– No lo sé -contestó Kartashov perplejo-. No me fijé cuando escuchaba los mensajes. Sabrá cómo es, enchufas el contestador y entretanto vas deshaciendo el equipaje o preparas la cena… Lo que estás haciendo te distrae y dejas de prestar atención a lo que oyes.
– ¿Quién era el que había llamado antes de la pausa?
La tensión hizo que a Nastia le temblaran las manos. Comprendió que había dado con una minúscula pista.
– Solodóvnikov, mi compañero de promoción.
– ¿Y después de la pausa?
Borís pulsó el botón y escuchó el mensaje hasta el final.
– Es mi prima Tatiana.
– Llámeles y pregunte cuándo, en qué día y, si puede ser, a qué hora le habían telefoneado. Tiene que hacerlo ahora mismo.
El pintor se sentó al lado del teléfono con docilidad, mientras Nastia volvía a mirar el dibujo que reproducía la pesadilla de Vica Yeriómina.
– Todo es muy impreciso -le comunicó Borís-. Ha pasado casi un mes, la gente empieza a olvidar los pormenores. Solodóvnikov dice que llamó a finales de la semana, el 21 o 22 de octubre, pero está seguro de que no fue más tarde porque la noche del viernes 22 se marchó a Petersburgo. En realidad, su llamada estaba relacionada con el viaje, quería que le diera el teléfono de un amigo común que vive en Píter. En cuanto a mi prima, me llamó porque había visto por televisión a mi primera mujer, estaban entrevistando a la gente por la calle y también la pararon a ella. No recuerda en absoluto qué día era pero dice que fue corriendo a llamarme en cuanto terminó el programa, quería decirme que Katia estaba en Moscú de nuevo.
– ¿Tan importante es que sepa que su primera mujer está de nuevo en Moscú?
– Verá, Yekaterina tiene un carácter complicado. Es una chica sin sustancia y algo veleta, me echa la culpa de todas sus desdichas, no me perdona el divorcio y le da por amargarme la vida lo mejor que puede. La última vez, por ejemplo, no tuvo inconveniente en pasar un día entero, el día con su noche, sentada en el rellano de arriba para espiarme, para ver si de mi piso salía alguna mujer, y cuando la vio se le acercó y le contó de mí unas barbaridades que ponían los pelos de punta.
– La mujer con la que habló su ex… ¿fue Vica?
– No -contestó Kartashov de prisa.
Algo demasiado de prisa, anotó mentalmente Nastia.
– ¿Quién entonces?
– No fue Vica -pronunció recalcando cada sílaba Borís, mirándola a los ojos-. Quién fue en concreto, no tiene por qué interesarle.
– ¿Recuerda su prima el título del programa que la hizo llamarle?
– «Navegando a la deriva», en la cuarta cadena.
Nastia reflexionó. Había que requisar la casete, eso era evidente. La pausa podía deberse a dos causas: el comunicante oyó la señal, decidió no decir nada y se quedó callado sin colgar el teléfono, o bien alguien borró la grabación. En el primer caso, la pausa no aportaba novedad alguna para la investigación; en el segundo, le proporcionaba serios motivos para sospechar que Borís Kartashov había borrado el mensaje, y no se podía descartar que el mensaje en cuestión se lo hubiera dejado la propia Yeriómina o que estuviera relacionado con su muerte. El Buñuelo le había advertido de que el asesinato de Vica podía tener que ver con los negocios de la mafia, la cual, como era bien sabido, contaba con los servicios de los mejores abogados, por lo que sería un error imperdonable llevarse la casete sin más, pues cualquiera podría acusar a la policía de haber borrado el mensaje para implicar a Kartashov. Tenía que cumplir con las formalidades y obtener el mandato judicial para incautarse de la prueba. Pero ¿cómo hacerlo? Si Borís le decía la verdad, cosa que Nastia dudaba mucho, podría volver a la mañana siguiente con el mandato y acompañada de testigos. ¿Y si estaba involucrado en el asesinato y la pausa de la cinta tenía algo que ver con esto? Cualquiera sabía, qué cinta y en qué estado iba a encontrar aquí al día siguiente. Y sin embargo, tenía que hacerse con ella, pues si la grabación hubiera sido borrada, en la cinta tampoco se oirían los ruidos de fondo, que habrían quedado grabados si alguien simplemente hubiese esperado en silencio, sin colgar el auricular. Eran los expertos a los que correspondía dar respuesta a la pregunta sobre la naturaleza de la incomprensible pausa. ¿Qué hacer?
Miró el reloj: la una y media. En su interior anidó la loca esperanza de que a esa hora Andrei Chernyshov pasase por casa para dar de comer a su perro. ¿Y si era cierto?
Nastia tuvo suerte. El hijo de siete años de Andrei le informó puntillosamente de que papá le había prometido venir a la una para dar de comer a Kiril y sacarlo a pasear. Era la una y pico, de modo que papá estaba al llegar porque, si hubiese decidido no ir a casa, habría llamado para explicarle qué bolsas y qué tarros contenían la comida del mediodía del perro. Nastia dejó al chaval el número de Kartashov y le pidió que le dijera a papá que la llamara en cuanto llegase.
– Hábleme de aquel amigo suyo que le recomendó al médico -requirió Nastia.
– La verdad es que le conozco poco. Nos encontramos en una fiesta, fue él quien entabló la conversación, me contó que se dedicaba a negocios editoriales aunque en su día había estudiado medicina, por lo que tenía muchos amigos médicos, y me dijo que si un día me viera afectado por algún problema de salud, me echaría una mano encantado. Me dio su tarjeta. Ésa fue toda nuestra amistad.
– Necesito sus datos. ¿Conserva su tarjeta?
Mientras Borís rebuscaba entre las hojas de su agenda, Nastia volvió a mirar el dibujo de las cinco rayas, rojas como la sangre.
– Dígame una cosa, Borís, ¿por qué ha dibujado la clave de sol con el color verde manzana?
– Vica así la había soñado. A mí también me extrañó pero ella insistió mucho, dijo que en todos los sueños la clave de sol aparecía de color verde claro, siempre. ¡Aquí está, ya la tengo!
Tendió a Nastia la tarjeta de Valentín Petróvich Kosar en la que figuraban los números de teléfono de su casa y de su consulta.
CAPÍTULO 3
Nastia escrutó las caras de los jóvenes reunidos en el aula. Los quince estudiantes de la academia de Moscú, vestidos de uniforme, con el pelo cortado casi al rape e impecablemente afeitados, le parecían todos iguales. El día anterior había dado una clase práctica para otro grupo del mismo curso y no encontró a nadie cuyo modo de pensar estuviese a la altura del problema número 60.
Dedicó los primeros diez minutos a un rápido resumen del material teórico, después de que trazó sobre la pizarra el croquis de un accidente de tráfico.
– Tomen nota: la declaración del conductor… las declaraciones de los testigos A… B… C… D… Su cometido: explicar las causas de las discrepancias entre las declaraciones de los testigos y determinar cuáles se acercan más a la realidad de los hechos. Tienen hasta el descanso. Durante la segunda hora analizaremos las respuestas.
Cuando sonó el timbre anunciando el recreo, Nastia salió al rellano de la escalera, donde estaba permitido fumar. Se le acercaron algunos estudiantes de su grupo.
– ¿Trabaja en Petrovka? -preguntó un chico muy bajito al que Nastia le sacaba la cabeza.
– Sí, en Petrovka.
– ¿Dónde ha estudiado?
– En la universidad.
– ¿Qué graduación tiene? -seguía indagando el renacuajo.
– Comandante.
Por unos instantes se instaló el silencio. Luego otro estudiante, un rubio corpulento con una cicatriz apenas visible que le cruzaba una ceja, se unió a la conversación.
– ¿Se viste así adrede, para que nadie lo adivine?
La pregunta desconcertó a Nastia. Sabía que, tal como solía vestirse, aparentaba muchos menos años que sus treinta y tres. Aunque ese día, en lugar de los tejanos de rigor, llevaba una falda recta y formal, y había sustituido la camisa de franela y el grueso jersey por un cisne de lana blanco y una chaqueta de cuero, seguía pareciendo una chiquilla, con la cara sin maquillar y la larga melena rubia recogida en una coleta. Nada más lejos de su intención que esforzarse por parecer más joven, se vestía simplemente de manera que le permitiera sentirse más cómoda. Maquillarse le daba pereza y ordenar su cabello largo en un complicado peinado hubiera sido un disparate, ya que siempre andaba luciendo tejanos y bambas. Por otra parte, Nastia no se pondría por nada del mundo otra clase de ropa, más «seria». Primero, porque hacia la noche casi siempre tenía las piernas hinchadas, debido a que, por lo general, llevaba una vida sedentaria y tomaba demasiado café. Segundo, padecía de mala circulación y, como consecuencia, era muy friolera; los tejanos, camisas y jerseys le permitían estar cómoda y calentita, y para Nastia era lo único que contaba. Pero sería cuando menos ridículo ponerse a explicarle todo esto al rubio.