El hombre me dedicó otra de sus sonrisas despectivas.

– ¿Cómo se siente el rostro? -se interesó.

– ¡Como un melocotón! -repliqué rechinando los dientes-. ¡A mi edad una abrasión cutánea es un regalo!

– La próxima vez que decida emprender una persecución con alboroto callejero no espere que yo la recoja.

– ¡La próxima vez controle mejor una situación de arresto y no tendré que hacerlo yo!

La sangre me latía en las sienes, y apretaba con tanta fuerza los puños que se me formaban pequeños semicírculos en las palmas.

– ¡Bien, basta ya de esta historia! -intervino Charbonneau dibujando un amplio arco en el aire con su cigarrillo-. ¡Vamos a registrar el apartamento!

Se volvió a los patrulleros que aguardaban en silencio y les dijo:

– Llamad a investigación.

– Ahora mismo -repuso el más alto dirigiéndose al coche. Los demás seguimos a Charbonneau en silencio hasta el edificio de ladrillo rojo y volvimos a entrar en el pasillo. El patrullero restante aguardó afuera.

En nuestra ausencia alguien había cerrado la puerta exterior, pero la que conducía al número seis aún seguía abierta. Entramos en la habitación y nos separamos como la vez anterior, cual personajes que siguieran instrucciones de bloqueo en un escenario.

Yo fui a la parte posterior. El fogón ya estaba frío y los restos de espaguetis no habían mejorado en aquel rato. Una mosca revoloteaba sobre el extremo de la cazuela y me recordaba otros restos más espeluznantes que pudiera haber dejado el ocupante. Nada más había cambiado.

Fui hacia la puerta de la derecha. Pequeños fragmentos de yeso sembraban el suelo, resultado del enorme golpe propinado por el pomo de la puerta contra la pared. La puerta estaba entreabierta y por ella se veía una escalera de madera que descendía a una planta inferior. Bajé un peldaño hasta un pequeño descansillo, di un giro de noventa grados a la derecha y me sumergí en la oscuridad. En el descansillo se alineaban latas metálicas en contacto con la pared. Ganchos oxidados sobresalían de la madera al nivel de los ojos. Distinguí un interruptor eléctrico a la izquierda, en el muro, al que faltaba la placa y cuyos cables se enroscaban entre sí como gusanos en una caja de cebos.

Charbonneau se reunió conmigo y cerró la puerta con su bolígrafo. Le señalé el interruptor y lo utilizó de nuevo para pulsarlo, con lo que se encendió una bombilla en algún punto debajo de nosotros que proyectó un tenue resplandor en los últimos peldaños. Escuchamos en la penumbra sin percibir sonido alguno. Claudel vino tras nosotros.

Charbonneau llegó hasta el descansillo, se detuvo y descendió lentamente seguido de mí, que sentía crujir quedamente cada peldaño bajo mis pies. Me temblaban las castigadas piernas como si acabase de correr un maratón, pero resistí a la tentación de tocar las paredes. El pasillo era angosto y tan sólo distinguía los hombros de Charbonneau que me precedía.

Al llegar al final el ambiente era húmedo y olía a moho. Sentía la mejilla como lava derretida y aquella sensación fría fue muy aliviadora. Miré en torno. Era el clásico sótano, aproximadamente de la mitad de tamaño que el edificio. La pared posterior estaba construida con ladrillos toscos, sin pulir, y debía de haber sido añadida posteriormente para dividir una zona mayor. Adelante y hacia la derecha se encontraba una tina metálica y contra ella se arrimaba un banco de trabajo alargado, de madera, de la que se desprendía la pintura rosa. Debajo había un montón de cepillos de limpieza con las cerdas amarillentas y cubiertas de telarañas. Una manga negra de jardín pulcramente enroscada pendía de la pared.

El espacio de la derecha lo ocupaba un horno gigantesco cuyos conductos metálicos se ramificaban y ascendían como las ramas de un roble, mientras que la base estaba rodeada por un montón de basura. A la tenue luz pude identificar marcos rotos de cuadros, ruedas de bicicletas, sillas de jardín retorcidas y curvadas, latas vacías de pintura y una cómoda. Aquellos restos parecían ofrendas a un dios druida.

Una simple bombilla pendía del centro de la estancia proyectando un vatio de luz. Eso era todo. El resto del sótano estaba vacío.

– El hijo de puta debía de aguardarnos arriba -dijo Charbonneau mirando a lo alto de la escalera con las manos en las caderas.

– La gorda debería habernos dicho que el tipo tenía este pequeño escondrijo -comentó Claudel dando puntapiés al montón de escombros con la punta del zapato-. Aquí podría esconderse Salman Rushdie.

Me impresionó la referencia literaria, pero me abstuve de hacer comentario alguno, decidida a mantener una observación neutra. Las piernas comenzaban a dolerme y algo funcionaba dolorosamente en mi cuello.

– Ese cerdo podía habernos atacado desde detrás de la puerta.

Charbonneau y yo no respondimos. Ambos habíamos pensado lo mismo.

El hombre se dirigió a la escalera y subió seguido de mí, que comenzaba a sentirme aturdida. Cuando llegamos a la habitación la oleada de calor me golpeó. Fui hacia la improvisada mesa y examiné el collage de la pared.

En el centro había un gran mapa de la zona de Montreal, rodeado de recortes de periódicos y revistas. Los de la derecha eran las clásicas fotos pornográficas, del género de Playboy y Hustler. En ellos aparecían muchachas jóvenes en posiciones forzadas, desnudas o con las ropas en desorden. Unas hacían mohines, otras se mostraban incitantes y algunas fingían expresiones de éxtasis orgásmicos, aunque ninguna resultaba muy convincente. El conjunto era de gusto ecléctico: no demostraba preferencias en cuanto a tipos femeninos, razas ni color de cabellos. Advertí que todos habían sido pulcramente recortados, colocados de modo equidistante y concienzudamente enganchados.

Un grupo de artículos periodísticos ocupaba la parte izquierda del mapa. Aunque algunos eran de lengua inglesa, la mayoría procedían de la prensa francesa. Los ingleses siempre iban acompañados de fotos. Me aproximé y leí algunas frases acerca de la violación de un camposanto en una iglesia de Drummondville. Pasé a un artículo en francés que trataba de un secuestro perpetrado en Senneville. A continuación reparé en un anuncio de Videodrome, que se proclamaba el distribuidor más importante de películas pornográficas de Canadá. Había un recorte de Allo Police en un bar de nudistas en el que aparecía una tal «Babette» vestida con un liguero cruzado de cuero y cubierta de cadenas. En otro se mencionaba un allanamiento de morada en St. Paul-du-Nord en que el ladrón había fabricado un muñeco con el camisón de su víctima y lo había acuchillado repetidamente en su propio lecho. A continuación distinguí algo que de nuevo me heló la sangre en las venas.

Entre su colección, Saint Jacques había recortado y enganchado cuidadosamente tres artículos, uno junto a otro, cada uno de los cuales describía un asesino en serie y que, a diferencia de los otros, parecían tratarse de fotocopias. En la primera se describía a Leopold Dion, «el monstruo de Pont Rouge», al que, en la primavera de 1963, la policía había descubierto en su casa con los cadáveres de cuatro hombres jóvenes, todos ellos estrangulados.

En el segundo se exponían las hazañas de Wayne Clifford Boden, que estranguló y violó a mujeres en Montreal y Calgary desde comienzos de 1969. Cuando lo arrestaron en 1971, contaba con cuatro víctimas en su historial. Al margen alguien había escrito: «Bill, l'etrangleur», el estrangulador.

El tercer artículo describía la carrera de William Dean Christenson, alias Bill l'éventreur, el destapador de Montreal. Había asesinado, decapitado y descuartizado a dos mujeres a comienzos de los ochenta.

– Fíjense en esto -dije, sin dirigirme a nadie en particular.

Aunque el ambiente era sofocante, me sentía helada. Charbonneau vino tras de mí.

– ¡Oh, pequeñas, pequeñas! -exclamó mientras examinaba el despliegue de fotos de la derecha del mapa-. Amor a toda escala.

– Se trata de esto -puntualicé señalando los artículos.

Claudel se acercó a nosotros y ambos los examinaron en silencio. Olían a sudor, a ropas pasadas por la lavandería y a loción de afeitado. En el exterior oí a una mujer que llamaba a una tal Sophie y por un instante me pregunté si se trataría de un animal doméstico o de una criatura.

– ¡Por todos los diablos! -exclamó Charbonneau al comprender el tema de los recortes.

– Eso no significa que sea Charlie Manson -se burló Claudel.

– No. A buen seguro que trabaja en su tesina de fin de curso.

Por primera vez creí detectar una nota de fastidio en la voz de Charbonneau.

– Quizás el tipo tenga ilusiones de grandeza -prosiguió Claudel-. Tal vez haya visto a los hermanos Menéndez y se haya aficionado a ellos; quizá se crea un Quijote y desee luchar contra el mal; acaso practique su francés y le parezca más interesante esto que Tin Tin. ¿Cómo diablos voy a saberlo? Pero ello no lo convierte en Jack el Destripador. -Miró hacia la puerta-. ¿Dónde diablos está la gente de investigación?

Pensé que era un hijo de perra, pero me mordí la lengua.

Charbonneau y yo centramos nuestra atención en la superficie de la mesa. Un montón de periódicos se apoyaban contra la pared. El hombre utilizó su bolígrafo para hojearlos, de modo que levantaba los bordes y luego los dejaba caer unos sobre otros. El montón contenía tan sólo ofertas de empleo, la mayoría de La Presse y la Gazette.

– Tal vez ese gusano buscara empleo -intervino Claudel con sarcasmo-. Acaso pensaba usar a Boden como referencia.

– ¿Qué es eso que está debajo? -dije.

Había visto un destello amarillo al levantarse brevemente el último ejemplar.

Charbonneau empujó el montón con el bolígrafo, lo levantó y lo tiró hacia la pared, dejando a la vista un bloc amarillo. Por un instante me pregunté si a los detectives les exigían entrenarse en la manipulación de bolígrafos, vista la habilidad con que había hojeado los periódicos sobre la mesa y rescatado el bloc que se encontraba debajo.

Se trataba de un bloc amarillo reglado, de los que suelen utilizar los abogados. Advertí que la primera página estaba casi llena de anotaciones a mano. Charbonneau dio un último empujón a los periódicos con el dorso de la mano y expuso el bloc totalmente a la vista.

El impacto recibido por los recortes de los asesinatos en serie palideció ante el sobresalto que me produjeron aquellas anotaciones. El temor que había retenido en mi fuero interno surgió de su madriguera y me aferró con sus dientes.

Isabelle Gagnon, Margaret Adkins. Aquellos nombres saltaron a la vista. Formaban parte de una lista de siete que se extendían en el borde del bloc y junto a cada uno de ellos, de arriba abajo de la página, había una serie de columnas separadas por líneas verticales. Parecía una tosca hoja de cálculo electrónico que contuviera los datos personales de cada uno de los individuos relacionados. No se diferenciaba de mis propias hojas de cálculo, salvo que no reconocí los cinco nombres restantes.


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