Últimamente me costaba dormirme aunque estaba levantada desde las seis y media de la mañana. Debería haber estado cansada, pero en lugar de ello me sentía agitada. Descubrí que jugaba distraída con la ceja derecha, un tic nervioso que irritaba profundamente a mi marido. Años de críticas por su parte no habían conseguido que abandonara aquella costumbre. La separación tenía sus ventajas: ahora estaba en libertad de hacerlo hasta que me cansara.
Pete. El último año que estuvimos juntos. El rostro de Katy cuando le hablamos de nuestra ruptura. Pensábamos que no sería muy traumático puesto que ella se encontraba en la universidad. ¡Cuan equivocados estábamos! Sus lágrimas estuvieron a punto de hacerme cambiar de idea. Margaret Adkins, con las manos retorcidas tras su muerte. Con aquellas manos había pintado sus puertas de azul y había colgado los posters de su hijo. ¿Se encontraría en aquellos momentos por ahí el asesino? ¿Estaría disfrutando con su hazaña de aquel día? ¿Se habría saciado su avidez de sangre o se habrían intensificado sus ansias de matar con aquel acto?
El teléfono sonó e interrumpió el silencio con un estrépito que me arrancó de las grutas privadas en que me había adentrado. Me sobresalté de tal modo que di un respingo y volqué el cubilete de los lápices. Bolígrafos y rotuladores volaron por los aires.
– Aquí la doctora Bren…
– ¡Tempe! ¡Oh, gracias a Dios! Llamaba a tu apartamento pero, como es natural, no te encontraba. -La risa de la mujer era tensa y estridente-. Se me ocurrió intentar este número por si acaso. No pensaba realmente encontrarte.
Aunque reconocí la voz tenía una peculiaridad que no había percibido en otras ocasiones. Sonaba discordante por causa del temor. Se expresaba en un tono elevado, con cadencias vibrantes. Sus palabras se precipitaban en mis oídos, jadeantes y con apremio, como un susurro proferido con un soplo de respiración. Los músculos del estómago se me contrajeron de nuevo.
– ¡Hace tres semanas que no tengo noticias tuyas, Gabby! ¿Por qué no has…?
– ¡No podía! He estado… complicada… en algo. ¡Necesito ayuda, Tempe!
A través de la línea llegó un tenue chirrido y una serie de sonidos mientras se ajustaba el auricular. Como trasfondo distinguí los ecos resonantes de un lugar público, subrayados por el ruido entrecortado de voces sofocadas y sones metálicos. Mentalmente creí verla en una cabina telefónica, escudriñando cuanto la rodeaba, con incansable mirada y difundiendo su terror como una emisora radiofónica.
– ¿Dónde estás?
Cogí un bolígrafo de los que habían caído en mi escritorio y me dispuse a anotar.
– Estoy en el restaurante La Belle Province, en la esquina de Sainte Catherine y Saint Laurent. ¡Ven a buscarme, Temp! ¡No puedo salir de aquí!
El tintineo iba en aumento. Gabby estaba cada vez más agitada.
– He tenido un día muy pesado, Gabby. Estás a pocas manzanas de tu apartamento. ¿No podrías…?
– ¡Me matará! ¡Ya no puedo controlarlo! Creí que me sería posible, pero no es así. No puedo protegerlo más: tengo que protegerme yo. No está bien, es peligroso. Está… complètement fou!
Había ido aumentando el tono de su voz hasta alcanzar la cota de la histeria. De pronto, tras el brusco cambio al idioma francés, se interrumpió. Dejé de girar el bolígrafo y consulté mi reloj: eran las nueve y cuarto. ¡Mierda!.
– De acuerdo. Estaré ahí dentro de un cuarto de hora. Estate atenta. Cruzaré por Sainte Catherine.
El corazón me latía apresuradamente y me temblaban las manos. Cerré el despacho y fui corriendo hasta el coche con piernas temblorosas. Sentía como si me hubiera tomado un exceso de cafeína.