LaManche tenía razón. Yo ya había visitado aquellos jardines el verano anterior. Recordaba el caso: unos huesos exhumados durante la reparación de un conducto de agua. Enterramientos en ataúdes del viejo cementerio de una propiedad eclesiástica. Avisaron al arqueólogo y se cerró el caso. Con suerte se repetiría la situación.

Mientras maniobraba mi Mazda delante del camión y lo aparcaba, los tres hombres interrumpieron su conversación para mirarme. Al apearme del vehículo el policía se inmovilizó un instante como si considerara la cuestión y luego avanzó a mi encuentro con cara de pocos amigos. Eran las cuatro y cuarto; probablemente había concluido su turno y hubiera preferido no estar allí. Bien, tampoco yo estaba por mi gusto.

– Tendrá que marcharse, madame. No puede aparcar aquí.

Acompañaba sus palabras con amplios ademanes y me señalaba la dirección por la que yo debía partir, como si despejara moscas de una ensalada de patatas.

– Soy la doctora Brennan -dije al tiempo que cerraba de un portazo-, del Laboratorio de Medicina Legal.

– ¿La envía el juez de instrucción?

Su tono habría despertado envidia a un interrogador de la KGB.

– Sí. Soy la antropóloga forense -proseguí como una profesora de segundo grado-. Me encargo de los casos de desenterramientos y de esqueletos. Espero que esto me califique para ello.

Y le tendí mi tarjeta de identificación. El hombre, a su vez, lucía en el bolsillo de la camisa un pequeño rectángulo de latón donde figuraba la inscripción «agente Groulx».

Observó la foto y luego a mí. Mi aspecto no era muy convincente. Me había propuesto trabajar todo el día en la reconstrucción del cráneo y llevaba ropas apropiadas para tal tarea. Vestía unos téjanos descoloridos de color tostado, una camisa de tela vaquera con las mangas enrolladas hasta los codos y calentadores en lugar de calcetines. Me había recogido los cabellos con un pasador, pero algunos mechones, pérdida la lucha contra la gravidez, flotaban alrededor de mi rostro y por mi cuello. Además, iba manchada con fragmentos de pegamento. Más que una antropóloga forense debía de parecer un ama de casa de mediana edad obligada a abandonar el empapelado de una pared.

Examinó largo rato la tarjeta y me la devolvió sin comentarios. Evidentemente no era lo que esperaba.

– ¿Ha visto usted los restos? -le pregunté.

– No. Protejo la zona.

Él hizo un ademán para señalar a los dos hombres, que nos observaban tras interrumpir su conversación.

– Ellos los encontraron. Ya avisé. La acompañarán.

Me pregunté si el agente Groulx sería capaz de pronunciar una frase compuesta. De nuevo señaló a los obreros con un ademán.

– Vigilaré su coche -me dijo.

Hice una señal de asentimiento, pero él ya había dado media vuelta y se alejaba. Los obreros de Hydro me miraron en silencio mientras me aproximaba. Ambos llevaban gafas de aviador, y el postrer sol de la tarde arrancaba reflejos anaranjados de sus cristales. Los dos lucían bigotes con las puntas curvadas hacia abajo.

El de la izquierda era el más viejo, un tipo delgado y moreno con aspecto de terrier. El hombre miraba en torno con nerviosismo y desviaba su atención de uno a otro objeto, de una persona a otra, como una abeja que entrara y saliera de un capullo. Fijaba su mirada en mí y luego la apartaba con rapidez, cual si temiera que establecer contacto con los ojos ajenos lo comprometiera a algo que más tarde pudiera lamentar. Asimismo compensaba su peso de uno a otro pie e inclinaba alternativamente los hombros.

Su compañero, mucho más corpulento, llevaba una larga y lacia cola de caballo y tenía el rostro curtido. Me sonrió mientras me aproximaba y exhibió huecos vacíos de dentadura. Sospeché que sería el más locuaz de ambos.

– Bonjour. Comment ça va? -los saludé.

Era el equivalente a «¡Hola! ¿Cómo están ustedes?».

– Bien, bien -respondieron con simultáneas inclinaciones de cabeza.

Me identifiqué y les pregunté si habían denunciado el descubrimiento de los huesos. Nuevas señales de asentimiento a modo de respuesta.

– Explíquenmelo.

Mientras hablaba saqué un bloc pequeño de notas de mi mochila, levanté la tapa y preparé un bolígrafo al tiempo que les sonreía alentadora.

El tipo de la cola de caballo se expresaba con entusiasmo, y sus palabras se precipitaban como los niños cuando salen de recreo: disfrutaba con la aventura. Se expresaba en un francés muy acentuado, enlazando las palabras, y las terminaciones se perdían al estilo de los quebequeses de la parte alta del río, de modo que yo tenía que escucharlo con suma atención.

– Limpiábamos la maleza: forma parte de nuestro trabajo.

Señaló hacia los cables del tendido eléctrico que teníamos sobre nuestras cabezas y después extendió el brazo sobre el terreno.

– Debemos mantener limpias las líneas.

Asentí.

– Cuando me metí en aquella zanja percibí un olor extraño.

Se volvió para mostrar una zona boscosa que bordeaba la finca y se interrumpió, fija la mirada en dirección a los árboles con el brazo extendido y el índice perforando el aire.

– ¿Extraño? -repetí yo.

Se volvió hacia mí.

– Bien, no era eso exactamente.

Hizo una pausa y se mordió el labio inferior como si buscara la expresión adecuada en su léxico personal.

– A muerto -dijo-. ¿Sabe a qué me refiero?

Aguardé a que prosiguiera.

– Ya sabe, como cuando un animal se arrastra por algún lugar y muere.

Acompañó sus palabras con un leve encogimiento de hombros y me miró en busca de confirmación. Asentí. Estoy muy identificada con el olor de la muerte.

– Eso pensé: que se trataba de un perro o tal vez de un mapache muerto. De modo que comencé a revolver entre la maleza con mi rastrillo en el lugar donde el olor parecía más intenso y, como esperaba, encontré un montón de huesos.

Nuevo encogimiento de hombros.

– Hum…

Comenzaba a sentirme incómoda: los enterramientos antiguos no huelen.

– De modo que llamé a Gil… -Señaló a su compañero, que fijaba su mirada en el suelo, para recabar su confirmación-… y ambos comenzamos a excavar entre las hojas y los escombros. Lo que descubrimos no me parecieron restos de perros ni de mapaches.

Y tras estas palabras cruzó los brazos en su pecho, inclinó la barbilla y se balanceó sobre sus talones.

– ¿Por qué razón?

– Era demasiado grande.

Hizo girar la lengua y la introdujo en uno de los huecos de su dentadura. La punta apareció y desapareció entre los dientes como un gusano que buscara la luz diurna.

– ¿Algo más?

– ¿A qué se refiere?

El gusano se retiró.

– ¿Encontró algo más aparte de los huesos?

– Sí. Eso fue lo que no pareció adecuado.

Extendió ampliamente los brazos para señalar una dimensión con las manos.

– Una gran bolsa de plástico envolvía todo el hallazgo y…

Levantó las palmas de las manos y dejó la frase inacabada.

– ¿Y qué?

Mi intranquilidad iba en aumento.

– Une ventouse -concluyó rápidamente.

Se mostraba avergonzado y agitado al mismo tiempo. Gil estaba tan ansioso como yo. Levantó la mirada del suelo y la dejó vagar con inquietud.

– ¿Qué? -inquirí.

Creí haber comprendido mal.

– Une ventouse. Un desatascador de los que se utilizan en el baño.

Él imitó su uso. Echó el cuerpo hacia adelante, sujetó las manos en un invisible mango y subió y bajó los brazos. La macabra pantomima estaba tan fuera de lugar que resultaba discordante.

Gil profirió un juramento y desvió de nuevo los ojos al suelo. Yo lo miré con fijeza. Aquello era insólito. Concluí mis notas y cerré el bloc.

– ¿Está mojado ahí abajo? -pregunté.

Prefería no ponerme las botas ni el mono si no era necesario.

– No -repuso.

Y miró de nuevo a su compañero en espera de confirmación.

Gil negó con la cabeza sin levantar la mirada del suelo.

– De acuerdo -dije-. Vayamos.

Confiaba en parecer más tranquila de lo que estaba.

El tipo con cola de caballo me condujo por las hierbas hasta el bosque. Descendimos gradualmente por un pequeño barranco cuya vegetación se iba haciendo cada vez más densa a medida que nos acercábamos al fondo. Yo lo seguía por entre los matorrales, sosteniendo con la mano derecha las ramas que él apartaba para abrirme paso y luego tendiéndoselas a Gil. Aun así las ramitas menores se enredaban en mis cabellos. El lugar olía a tierra húmeda y a hierbas y hojas podridas. La luz del sol se filtraba de modo desigual entre el follaje y moteaba el terreno con recuadros, como las piezas de un rompecabezas. Aquí y allí un rayo encontraba una abertura y se abría paso hasta el suelo, y podían verse las partículas de polvo flotando en su sesgado trayecto. Insectos voladores revoloteaban ante mi rostro y zumbaban en mis oídos, y las enredaderas se envolvían en mis tobillos.

Al final de la zanja el obrero se detuvo para orientarse y luego giró hacia la derecha. Yo fui tras él dando manotazos a los mosquitos, mientras apartaba la vegetación y entornaba los ojos para protegerme de las nubes de insectos. El sudor me perlaba los labios, empapaba mis cabellos y adhería los mechones sueltos a la frente y al cuello. No tendría que haberme preocupado por mis ropas ni por mi peinado.

A quince metros del cadáver ya no necesité guía alguno. Había detectado la inconfundible fetidez a muerte que se mezclaba con el peculiar olor arcilloso de los bosques. El olor a carne en descomposición no se asemeja a ningún otro y se percibía claramente en el ambiente cálido del atardecer, tenue pero innegable. A medida que avanzaba, el dulzón y fétido hedor se fue concentrando, haciéndose más intenso, como el chirrido de una langosta, hasta que dejó de confundirse y se impuso a todos los demás. Los aromas de pino, musgo y humus dejaron paso a la pestilencia de la carne putrefacta.

Gil se detuvo a discreta distancia. El olor le bastaba: no necesitaba echar otra mirada. Unos tres metros más adelante también se detuvo su compañero, se volvió y, sin pronunciar palabra, señaló un bulto pequeño parcialmente cubierto por hojas y escombros sobre el que zumbaban y volaban las moscas en círculos cual invitados en un bufé libre.

Al verlo me dio un vuelco el estómago y una voz en mi interior me repitió el consabido «ya te lo dije». Con creciente temor deposité mi mochila al pie de un árbol, extraje de ella unos guantes quirúrgicos y me introduje con sumo tiento por el follaje. Cuando me aproximaba al bulto, distinguí la zona que los hombres habían despejado de vegetación, y mi visión confirmó los temores que sentía.


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