Capítulo 16
El control, tal como se lo había indicado Leaphorn, estaba en la Utah 163, a medio camino entre el río Recapture y el puente del Montezuma. Un lugar muy apropiado para montarlo, pensó Chee, porque si un fugitivo lo avistaba, no tendría desvíos laterales por donde retroceder. Al sur sólo había los matorrales del río San Juan y al norte, los escarpados precipicios de piedra de McCracken Mesa. Lo que no era sensato era enviar a Bernie a un servicio tan peligroso. Era una locura. Lo más seguro era que Bernie sólo estuviera de refuerzo, pero aun así, sería un puesto de tres unidades, en el mejor de los casos. Y podía producirse un enfrentamiento con unos hombres que ya habían demostrado su predisposición a matar y su capacidad para hacerlo. En el casino habían utilizado un rifle automático y corría el rumor de que tenían miras telescópicas de visión nocturna, que se habían echado de menos en la armería de la guardia nacional de Utah.
Chee se imaginó una escena cruenta y cubrió los doce primeros kilómetros del trayecto a una velocidad muy superior a la permitida. Pero, de repente, aminoró. Un pensamiento tardío se abrió paso a través de su furia. ¿Qué iba a decir cuando llegara allí? ¿Qué le diría al agente al mando? Seguramente sería un policía estatal de Utah o un ayudante del condado de San Juan. Se imaginó la conversación. Se presentaría como agente de la policía tribal navaja de Shiprock, hablaría del tiempo quizás, y de la persecución un par de minutos, y después, ¿qué? Querrían saber qué había ido a hacer allí, y él les diría que creía que Bernie no estaba preparada para controles de carretera.
Cuesta abajo, los faros de Chee iluminaron un cartel que rezaba: reduzca.
Y ellos ¿qué le dirían? Chee levantó el pie del acelerador, dejó que el coche rodara y se imaginó a un policía de Utah mirándole con una sonrisa burlona y diciéndole: «¿Es su novia? Tranquilo, no se preocúpe, la cuidaremos perfectamente», y a un ayudante de sheriff detrás, riéndose. Entonces, se le ocurrió una idea mucho peor aún. El paso siguiente; le dirían a Bernie que tenía que quedarse en el coche, correr y ocultarse en cuanto fueran a detener a un coche. Bernie reaccionaría con ira y resentimiento; y con razón.
El coche iba despacio. Chee se subió al bordillo, dio marcha atrás, giró para continuar y se colocó de nuevo en dirección a Bluff para meditar un poco más la idea de salvar a la agente Bernadette Manuelito.
Pero el pensamiento fue interrumpido por el sonido de una sirena y el destello de la luz de advertencia de un coche de la policía estatal de Utah reflejada en el espejo retrovisor. Chee lanzó un gruñido navajo equivalente a un taco, se golpeó en la cabeza con la mano y se arrimó de nuevo al bordillo. Naturalmente, había hecho justo lo que hay que hacer para provocar una persecución de cualquier control de carretera, desde Argentina hasta Zanzíbar. Puso el freno de mano, sacó sus papeles de la policía tribal navaja, encendió la luz interior del coche e hizo cuanto se le ocurrió por facilitar la labor al agente que se acercara hasta su ventanilla.
Por una vez, acertó. Era un agente de la policía estatal de Utah.
Enfocó a Chee con la linterna, miró los papeles que le enseñaba y dijo:
– Salga del coche, por favor.
Y retrocedió.
Chee abrió la portezuela y salió.
– De cara al coche, por favor, con las manos en el techo.
Chee obedeció y se alegró de haber dejado el cinturón y la cartuchera en la cama del motel; el agente lo cacheó.
– Está bien -dijo el agente estatal.
Entonces oyó otra voz, la de Bernie, que decía:
– Es el sargento Chee. Jim, ¿qué haces aquí?
Y Chee, apoyado todavía en el coche y apretando los dientes, se preguntó si las cosas podían empeorar aún más.
Capítulo 17
El cielo se teñía de rosa y rojo por el este, sobre los riscos que daban su nombre a Bluff, en Utah, cuando el agente Jim Chee subió al coche patrulla. Metió la llave, puso el motor en marcha e hizo lo que hacen siempre los conductores de países con poca densidad de población: comprobar el nivel de gasolina. La aguja bailaba entre la mitad y un cuarto del depósito, suficiente para volver al lugar de la cita en Casa Del Eco Mesa, donde Nez y él debían proseguir con el rastreo del cañón. Sin embargo, no era suficiente como para sentirse seguro, ya que debía alejarse mucho de las carreteras asfaltadas y las gasolineras. Miró el reloj y salió del aparcamiento del alojamiento Recapture por la U.S. 163. Chevron, la gasolinera y cafetería por donde tenía que pasar, ya estaría abierta a esa hora. Pararía, llenaría el depósito, compraría unas chocolatinas por si acaso para compartir con Nez y continuaría, sin pensar en el bochorno que había sentido la noche anterior.
Bien. La gasolinera tenía que estar abierta. No alcanzaba a ver si las luces estaban encendidas, pero atisbo una camioneta que se alejaba. Se detuvo junto a los surtidores y salió del coche. Había un hombre sentado en la grava, junto a la puerta de la gasolinera, con la espalda apoyada en la pared. Si tuviera que contar la cantidad de borrachos que se había encontrado desde que entró en la policía tribal navaja, ése sería aproximadamente el número 999. Al salir del coche, se preguntó qué estaría haciendo el encargado de la gasolinera y miró al borracho con mayor detenimiento.
El hombre sangraba por la frente; Chee se acuclilló a su lado. Aparentaba unos sesenta años, tenía el pelo canoso y llevaba una camisa de color caqui con las palabras leroy dell bordadas. Respiraba con dificultad y sangraba por una herida que tenía encima del ojo derecho. Chee se dirigió al coche para radiar la información y pedir una ambulancia: había que ponerse en marcha.
– ¿Qué…? ¿Qué hace? ¡Ah!
Chee dio media vuelta. El hombre lo miraba sin pestañear, con los ojos como platos, mientras intentaba levantarse.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó el hombre-. ¿Dónde está? ¿Se ha escapado?
Chee lo ayudó a ponerse en pie.
– Dígame quién le ha herido -dijo-. Voy a comunicarlo por radio y a pedir una ambulancia; luego veré si puedo darle alcance.
– ¡Qué hijo de puta! -exclamó el hombre, agitando las manos-. ¡Mire el destrozo que ha hecho!
Al otro lado de la entrada, bajo el cartel que decía servicios sólo clientes, habían volcado un cubo de basura y desparramado su contenido: latas, botellas, periódicos, bolsas de papel, servilletas arrugadas… todo aquello de lo que la gente se deshace en las gasolineras. Cerca de allí, la máquina expendedora de periódicos estaba boca abajo.
– ¿Quién era? -preguntó Chee-. Quiero informar, así tendremos más posibilidades de atraparlo.
– No lo conocía -dijo el hombre-. Era un tipo fornido, parecía indio, navajo seguramente, o ute a lo mejor; alto, de mediana edad, más o menos.
– ¿Llevaba una furgoneta de reparto azul?
– No la vi, ni me di cuenta.
– ¿Iba armado?
– Llevaba una pistola, me golpeó con ella.
– De acuerdo -dijo Chee-. Vaya dentro y siéntese. Voy a avisar a la policía.
El telefonista parecía adormilado, hasta que se nombró la pistola.
– Di que va armado y es peligroso -dijo Chee-. Di también que es la zona en la que estamos buscando a los ladrones del casino ute.
El telefonista soltó una risita.
– ¿Los ladrones que, según los federales, habían desaparecido hacía tiempo, habían huido?
– Ojalá fuera así -replicó Chee, y regresó a la gasolinera para averiguar lo que había pasado exactamente.
Leroy Dell estaba sentado detrás de la caja registradora, sujetándose la cabeza.
– Ahora mandan una ambulancia -dijo Chee.
– Desde Blanding, cuarenta kilómetros desde la clínica y otros cuarenta para volver -dijo Dell.
Soltó un gruñido, apretó los dientes y le contó a Chee lo que había ocurrido. Venía andando desde su casa, que estaba detrás de la gasolinera, a abrir el establecimiento, cuando oyó un gran estrépito. Dio la vuelta a la esquina corriendo y vio a un hombre entre la basura. Le gritó, y el hombre le dijo que sólo quería coger unos periódicos viejos.