– Hace frío -dijo una voz en holandés.
El viejo miró al hombre joven de pelo claro que avanzaba hacia él entre los arbustos.
– Kronen. Al fin llegas.
– Lo siento. No he podido venir antes -Kronen se quitó las gafas y miró al cielo. Como de costumbre, evitaba mirar directamente el rostro del viejo. Desde el accidente, todo el mundo evitaba mirarlo, lo cual lo irritaba. Hacía cinco años que nadie lo miraba de frente a los ojos. Hasta Kronen, al que había llegado a considerar como un hijo, se esforzaba por mirar a otro lado. Pero por otra parte, los jóvenes de la generación de Kronen siempre daban demasiada importancia al aspecto físico.
– Supongo que todo ha ido bien en Basra -dijo el viejo.
– Sí. Un retraso menor, nada más. Ha habido problemas con el último cargamento… los chips informáticos en el mecanismo de apuntar. Uno de los misiles no funcionó.
– Embarazoso.
– Sí. Ya he hablado con el fabricante.
Siguieron un sendero de rosas hasta el estanque de los patos. El viejo se apretó la bufanda alrededor de la garganta para protegerse del aire frío.
– Tengo un encargo para ti -dijo-. Una mujer.
Kronen se detuvo con un asomo de interés en la mirada. Su pelo parecía casi blando bajo los rayos del sol.
– ¿Quién es?
– Se llama Sarah Fontaine. La esposa de Geoffrey Fontaine. Quiero que veas adónde te lleva.
Kronen frunció el ceño.
– No comprendo, señor. Me han dicho que Fontaine ha muerto.
– Sigúela de todos modos. Mi fuente americana me dice que tiene un apartamento modesto en Georgetown. Es microbióloga, treinta y dos años. Aparte de su matrimonio, no parece tener relaciones de espionaje, pero nunca puedes estar seguro.
– ¿Puedo contactar a esa fuente?
– No. Su posición es muy… delicada.
Kronen asintió. Siguieron andando por las orillas del estanque. El viejo sacó un trozo de pan del bolsillo, echó un puñado de migas al agua y observó acercarse a los patos. Cuando su esposa Nienke vivía, se acercaba todas las mañanas al parque a dar de comer a los patos. Le preocupaba que los más débiles no comieran bastante.
Y ahora él daba comida a patos que no le importaba nada, solo porque le habrían gustado a ella. Terminó de echar el pan en el agua y se sacudió las manos.
El estanque había adquirido un tono gris. ¿Dónde se había metido el sol?
– Quiero saber más sobre esa mujer -dijo sin mirar a Kronen-. Sal pronto.
– Por supuesto.
– Ten cuidado en Washington. Tengo entendido que hay mucho crimen allí.
Kronen soltó una carcajada.
– Tot ziens, meneer.
El viejo asintió.
– Hasta entonces.
El laboratorio en el que trabajaba Sarah estaba inmaculado. Los microscopios estaban limpios, las encimeras y fregaderos se desinfectaban a menudo, las cámaras de incubación se limpiaban dos veces al día. Su trabajo requería una gran higiene; pero ese día, al sentarse en su banco, tuvo la impresión de que su vida estaba tan esterilizada como todo aquello.
Se quitó las gafas y parpadeó con cansancio. Había acero inoxidable por todas partes. Las luces eran duras y fluorescentes. Ni ventanas ni rayos de sol. Fuera podía ser de día o de noche, ella no notaría la diferencia. Aparte del zumbido del frigorífico, el laboratorio estaba en silencio.
Volvió a ponerse las gafas y se inclinó hacia el microscopio. Del pasillo llegó ruido de tacones. Se abrió la puerta.
– ¿Sarah? ¿Qué haces aquí?
La joven miró a su amiga Abby Hicks, quien, con su bata de la talla cuarenta y cuatro, ocupaba casi todo el umbral.
– Solo quiero ponerme al día con algunas cosas -contestó-. Se ha acumulado tanto el trabajo desde que no estoy…
– Oh, por lo que más quieras. El laboratorio puede arreglarse sin ti unas semanas. Ya son las ocho. Yo revisaré los cultivos. Vete a casa.
– No sé si quiero -murmuró Sarah-. ¡Está tan silenciosa! Casi prefiero estar aquí.
– Pues esto es tan animado como una tumba… -Abby se mordió el labio y se sonrojó. A pesar de sus cincuenta y cinco años, podía ruborizase como una colegiala-. Lo siento.
Sarah sonrió.
– No pasa nada.
Las dos guardaron silencio un momento. Sarah se levantó y abrió el incubador para guardar la bandeja de muestras en las que había estado trabajando.
– ¿Cómo estás? -preguntó Abby con gentileza.
Sarah se volvió hacia su amiga.
– Tirando, supongo.
– Todos te echamos de menos. Hasta el viejo Grubb dice que esto no es lo mismo sin ti y tu botella de desinfectante. Creo que todos tienen miedo de llamarte. Supongo que no saben cómo tratar el dolor. Pero nos importa, Sarah.
La joven asintió con la cabeza, agradecida.
– Oh, lo sé. Y te agradezco los asados, y las tarjetas y flores. Ahora tengo que volver a la normalidad -miró a su alrededor con tristeza-. Pensé que necesitaba volver a trabajar.
– Alguna gente necesita la vieja rutina. Otros tienen que alejarse una temporada.
– Quizá debería hacer eso. Salir de Washington una temporada. Alejarme de los lugares que me lo recuerdan -tragó saliva e intentó sonreír-. Mi hermana me ha pedido que vaya a verla a Oregón. Hace años que no veo a mis sobrinos. Ya deben de ser muy grandes.
– Pues vete. ¡Aún no han pasado dos semanas! Tienes que darte tiempo. Vete con tu hermana. Llora un poco más.
– Llevo muchos días llorando. Todavía no puedo soportar ver su ropa colgada en el armario -movió la cabeza-. No es solo perderlo lo que me duele. Es también lo demás.
– La parte de Berlín.
– Sí. No quiero pensar demasiado, por eso he venido aquí esta noche -miró a su alrededor-. Pero es raro. Antes adoraba este sitio. Ahora me pregunto cómo he podido aguantarlo seis años. Todos esos armarios fríos y fregaderos de acero inoxidable. Siento que no puedo respirar.
– Pero siempre te ha gustado este trabajo. Debe ser otra cosa.
– No puedo imaginarme trabajando aquí toda mi vida. ¡Geoffrey y yo pasamos tan poco tiempo juntos! Tres días de luna de miel y nada más. Luego, tuve que volver corriendo para terminar aquel maldito proyecto. Siempre estábamos ocupadísimos, sin tiempo para vacaciones. Ahora no tendremos otra oportunidad -se acercó a su banco y apagó la lámpara del microscopio-. Y nunca sabré por qué… -se sentó sin terminar la frase.
– ¿Has oído algo más del Departamento de Estado?
– Ese hombre me llamó ayer. La policía de Berlín ha entregado al fin el cuerpo. Llegará mañana -sus ojos se llenaron de lágrimas-. El entierro será el viernes. ¿Vendrás?
– Claro que sí. Iremos todos. Yo te llevaré, ¿vale? -se acercó y le puso una mano en el hombro-. Está todavía muy reciente. Tienes todo el derecho del mundo a llorar.
– ¡Hay tantas cosas que nunca entenderé de su muerte!
– No llevabais mucho tiempo casados. Mi marido y yo pasamos treinta años juntos antes de separarnos y nunca llegué a conocerlo. No me sorprende que tú no lo sepas todo sobre Geoffrey.
– Pero era mi marido.
Abby guardó silencio un momento.
– Sabes -dijo con cierta vacilación-, siempre hubo algo en él que… Siempre tuve la sensación de que nunca llegaría a conocerlo.
– Era tímido.
– No era solo eso. Más bien como si… no quisiera traicionarse. Como si… -miró a Sarah-. Oh, no importa.
Pero su amiga pensaba ya que había algo de cierto en aquella observación. Geoffrey nunca hablaba mucho de sí mismo. Siempre parecía más interesado en ella, en su trabajo, sus amigos. Cuando se conocieron, ese interés le resultó halagador. Era el primer hombre que conocía que escuchaba de verdad.
Pensó en Nick O'Hara y en el modo en que la había observado. Sí, él también escuchaba; pero ese era su trabajo. Y no quería pensar en él. No deseaba volver a verlo.
Puso la funda de plástico sobre el microscopio.
– Creo que me voy a casa.
Abby aprobó con la cabeza.
– Bien. No tiene sentido que te entierres aquí. Olvídate una temporada del trabajo.
– ¿Seguro que os arreglaréis sin mí?
– Por supuesto.
Sarah se quitó la bata blanca y la colgó detrás de la puerta.
– Quizá me tome un tiempo libre después del funeral. Una semana más. O quizá un mes.
– No tardes demasiado -repuso Abby-. Queremos que vuelvas.
Sarah miró a su alrededor una vez más.
– Volveré -dijo-. Pero no sé cuándo.
El ataúd se deslizó rampa abajo y aterrizó en la plataforma con un ruido sordo que hizo estremecer a Nick.
– ¿Señor O'Hara? Firme aquí, por favor.
Un hombre con uniforme de la línea aérea le tendía unos papeles. Nick examinó los documentos, los firmó y los devolvió. Miró luego cómo cargaban el ataúd en el coche fúnebre. No quería pensar en su contenido pero a veces no podía evitarlo. ¿Un cuerpo irreconocible?
Alejó de sí la imagen. Necesitaba una copa. Ya podía irse a casa. El coche fúnebre partía hacia una funeraria y Sarah Fontaine se hacía cargo a partir de allí. Pensó que quizá debería llamarla una última vez. ¿Pero para qué? ¿Más condolencias? Ya había cumplido con su parte. No quedaba nada que decir.
Cuando llegó a su apartamento, arrojó el maletín sobre el sofá y fue a la cocina, donde se sirvió un whisky generoso y metió una cena preparada en el horno.
El timbre del apartamento lo sobresaltó. Se dio cuenta de que necesitaba compañía. Cualquier compañía. Se acercó al telefonillo.
– ¿Nick? Soy Tim. Ábreme.
– Vale. Sube.
Abrió la puerta. Buscó en el congelador y le alivió encontrar dos cenas preparadas más. Introdujo otra en el horno. Fue a la puerta y esperó a que se abriera el ascensor.
– ¿Preparado? -preguntó Tim, en cuanto lo vio-. Adivina lo que han descubierto mis amigos del FBI.
Nick suspiró.
– Me da miedo preguntar.
– ¿Te acuerdas de Geoffrey Fontaine? Pues está muerto, sí.
– ¿Y qué tiene eso de nuevo?
– No, me refiero al auténtico Geoffrey Fontaine.
– Escucha -dijo Nick-, prácticamente he cerrado ese caso. Pero si quieres quedarte a cenar…
Tim lo siguió al interior del apartamento.
– El verdadero Geoffrey Fontaine murió hace cuarenta y dos años.
Nick se volvió y lo miró de hito en hito.
– ¡Ja! -exclamó Tim-. Sabía que eso atraería tu atención.