Edgar interrumpió sus pensamientos al darle la copia de un impreso de reclamación de indemnización de la mutua de seguros Mountain.
– Me pidió que le firmara esta reclamación de indemnización de su compañía de seguros. Había dejado el avión a la intemperie y el granizo causó algunos desperfectos -dijo Edgar-. Eso fue hace unos cuantos años, pero, que yo sepa, sigue viviendo en el mismo sitio.
Chee anotó rápidamente la información que necesitaba en una libreta, dio las gracias a Edgar y volvió a la camioneta. Entonces, una idea repentina le hizo sonreír. Como le habían robado el avión, Timms estaría rellenando otra reclamación de la mutua.
– ¡Señor Edgar! -gritó-. ¿Se acuerda de a cuánto ascendía el presupuesto de la reparación, cuando Timms le dijo que se lo vendía por la mitad?
– Unos cuatro mil dólares más o menos, creo recordar -contestó Edgar-. Pero si hubiera sido tan tonto de querer semejante trasto y le hubiera hecho una oferta, me habría dicho que era una antigüedad y me habría pedido treinta mil.
Chee se rió. Ésa sería más o menos la cantidad que Timms pediría a la compañía de seguros.
– ¿Puedo usar su teléfono? -preguntó Chee-. ¿Y la guía telefónica?
Marcó el número del agente de la compañía en Farmington, dijo su nombre y preguntó a la mujer encargada de la oficina si todavía tenían la póliza de seguros de Eldon Timms.
– Por desgracia, sí -contestó ella.
– ¿Y también la de su aeroplano?
– En efecto -dijo ella-, si se refiere al aeroplano que ya no es su aeroplano, el que robaron los ladrones.
– ¿Es que tiene otro?
– ¡Oh, Dios, espero que no! -dijo ella.
– ¿Ha presentado reclamación por el robo?
– Sí, desde luego, la presentó inmediatamente. Acababa de enterarme de que los ladrones habían robado un avión cerca de aquí y que habían escapado en el avión, y ya lo tenía al teléfono preguntándome cuándo iba a cobrar la indemnización. Y le dije: «¿A qué viene tanta prisa? En algún sitio tendrán que aterrizar y, entonces, la policía lo recuperará y se lo devolverán enseguida». Y él dijo: «Cuando eso ocurra, rompemos la reclamación».
– ¿De cuánto era la póliza?
– De cuarenta mil -dijo-; la aumentó hace sólo un par de meses.
– Parece mucho para un aparato de cincuenta años -comentó Chee.
– Eso creo yo -dijo ella-, pero a mí me trae sin cuidado. Timms era quien pagaba la prima. Dijo que era una antigüedad, un aeroplano verdaderamente raro, y pensaba vendérselo al museo de aviación militar de Tucson. Tengo la impresión de que quería utilizar esa póliza tan elevada para, bueno, ya sabe, para fijar un precio de venta.
Edgar se había quedado cerca, escuchando.
– ¿Ha sacado algo en claro?
– Eso creo -dijo Chee-, y gracias. Pero, por cierto, ¿qué hace aquí ese helicóptero del Ministerio de Energía? Y ¿qué hace el Ministerio con esos tanques blancos tan grandes?
– En realidad, los tanques no son del Ministerio de Energía, sino de Protección del Entorno -contestó Edgar-. Está usted ante un caso atípico de cooperación interministerial. Los de Protección del Entorno toman prestados los helicópteros y los pilotos de la base de pruebas que el Ministerio de Energía tiene en Nevada. En los tanques blancos llevan unos detectores de radiaciones para localizar antiguas minas de uranio e impedir las fugas de ese material tan peligroso.
Después de abandonar Vuelos Four Corners, Chee se dejó caer por la comisaría de la policía estatal de Nuevo México, situada bajo el aeropuerto, e hizo dos llamadas más: la primera, al museo del ejército del aire en Tucson. El gerente le dijo que, efectivamente, el señor Timms había llegado a bordo de su L-17 en junio y se había ofrecido a venderles el aparato, y, aunque les habría gustado adquirirlo para su colección, no le hicieron ninguna oferta. Chee preguntó por qué y el gerente dijo que por los motivos de siempre, porque pedía mucho dinero; ni más ni menos que cincuenta mil.
La segunda llamada fue a Cowboy Dashee, su amigo de la infancia, pero no sólo para recordar viejos tiempos. El ayudante del sheriff Dashee trabajaba en el departamento del sheriff del condado de Apache, en Arizona, lo cual significaba que el rancho de Eldon Timms, o al menos la parte sur, debía de pertenecer a la jurisdicción del ayudante Dashee.
Capítulo 6
Joe Leaphorn se despertó con la primera luz del día sólo por la fuerza de la costumbre adquirida en la infancia, en un concurrido hogar navajo. El dormitorio que Emma y él habían compartido felizmente durante treinta años estaba orientado al este, pero daba a una calle ruidosa. Cuando Leaphorn le comentó a Emma el problema del ruido, ella le dijo que la habitación más tranquila no tenía ventanas desde las que poder ver el amanecer. No hicieron falta más argumentos.
Emma era una auténtica india navaja tradicional y tenía la necesidad tradicional de saludar al nuevo día. Ése era uno de los innumerables motivos por los que Leaphorn la había amado, porque, aunque él ya no fuera un hombre tradicional ni ofreciera un pellizco de polen al sol naciente, veneraba las costumbres antiguas de su pueblo.
Sin embargo, esa mañana tenía una buena razón para levantarse tarde. No quería molestar tan temprano a la profesora Louisa Bourebonette, que ocupaba la habitación más tranquila, de modo que se quedó tumbado bajo las sábanas contemplando el horizonte oriental, que se incendiaba de rojo, mientras escuchaba la cafetera automática, que ya se había puesto en marcha en la cocina, y pensaba en qué demonios haría con los tres nombres que le había dado Gershwin. Los tres habían robado un avión y se habían fugado en él, lo cual ya aligeraba la carga. De todos modos, si Gershwin no estaba equivocado, aquellos nombres serían de gran utilidad para los perseguidores.
Bostezó, se desperezó, aspiró el aroma del café y se preguntó si podría ir a la cocina y servirse rápidamente una taza sin molestar demasiado a Louisa. También se preguntó qué solución le daría ella si le planteara el dilema. Emma le habría dicho que lo olvidara, que encerrar a los ladrones en la cárcel no servía de nada a nadie. Era necesario curarlos de la falta de armonía que causaba esa mala conducta, y en la cárcel no se curaban. Una ceremonia al estilo de las que se celebran en la montaña, con todos los amigos y familiares dando su apoyo, expulsaría de sus cuerpos el viento negro y les devolvería a hozho.
Un estrépito en la cocina interrumpió sus pensamientos. Leaphorn salió de la cama de un salto y se puso el albornoz. Encontró a Louisa al pie de los fogones, completamente vestida y preparando crepés.
– He utilizado la batidora -le dijo-. Estarían mucho más ricas si tuvieras un poco de suero de leche.
Leaphorn rescató su taza del fregadero, la enjuagó, se sirvió café y se sentó a la mesa mirando a Louisa, recordando las diez mil mañanas que había mirado a Emma desde la misma silla. Emma era de menor estatura, más delgada, y siempre llevaba falda. Louisa llevaba pantalones vaqueros y camisa de franela; tenía el pelo corto y gris, pero el de Emma era largo y de un negro luminoso, su única fuente de vanidad. Emma no soportó que se lo cortaran, ni siquiera para la intervención quirúrgica cerebral que se la llevó.
– Te has levantado temprano -dijo Leaphorn.
– La culpa es de tu cultura -contestó Louisa-. Esos ancianos con los que tengo que hablar se han levantado hace ya una hora. Y, cuando el sol se ponga, estarán en la cama.
– ¿Qué hay del intérprete? ¿Lograste convencerlo?
– Lo intentaré de nuevo después de desayunar -dijo Louisa-. Los jóvenes duermen a horas más normales.
Comieron crepés.
– Algo te da vueltas en la cabeza -dijo Louisa-, ¿verdad?
– ¿Por qué lo dices?
– Porque es la verdad -contestó ella-. Me di cuenta anoche, cuando cenábamos en la taberna. En dos ocasiones intentaste explicar algo, pero finalmente no lo hiciste.