– Bien, no es importante, sólo algunos detalles que necesito saber para rellenar el informe. Se me olvidó preguntarle a qué hora había vuelto a casa, cuando descubrió que le habían robado el aeroplano. Pero no hay prisa, ya lo veré la próxima vez que vuelva a pasar por aquí.
– A lo mejor puedo contestarle yo a eso -dijo Eleanor-. Déjeme pensar un momento, seguro que me acerco bastante. Tenía que traerme unas cosas de Blanding y me pareció oír un avión, así que me acerqué hasta aquí pensando que ya había vuelto a casa. Pero no fue así.
– ¿Hacia el mediodía? -preguntó Chee-. Tiene usted suerte de no haber estado aquí cuando vinieron los bandidos.
– ¡Y que lo diga! -contestó Eleanor-. Podían haberme pegado un tiro, sin más, o haberme tomado como rehén. Dios sabrá. Todavía tiemblo cuando lo pienso.
– Ese avión que oyó, ¿cree que serían los bandidos, que huían en el aeroplano del señor Timms?
– No. Me imaginé que Timms habría pasado volando para echar un vistazo y que luego habría continuado hasta esa otra propiedad que tiene en Mexican Water.
Chee miró a Dashee y descubrió que éste lo miraba a él.
– Un momento -dijo Dashee-. ¿Quiere decir que Timms fue a Blanding en el avión?
– Claro que no -se rió Eleanor-; pero fue lo que yo pensé. A veces iba en el avión, si tenía sitio donde aterrizar. Otras veces iba en la camioneta.
– ¿Pero el avión estaba aquí, cuando vino usted a mediodía?-preguntó Chee.
Ella asintió.
– Sí, guardado en el cobertizo.
– ¿Lo vio usted allí?
– Vi el enorme candado viejo con el que cierra la puerta -dijo riéndose-. Cuando encierra ahí el aeroplano, no hay quien lo saque.
– ¿No vio su camioneta? -preguntó Chee.
– No estaba aquí. Él… -Miró a Chee con el ceño fruncido-. ¿Qué insinúa? ¿En qué está pensando?
– ¿Siempre deja la camioneta ahí fuera, delante de la casa? -preguntó Dashee-. ¿O en alguna otra parte que usted pudiera haberla visto?
– La guarda en el cobertizo que hay de detrás de la casa -dijo la señora Eleanor Ashby; y por su expresión, uno podía intuir que de pronto se planteaba unas cuantas preguntas.
– ¿Usted ya no estaba cuando Timms por fin llegó a casa? -preguntó Dashee.
– Yo ya había vuelto a la mía. Luego, al día siguiente, llegó un coche con dos agentes del FBI y me preguntaron si había oído pasar un avión volando. Les conté lo mismo que a ustedes. También querían saber si había ido alguien al rancho de Timms mientras yo estaba allí, y les dije que no. Y eso fue todo.
Eso fue todo para Dashee y Chee, también. Echaron un vistazo al cobertizo, al candado roto, buscaron huellas en los alrededores y no encontraron nada que les sirviera. Después, se dirigieron hacia el sur bajo el resplandor rojo y moribundo del crepúsculo, en dirección a Mexican Water, donde Eldon Timms tenía otra pequeña propiedad y donde los dos esperaban ardientemente, rogaban incluso, no encontrarse con un L-17 escondido.
– Si está allí -dijo Dashee- y se lo digo al sheriff, el sheriff se lo dirá al FBI, al viejo Eldon Timms lo condenarán por fraude a la compañía de seguros y por más cosas, como obstrucción a la justicia.
– Probablemente -dijo Chee, pero estaba pensando en tres hombres sin nombre, sin rostro, sin la menor seña de identidad conocida y armados con rifles automáticos. Ya habían matado a un policía, herido a otro e intentado matar a un tercero. Tres asesinos sueltos por los cañones de Four Corners. Se preguntó cuántos más morirían antes de que todo terminara.
Capítulo 9
El mapa que Potts dibujó a Leaphorn en una hoja de cuaderno lo llevó al otro lado del San Juan, por el asfalto de la carretera general 35 hasta la explotación petrolífera de Aneth y, desde allí, a un camino de tierra que subía por las cuestas de Casa Del Eco Mesa. Dejó atrás los edificios de piedra sin ventanas ni tejado que Potts le había descrito como los restos del frustrado esfuerzo de Jorie por abrir allí un área de servicio. Tres kilómetros más de baches y polvo lo acercaron al canal que Potts había llamado río Desert. Se detuvo allí, esperó un momento a que el polvo se asentara y echó un vistazo colina abajo. Vio la línea serpenteante de álamos de Virginia de color verde claro, de olivos rusos de un gris verdoso y de maleza plateada de chamiza que señalaban el curso del riachuelo, el tejado rojo de una casa, un corral de caballos, rediles de ovejas, un montón de balas de heno cubierto con un plástico grande y un molino de viento junto al tanque redondo de metal galvanizado donde se almacenaba el agua. A lo largo del camino zigzagueaba la línea telefónica, que se combaba entre la gran distancia que separaba un poste del siguiente.
Se le iluminó la memoria. Ya había estado allí. En ese momento se acordó de por qué le sonaba el nombre de Jorie. Había ido a ese rancho, hacía por lo menos veinte años, porque un ranchero se había quejado de que Jorie le disparaba cuando pasaba con su avioneta. Jorie había reaccionado con amabilidad. Dijo que sólo disparaba a los cuervos y que le agradecería que le dijera al tipo ese que si volaba tan bajo por encima de su rancho, molestaba al ganado. Y, por lo visto, ahí quedó todo; una de tantas tareas que tenían que desempeñar los policías rurales: resolver pequeñas desavenencias entre gentes que se tornaban excéntricas por la sobredosis de paisajes extremados, soledad y silencio eterno.
Leaphorn sacó los prismáticos de la guantera para ver más de cerca. No percibió grandes cambios. Sobre el molino de viento había algo que parecía una antena, lo cual significaba que Jorie -como tantos otros rancheros de aquellos parajes solitarios, que vivían lejos hasta de los tendidos eléctricos de la administración de electrificación rural- había invertido en comunicación radiofónica. Además, el molino de viento estaba equipado para poner en marcha un generador que proporcionaba a la casa un poco de electricidad, que se almacenaba en unas baterías. Un pequeño tractor verde, moteado de orín y con una pala acoplada en la parte delantera, se encontraba aparcado en el vacío corral de caballos. No se veía ningún otro vehículo, lo cual no significaba que no hubiera alguno oculto en otra parte.
Esto le sorprendió, porque esperaba ver una camioneta, o el vehículo que Jorie condujera, aparcado cerca de la casa, y a Jorie atareado en alguno de los cobertizos. Esperaba confirmar que Jorie no se había escapado por el aire con el botín del casino ute y que Gershwin sólo había querido involucrarlo en un plan retorcido. Se reclinó en el asiento, estiró las piernas y volvió a pensar en todo el asunto. ¿Una pérdida de tiempo? Probablemente. ¿Peligroso? Le parecía que no, pero ya había preparado una excusa para justificar la visita si Jorie salía por la puerta y le invitaba a entrar. Volvió a poner en marcha la camioneta, bajó la cuesta lentamente, aparcó bajo el álamo más próximo a la entrada y esperó unos momentos a que advirtieran su llegada.
No ocurrió nada. Nadie apareció en la puerta a recibirlo. Aguzó el oído pero no oyó nada. Se apeó de la camioneta, cerró la puerta silenciosamente y con precaución, se dirigió a la casa, subió los peldaños de piedra y llamó a la puerta con los nudillos. No hubo repuesta, pero oyó un ruido leve… ¿o eran imaginaciones suyas?
– ¡Hola! -gritó Leaphorn-. ¿Hay alguien en casa?
Nada. Volvió a llamar y acercó el oído a la puerta. Giró el pomo con suavidad. No estaba cerrado, cosa poco sorprendente y que no significaba necesariamente que Jorie no estuviera dentro. En esos parajes solitarios, cerrar la puerta se consideraba inútil, infructuoso e insultante para los vecinos. Si algún ladrón quería entrar, le sería igual de fácil romper un cristal y entrar por una ventana.
Pero ¿qué se oía en ese momento?
Una nota aguda, casi imperceptible, que se repetía. Luego, un sonido diferente, una especie de silbido. ¿Un pájaro? Después, una suerte de canto como el que emiten las alondras cuando aprenden a volar. Leaphorn recorrió el porche hasta una ventana de la fachada, colocó las manos en el cristal para eliminar reflejos y atisbo en el interior. Vio una estancia oscura, repleta de muebles, hileras de estanterías con libros y el bulto oscuro de un televisor.