Primera parte. EL COMIENZO DEL SUEÑO

Contar mi vida… No sé por dónde empezar. Una vida la recuerdas a saltos, a golpes. De repente te viene a la memoria un pasaje y se te ilumina la escena del recuerdo. Lo ves todo transparente, clarísimo y hasta parece que lo entiendes. Entiendes lo que está pasando allí aunque no lo entendieras cuando sucedió…

Otras veces tratas de recordar hechos que fueron importantes, acontecimientos que marcaron tu vida y no logras recrearlos, sacarlos a la superficie… Si tienes paciencia y me escuchas y luego te las arreglas para ir poniendo orden en la baraja…

Si tú te encargas de buscar explicaciones a tantas cosas que para mí están muy oscuras, entonces lo intentamos. Pero poco a poco, como me vaya saliendo. No me pidas que te cuente mi vida desde el principio y luego, todo seguido año tras año. No hay vida que se recuerde así…

Para mí, por ejemplo está muy claro el día que di por terminada la carrera. Yo acababa de cumplir diecinueve años. Era un día de octubre de 1923. Lloviznaba. Desde muy temprano había contemplado por la ventana los árboles del parque cubiertos de una gasa tenue y abajo, al final de la ladera, un pozo de luz lechosa, como una nube o un ovillo de hilos enredados que flotaba sobre el suelo.

Al levantar el sol, cuando sólo quedaran jirones de niebla enganchados en los rincones más sombríos, por la ciudad se extendería un clamor de sonidos mezclados; cascos de caballos, bocinas de automóviles, gritos de niños, voces de vendedores ambulantes.

La ciudad era Oviedo y yo conocía sus amaneceres porque llevaba mucho tiempo viviendo allí, en la pensión de una familia que, como yo, procedía de un pueblo leonés situado en la línea de montañas que separa Asturias de la meseta.

En Oviedo estudié tres cursos y ese día y a esa hora que tan bien recuerdo estaba llegando a una meta. A las diez de la mañana en la Escuela Normal, nos reuniríamos las compañeras. Recogeríamos libros, certificados; intercambiaríamos apuntes que nos iban a servir algún día para las oposiciones y nos despediríamos. Unas seguirían en la ciudad. Otras emprenderíamos el regreso a casa.

A las diez, yo vería una vez más mi nombre escrito entre otros muchos:

Gabriela López Pardo, Maestra… El fin de una etapa y el comienzo de un sueño

Nunca olvidaré aquella mañana. Íbamos muy contentas por la calle todas las compañeras. Sólo una, Remedios, había suspendido, en junio y en septiembre, pero también ella estaba alegre porque de todos modos iba a casarse y decía:

«Qué más da si antes o después lo tenía que dejar…»

Íbamos hacia el centro de la ciudad y en esto vimos que la gente se agolpaba a los dos lados de la calle: «Ya vienen», decían. De puntillas, tratamos de ver lo que pasaba. A mí me dolía el cuello de tanto estirarme. Qué detalles tan tontos puede una recordar…

– La boda -dijo Rosa, como si estuviera al tanto de lo que iba a suceder. Y efectivamente vimos un coche descubierto y engalanado que se aproximaba por la calle vacía. Los rumores descendieron. Todo el mundo se concentraba en la contemplación del espectáculo. Cuando el coche llegó a nuestra altura pudimos ver con claridad a la pareja.

La novia iba sentada, erguida y arrogante. De vez en cuando recordaba que se esperaba su sonrisa y la esbozaba apenas. Era morena, delgada. Los ojos no expresaban sentimiento alguno pero observé que eran unos ojos grandes y luminosos. Una diadema le prendía en la frente el velo blanco que caía sobre los hombros y se deslizaba por la espalda. Con la mano derecha sujetaba un ramo de flores y me fijé en que los nudillos le blanqueaban de la fuerza con que lo apretaba. En la mano izquierda llevaba un guante puesto y el otro, vacío y desmayado, lo aferraba con el ramo.

– Ella está triste -informó Rosa-. Dicen que su familia no la dejaba casarse…

A mí me pareció que la novia no estaba triste; en todo caso nerviosa, deseando terminar cuanto antes el paseo para llegar a su casa o al Hotel o dondequiera que celebraran el banquete.

En el instante en que nos sobrepasaban, me fijé en el novio. Un hombre joven, serio, con un bigote negro que le acentuaba el gesto firme. Un hombre vestido con uniforme de gala. Miraba por encima del montón de personas que le rodeaban y su mirada se perdía en un punto lejano, más allá de la calle. No sé por qué, pensé: «Parece que estuviera en otra parte.» Y cuando pasó el cortejo se lo dije a mis amigas.

– Parece que él está en otra cosa. Como si estuviera en otra parte…

Rosa insistía:

– Ella está triste. A la familia, él no le parece bastante…

En seguida nos fuimos cuesta arriba, por los caminos del Parque, y cuando nos despedíamos entre risas y gritos, los novios ya estaban olvidados y sólo nos quedaba la alegría de la nueva vida que íbamos a iniciar.

Muchas veces he vuelto a recordar aquella boda. La reseña la leí a los pocos días en un periódico pero los nombres no me dijeron nada: «… han contraído matrimonio la Srta. Carmen Polo y Martínez-Valdés y el Teniente Coronel D. Francisco Franco Bahamonde…».

Los nombres no me dijeron nada entonces. Años después los oiría por todas partes y, sin yo saberlo, marcarían para siempre mi destino.

– Señora maestra, le advierto que la van a recibir a palos porque la maestra anterior los tenía muy abandonados…

No supe qué contestar. El hombre comía con parsimonia. Cortaba un trocito de tocino con la navaja y lo extendía sobre una rebanada de pan. Parece que lo estoy viendo. Reseco, renegrido, bajo y fuerte. Venía a buscarme de parte del alcalde para llevarme al pueblo, perdido en la montaña, que haría la tercera de mis interinidades.

Estaba sentado en un banco de la Plaza cuando el coche de línea se detuvo y de él bajamos los tres viajeros que quedamos para el final: un viajante de comercio con un maletín viejo y una capa sucia; un tratante de ganados con pelliza, faja y boina, y yo, con mi maleta de latón, la misma que mi padre había usado en sus escasos viajes. La que le acompañó en la guerra de Filipinas, en la de Cuba y en una excursión que hizo a Madrid a arreglar los papeles para trabajar en la oficina del ferrocarril.

Yo no soy cobarde; entonces, menos. Pero las palabras del hombre me encogieron el ánimo. En medio de aquella Plaza vacía -¿estaban todos comiendo en sus casas?, ¿trabajaban en el campo?- sentí miedo.

Me acordé de Rosa, mi compañera de curso: «Yo, si no me dan un pueblo cerca de casa, no voy», solía decir. «Prefiero quedarme y esperar…» «Esperar ¿a qué?», le decía yo. Pero ella insistía: «Esperar.» Es verdad que su padre era dueño de una fonda y allí tenía ella su medio de vida asegurado y hasta oportunidades de encontrar un novio conveniente. Como ella decía: «Nos interesa encontrar un novio conveniente…»

La memoria selecciona. Archiva la versión de los hechos que hemos dado por buena y rechaza otras versiones posibles pero inquietantes.

Yo creo que no me acuerdo nunca de la primera escuela que tuve como interina porque fracasé en ella. Fue un fracaso mío, personal, porque no supe, no pude en tan poco tiempo entrar de verdad en el pueblo. Trato de organizar los recuerdos y se me escurren, se me escapan entre los dedos como peces todavía vivos que se vuelven al agua al menor descuido.

Era Tierra de Campos. Veo con claridad el pueblo apareciendo en el horizonte, la primera vez que llegué acompañada de mi padre. Habíamos andado varios kilómetros desde la Estación y de pronto en una revuelta del camino, en el regazo de dos colinas suaves, allí estaba el caserío pardo amarillento, la Iglesia, los dos árboles a la puerta del cementerio. Cada vez que me viene a la imaginación esa estampa me desazona: la soledad de los campos al atardecer, el color morado del cielo que amenazaba tormenta. Ya de ahí el recuerdo salta a la posada asentada al borde del camino que daba entrada al pueblo. Me veo encogida al extremo de un banco corrido, ante una mesa larga que compartía con los trajinantes. Eran hombres cansados del camino. Bebían del porrón y apenas hablaban. Dormían en el pajar y no eran hombres convenientes, como diría Rosa. Pero me miraban y yo sentía que detrás de aquellas miradas había hambre de tantas cosas, un hambre y un cansancio inmensos.

En el rompecabezas no encajo unas piezas con otras. De la posada salto a la escuela. El primer día tenía preparado un discurso pero no me salió. Únicamente dije: «¿Quién sabe leer?» Y un niño menudito y rubiaco dijo: «Yo.» «¿Y los demás?», insistí. «Los demás no saben», contestó él. «Si supieran no estarían aquí…» «Dónde estarían?», pregunté estúpidamente. Y él sonrió lacónico y dijo: «Trabajando.»

Me acuerdo de mis paseos por los caminos polvorientos. Llevaba un libro conmigo, me sentaba al borde de la cuneta y miraba la tierra ocre y roja que me rodeaba. Al caer el sol, el cielo se derrumbaba en malvas, rosas, oros y yo sentía unas ganas terribles de llorar.

Nadie se me acercaba. Nadie se interesaba por lo que hacía. Sólo los niños acudían a su cita diaria. Yo trataba de atenderlos a todos. Hacía y deshacía grupos. Por edades, por tamaños, por inteligencias. Explicaba y repetía una y otra vez: «¿Entendéis?» Asentían con un tímido movimiento de cabeza y me escuchaban.

En la fonda tenía un cuarto pequeño y encalado con una cama y una silla por todo amueblamiento. La cama tenía sábanas gruesas de hilo casero. El colchón era de arena de río. «Más limpio y menos duro que la paja que se clava en las costillas», me explicó la mesonera. Antes de acostarme acercaba la silla a la ventana y miraba hacia fuera. Las noches brillantes y limpias me traían olor a cereal, a humo, a pan cocido en hornos caseros. «¿Sería éste mi futuro?», me preguntaba. «¿Sería éste mi sueño?»

Los niños progresaban. Una tercera parte ya leían a los dos meses de estar conmigo. «Estoy empezando a ser maestra», pensaba, «pero me falta mucho todavía.»

Un día vino el Alcalde y me dijo: «Se tiene que ir. La semana que entra viene la propietaria.» Y me enseñó un papel de la inspección. Sólo había hablado con él dos veces: el día que llegué y me acompañó mi padre a saludarle y otro día que nunca olvidaré. Andaba yo paseando y me lo encuentro recogiendo los granos de trigo que habían quedado prisioneros en los rastrojos. Los arrancaba con la navaja y los iba metiendo en un saquito de lienzo. «Aprovecho el tiempo y me entretengo», me confesó. Yo sentí una opresión angustiosa en el pecho cuando pensé en los días que necesitaría para llenar el saquito. Era el rico del pueblo pero se inclinaba mil veces por no renunciar a un solo grano.


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