Flota en el aire como un pesar que se va clavando en los corazones. Los corazones no duelen y pueden sufrir, hora tras hora, hasta toda una vida, sin que nadie sepamos nunca, demasiado a ciencia cierta, qué es lo que pasa.

Un señor de barbita blanca le da trocitos de bollo suizo, mojado en café con leche, a un niño morenucho que tiene sentado sobre las rodillas. El señor se llama don Trinidad García Sobrino y es prestamista. Don Trinidad tuvo una primera juventud turbulenta, llena de complicaciones y de veleidades, pero en cuanto murió su padre, se dijo: "De ahora en adelante hay que tener cautela; si no, la pringas, Trinidad"; se dedicó a los negocios y al buen orden y acabó rico. La ilusión de toda su vida hubiera sido llegar a diputado; él pensaba que ser uno de quinientos entre veinticinco millones no estaba nada mal. Don Trinidad anduvo coqueteando varios años con algunos personajes de tercera fila del partido de Gil Robles, a ver si conseguía que lo sacasen diputado; a él el sitio le era igual; no tenia ninguna demarcación preferida. Se gastó algunos cuartos en convites, dio su dinero para propaganda, oyó buenas palabras, pero al final no presentaron su candidatura por lado alguno y ni siquiera lo llevaron a la tertulia del jefe. Don Trinidad pasó por momentos duros, de graves crisis de ánimo, y al final acabó haciéndose lerrouxista. En el partido radical parece que le iba bastante bien, pero en esto vino la guerra y con ella el fin de su poco brillante, y no muy dilatada carrera política. Ahora don Trinidad vivía apartado de la "cosa pública", como aquel día memorable dijera don Alejandro, y se conformaba con que lo dejaran vivir tranquilo, sin recordarle tiempos pasados, mientras seguía dedicándose al lucrativo menester del préstamo a interés.

Por las tardes se iba con el nieto al Café de doña Rosa, le daba de merendar y se estaba callado, oyendo la música o leyendo el periódico, sin meterse con nadie.

Doña Rosa se apoya en una mesa y sonríe.

– ¿Qué.me dice, Elvirita?

– Pues ya ve usted, señora, poca cosa.

La señorita Elvira chupa del cigarro y ladea un poco la cabeza. Tiene las mejillas ajadas y los párpados rojos, como de tenerlos delicados.

– ¿Se le arregló aquello?

– ¿Cuál?

– Lo de…

– No, salió mal. Anduvo conmigo tres días y después me regaló un frasco de fijador.

La señorita Elvira sonríe. Doña Rosa entorna la mirada, llena de pesar.

– ¡Es que hay gente sin conciencia, hija!

– ¡Psché! ¿Qué más da?

Doña Rosa se le acerca, le habla casi al oído.

– ¿Por qué no se arregla con don Pablo?

– Porque no quiero. Una también tiene su orgullo, doña Rosa.

– ¡Nos ha merengao! ¡Todas tenemos nuestras cosas! Pero lo que yo le digo a usted, Elvirita, y ya sabe que yo siempre quiero para usted lo mejor, es que con don Pablo bien le iba.

– No tanto. Es un tío muy exigente. Y además un baboso. Al final ya lo aborrecía, ¡qué quiere usted!, ya me daba hasta repugnancia.

Doña Rosa pone la dulce voz, la persuasiva voz de los consejos.

– ¡Hay que tener más paciencia, Elvirita! ¡Usted es aún muy niña!

– ¿Usted cree?

La señorita Elvirita escupe debajo de la mesa y se seca la boca con la vuelta de un guante.

Un impresor enriquecido que se llama Vega, don Mario de la Vega, se fuma un puro descomunal, un puro que pare-ce de anuncio. El de la mesa de al lado le trata de resultar simpático.

– ¡Buen puro se está usted fumando, amigo! Vega le contesta sin mirarle, con solemnidad:

– Sí, no es malo, mi duro me costó. Al de la mesa de al lado, que es un hombre raquítico y sonriente, le hubiera gustado decir algo así como: "¡Quién como usted!", pero no se atrevió; por fortuna, le dio la vergüenza a tiempo. Miró para el impresor, volvió a sonreír con humildad, y le dijo:

– ¿Un duro nada más? Parece lo menos de siete pesetas.

– Pues no: un duro y treinta de propina. Yo con esto ya me conformo.

– ¡Ya puede!

– ¡Hombre! No creo yo que haga falta ser un Romano-nes para fumar estos puros.

– Un Romanones, no, pero ya ve usted, yo no me lo podría fumar, y como yo muchos de los que estamos aquí.

– ¿Quiere usted fumarse uno?

– ¡Hombre…!

Vega sonrió, casi arrepintiéndose de lo que iba a decir.

– Pues trabaje usted como trabajo yo.

El impresor soltó una carcajada violenta, descomunal. El hombre raquítico y sonriente de la mesa de al lado dejó de sonreír. Se puso colorado, notó un calor quemándole las orejas y los ojos empezaron a escocerle. Agachó la vista para no enterarse de que todo el Café lo estaba mirando; él, por lo menos, se imaginaba que todo el Café le estaba mirando.

Mientras don Pablo, que es un miserable que ve las cosas al revés, sonríe contando lo de Madame Pimentón, la señorita Elvira deja caer la colilla y la pisa. La señorita Elvira, de cuando en cuando, tiene gestos de verdadera princesa.

– ¿Qué daño le hacía a usted el gatito? ¡Michino, michino, toma, toma…!

Don Pablo mira a la señora.

– ¡Hay que ver qué inteligentes son los gatos! Discurren mejor que algunas personas. Son unos animalitos que lo entienden todo. ¡Michino, michino, toma, toma…!

El gato se aleja sin volver la cabeza y se mete en la cocina.

– Yo tengo un amigo, hombre adinerado y de gran influencia, no se vaya usted a creer que es un pelado, que tiene un gato persa que atiende por Sultán, que es un prodigio.

– ¿Sí?

– ¡Ya lo creo! Le dice: "Sultán, ven", y el gato viene moviendo su rabo hermoso, que parece un plumero. Le dice: "Sultán, vete", y allá se va Sultán como un caballero muy digno. Tiene unos andares muy vistosos y un pelo que parece seda. No creo yo que haya muchos gatos como ése; ése, entre los gatos, es algo asi como el duque de Alba entre las personas. Mi amigo lo quiere como a un hijo. Claro que también es verdad que es un gato que se hace querer.

Don Pablo pasea su mirada por el Café. Hay un momento que tropieza con la de la señorita Elvira. Don Pablo pestañea y vuelve la cabeza.

– Y lo cariñosos que son los gatos. ¿Usted se ha fijado en lo cariñosos que son? Cuando cogen cariño a una persona ya no se lo pierden en toda la vida.

Don Pablo carraspea un poco y pone la voz grave, importante:

– ¡Ejemplo deberían tomar muchos seres humanos!

– Verdaderamente.

Don Pablo respira con profundidad. Está satisfecho. La verdad es que eso de "ejemplo deberían tomar, etc." algo que le ha salido bordado.

Pepe, el camarero, se vuelve a su rincón sin decir ni palabra. Al llegar a sus dominios, apoya una mano sobre el respaldo de una silla y se mira, como si mirase algo muy raro muy extraño, en los espejos. Se ve de frente, en el de más cerca; de espalda, en el del fondo; de perfil, en los de las esquinas.

– A esta tia bruja lo que le vendría de primera es que la abrieran en canal un buen día. ¡Cerda! ¡Tía zorra!

Pepe es un hombre a quien las cosas se le pasan pronto; le basta con decir por lo bajo una frasecita que no se hubiera atrevido jamás a decir en voz alta.

– ¡Usurera! ¡Guarra! ¡Que te comes el pan de los pobres!

A Pepe le gusta mucho decir frases lapidarias en los momentos del mal humor. Después se va distrayendo poco a poco y acaba por olvidarse de todo.

Dos niños de cuatro o cinco años juegan aburridamente, sin ningún entusiasmo, al tren por entre las mesas. Cuando van hacia el fondo, va uno haciendo de máquina y otro dé vagón. Cuando vuelven hacia la puerta, cambian. Nadie les hace caso, pero ellos siguen impasibles, desganados, andando para arriba y para abajo con una seriedad tremenda. Son dos niños ordenancistas, consecuentes, dos niños que juegan al tren, aunque se aburren como ostras, porque se han propuesto divertirse y, para divertirse, se han propuesto, pase lo que pase, jugar al tren durante toda la tarde. Si ellos no lo consiguen, ¿qué culpa tienen? Ellos hacen todo lo posible. Pepe los mira y les dice:


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