses de instituto. La primavera se respira en el aire al otro lado de los muros de ladrillo, de las altas ventanas enrejadas. Los clientes del Shop-a-Sec, la tienda donde trabaja, hacen sus compras patéticas y venenosas con humor y algarabía renovados. Los pies de Ahmad vuelan por la vieja pista de ceniza del instituto como si cada zancada se amortiguara por sí sola. Cuando se detuvo en la acera para mirar consternado el rastro espiral del gusano abrasado y desvanecido, a su alrededor nuevos brotes verdes, ajos, dientes de león y tréboles iluminaban las zonas de hierba exhaustas por el invierno, y los pájaros exploraban en arcos fugaces y nerviosos el medio invisible que los sostenía.

A sus sesenta y tres años, Jack Levy se levanta entre las tres y las cuatro de la madrugada con un regusto de miedo en la boca, seca por el aire que se le ha escapado mientras soñaba. Tiene sueños siniestros, impregnados de las miserias del mundo. Lee el agonizante diario local, casi sin publicidad, el New Prospect Perspective, y el New York Times o el Post cuando alguien se los deja en la sala de profesores, y por si no tuviera suficiente de Bush y de Irak y de asesinatos en hogares de Queens y East Orange -crímenes incluso contra niños de dos, cuatro o seis años, tan pequeños que enfrentarse y gritar a sus asesinos, sus padres, les parecería blasfemo, la misma blasfemia que habría cometido Isaac de resistirse a Abraham-, por la tarde, entre las seis y las siete, mientras su corpulenta esposa no para de pasar por delante de la pequeña pantalla del televisor de la cocina, llevando la cena del congelador al microondas, Levy ve el resumen de las últimas noticias del área metropolitana y también las de los bustos parlantes de la cadena nacional; lo deja encendido hasta que los anuncios, que ha visto infinidad de veces, lo exasperan tanto que apaga el idiotizante aparato. Para colmo, Jack tiene también sus miserias personales, miserias en las que «arrasa», como dice ahora la gente: el peso del día por venir, el día que amanecerá sobre toda esta oscuridad. Mientras yace despierto, el miedo y el asco se revuelven en su interior como los ingredientes de una cena de un mal restaurante: el doble de la comida deseada, las raciones que ahora se estilan. El pavor le cierra de golpe la puerta del sueño, dominado por la certeza cada día más asentada de que lo único que le queda por hacer a su cuerpo en la Tierra es prepararse para la muerte. Ya cumplió con el cortejo y el apareamiento; ya engendró un hijo -el pequeño y sensible Mark de ojos tímidos y turbios, con su nervioso labio inferior-; ya trabajó para alimentarlo, para abastecerlo de todas las necedades que la cultura de la época se empeñó en que poseyera para ser como sus pares. Ahora la única tarea que le queda a Jack Levy es morir y ceder así un mísero espacio, un diminuto lugar respirable, a este planeta abrumado. La tarea está suspendida en el aire justo sobre su cara insomne, como una tela con una araña inmóvil en el centro.

Su esposa, Beth, una ballena cuyas grasas dejan escapar demasiado calor, respira trabajosamente a su lado; el interminable arañazo de sus ronquidos es como una prolongación en la inconsciencia del sueño de sus monólogos diarios, de su pródiga cháchara. Cuando con furia reprimida Levy le da con la rodilla o con el codo, o suavemente acoge en la palma de la mano una nalga que el camisón deja al descubierto, entonces ella se queda dócilmente en silencio y él teme haberla despertado, haber roto el voto tácito entre dos personas que han acordado, da igual hace cuánto, dormir juntas. Sólo quiere ayudarla, con un empujoncito, a llegar al nivel de sueño en que la respiración deje de vibrar en su nariz. Es como afinar el violín que tocaba de joven. Un nuevo Heifetz, un nuevo Isaac Stern: ¿es eso lo que esperaban sus padres? Los decepcionó: un segmento de desdicha que coincide con las del mundo. A sus padres les dolió. Les dijo en tono desafiante que dejaba las clases. Le interesaba más la vida de los libros y las calles. Tenía once años, quizá doce, cuando se plantó; nunca más volvió a coger un violín, aunque a veces, al oír en la radio del coche un fragmento de Beethoven, un concierto de Mozart o la música cíngara de Dvorak que había interpretado en versiones simplificadas, Jack se sorprende al sentir que la digitación intenta revivir en la mano izquierda, contrayéndose en el volante como un pez moribundo.

¿Por qué mortificarse? Ha hecho las cosas bien, más que bien: mención especial en el Central High, promoción del 59, antes de que fuera como una cárcel, cuando todavía era posible estudiar y enorgullecerse de recibir los elogios de los profesores. Se tomó en serio los cursos en el City College de Nueva York, primero desplazándose hasta allí cada día, después compartiendo un apartamento en el Soho con dos chicos y una chica que cambiaba continuamente el objeto de sus afectos. Después de licenciarse, dos años en el ejército cuando aún había servicio militar, antes de que Vietnam se complicara: instrucción en Fort Dix, archivero en Fort Meade, Maryland, un lugar lo bastante al sur de la línea Mason-Dixon como para estar infestado de sureños antisemitas; el segundo año en Fort Bliss, en El Paso, en recursos supuestamente humanos, asignando reclutas a misiones, el principio de su actividad como tutor de adolescentes. A continuación, a la Universidad de Rutgers para un máster, con una de las becas menguantes del ejército. Desde entonces, enseñando historia y ciencias sociales en institutos treinta años antes de ocupar, durante los últimos seis, un puesto de responsable de tutorías a tiempo completo. Los datos pelados sobre su carrera hacen que se sienta atrapado en un curriculum vitae tan angosto como un ataúd. El aire negro de la habitación empieza a ser irrespirable y sigilosamente se da la vuelta, de estar de lado pasa a tumbarse boca arriba, como un fiambre expuesto en un velatorio católico.

Es increíble el ruido que pueden hacer unas sábanas: olas que baten junto a tu oreja. No quiere despertar a Beth. La cercanía es asfixiante, tampoco así puede con ella. Pero por unos instantes, como el primer sorbo antes de que los cubitos agüen el whisky, la nueva postura solventa el problema. Boca arriba tiene la calma de un hombre muerto pero sin la tapa del féretro a unos centímetros de la nariz. El mundo está en silencio: el tráfico de los que van a trabajar aún no ha empezado, los noctámbulos con los silenciadores de los tubos de escape rotos por fin se han ido a la cama. Oye un camión solitario cambiar de marcha en el semáforo intermitente de la calle de arriba y, dos habitaciones más allá, los amortiguados pasos apresurados de Carmela, la gata esterilizada y sin garras de los Levy. Al carecer de garras no la pueden dejar fuera, por temor a que los gatos que sí tienen la maten. En su cautividad casera, tras pasarse la mayor parte del día dormitando bajo el sofá, tiene alucinaciones por la noche, con la quietud del hogar de fondo imagina las aventuras salvajes, las batallas y las huidas que nunca vivirá, por su propio bien. Es tal la desolación del entorno sensorial en las horas previas al alba que el rugido furtivo de un felino ofuscado y castrado le alivia casi lo suficiente para que su mente, dispensada de la guardia, se adormezca de nuevo.

Pero, atado a la vigilia por una vejiga impaciente, no tiene otra opción que yacer expuesto, del modo en que se somete uno a una dañina ráfaga de radiactividad, a la percepción de su propia vida como una mancha -un borrón, un desatino perpetuo-infligida en la superficie, por lo demás impecable, de estas horas intempestivas. Ha perdido el buen camino en el bosque oscuro del mundo. Pero ¿hubo buen camino alguna vez? ¿No sería el estar vivo el error en sí? En la versión aligerada de la historia que solía enseñar a alumnos a quienes costaba creer que el mundo no empezara con sus nacimientos ni en épocas en que abundaran los juegos de ordenador, incluso los más grandes hombres se perdían en la nada, en una tumba, sin ver cumplidas sus ilusiones: Carlomagno, Carlos V, Napoleón, el detestable pero bastante exitoso -y todavía admirado, al menos en el mundo árabe- Adolf Hitler. La historia es un molino que reduce perpetuamente a polvo a la humanidad. Las tutorías se reproducen una y otra vez en la cabeza de Jack Levy como malentendidos cacofónicos. Se ve a sí mismo como un viejo patético en una orilla, gritándole a la flotilla de jóvenes mientras se deslizan hacia el cenagal funesto del mundo: más recortes de recursos, libertades que desaparecen, publicidad despiadada que vende una ridícula cultura popular de música eterna, de cerveza y de jóvenes hembras esbeltas y sanas hasta lo imposible.


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