– ¿A qué venía entonces oponerse a la segunda ronda de interrogatorios que le propuse? -preguntó Nastia en voz baja-. Se daba cuenta de que yo tenía la razón. ¿Quería salvaguardar la reputación de Lártsev?
– ¿Y tú qué habrías hecho en mi lugar? ¿No querrías proteger el buen nombre de un amigo? Que los funcionarios de las fuerzas del orden público se rijan sólo por los intereses de la causa sólo ocurre en las películas. Somos humanos, cada cual tiene sus problemas, una familia, padece enfermedades y, por cierto, incluso se deja llevar por los sentimientos. Por el amor, entre otras cosas. ¿Sabes una cosa? Buscarse problemas es mucho más fácil que resolverlos. Bien, pues, Anastasia, hagamos las paces y pongámonos a trabajar. ¿Quién llevará a cabo los interrogatorios?
– Chernyshov, Morózov y yo. Tal vez también Misha Dotsenko.
– ¿Morózov? ¿Quién es?
– Trabaja en la comisaría Perovo, es el distrito del domicilio de Yeriómina. Colabora con nosotros.
– Morózov, Morózov… -musitó el juez pensativo-. Este nombre me suena… Espera un momento, ¿cómo se llama? ¿No es Yevgueni, por casualidad?
– Sí, Yevgueni.
– ¿Un fortachón con la cara coloradota y la nariz un poco así, como aguileña?
– Ese mismo. ¿Le conoce?
– No es que le conozca mucho pero alguna vez he tratado con él. Te las hará pasar moradas.
– ¿Por qué?
– Es un borrachín y un gandul como pocos. Y al mismo tiempo un creído. Piensa que es el único que se mata trabajando y que nosotros aquí no damos ni golpe. Aunque todo esto es puro mal genio, en realidad no es nada tonto y sabe lo que hace… cuando hace algo, claro está. Lo normal es que se las ingenie para escurrir el bulto.
– Ya me las apañaré, Konstantín Mijáilovich, no tengo mucha elección. Usted mismo acaba de decirlo, esto no es una película sino la vida pura y dura. ¿Dónde voy a encontrar veinte inspectores espabilados, que hagan en una escapada lo que se les ordene, que recaben en un solo día cuanta información sea precisa y se la traigan por la noche al investigador para que pueda formarse una opinión lo más completa posible? Esas cosas no ocurren, usted lo sabe mejor que nadie. Nosotros vamos recogiendo migajitas, granito a granito, vamos a paso de tortuga, avanzamos poquito a poco. Pero yo me dedico únicamente a este asesinato, no llevo otros casos. Mire la de expedientes que tienen que investigar otros, todos al mismo tiempo. Así que hasta el gandul de Morózov me será de ayuda. No me meta miedo.
– Pero si sólo te lo decía porque ha salido en la conversación…
Al salir de la Fiscalía de Moscú, Nastia se encaminó hacia el metro. Le había producido un gran alivio el poder discutir con Olshanski sobre Lártsev y así reducir la creciente tirantez de sus relaciones con el juez de instrucción. Pero a pesar de esto sentía tristeza. No habría podido decir quién le inspiraba más lástima en esos momentos: Lártsev, Olshanski o ella misma.
Entre las suaves tinieblas del bar, tres hombres mantenían una charla tranquila. Uno bebía agua mineral; los otros dos, café con algún licor. El más joven había rebasado la cuarentena, el mayor tenía sesenta y tres años cumplidos; los tres parecían gente respetable y su porte rezumaba dignidad. Ninguno fumaba, cuidaban su salud, y ninguno elevaba la voz.
– ¿Qué hay de lo nuestro? -preguntó el de la edad intermedia de los tres, un hombre corpulento de facciones distinguidas que lucía un caro traje inglés.
– Dispongo de datos merecedores de toda confianza, según los cuales nuestro hombre tomará parte en la investigación del caso. De manera que no tienen por qué preocuparse, no se producirán nuevos fallos -le contestó el hombre mayor, bajito, de cara surcada por arrugas y ojos claros y penetrantes.
Por supuesto, tenía nombre y apellido, pero por alguna razón sus comensales nunca hacían uso de ellos, optando por llamarle simplemente Arsén.
– Confío en usted -intervino en la conversación el más joven de los presentes, fornido, feo, con los dientes superiores protegidos por fundas de hierro-. No me gustaría perder gente, tengo un equipo de primera.
– ¿Qué te crees que eres para tu famoso equipo, su padrino Chernomor (1)? -se regodeó Arsén-. No temas, tío Kolia, a tus chicos nadie les tocará un pelo mientras se porten bien.
(1) Fortachón malvado a la cabeza de un ejército de forajidos, protagonista de un cuento de inspiración folklórica de A. S. Pushkin, quizá más conocido en Occidente en su versión operística, Ruslán y Ludmila, de M. Glinka. (N. del T.)
El hombre de dientes de hierro sonrió. Tenía una sonrisa peculiar, que traía al recuerdo las barras de labios de tinte por contacto: la barra podía ser de color amarillo limón o de un verde ponzoñoso pero, una vez aplicada, producía un tono frambuesa o un delicado lila. Daba la impresión de que el tío Kolia adosaba a su cara la sonrisa de alguien valiente y seguro de sí mismo pero, al adherirse a sus labios, esa sonrisa transparentaba desconfianza y suspicacia.
– Esto aparte -dijo el hombre del traje inglés, que se empeñaba en meter baza-, ¿cuál es la situación de nuestro asunto?
– La cosa está prácticamente parada, así que no se caliente más la cabeza -dijo Arsén torciendo el gesto desdeñoso-. La niña, por más que revuelva, no avanza ni un palmo; por cada paso que da hacia adelante tiene que dar otros dos atrás. Que siga currándose el folio, para eso le pagan, se ponga como se ponga, está a años luz de la verdad.
– ¿Y si se acerca?
– Para eso tenemos a nuestro hombre pegadito a su vera, para que la controle. En cuanto se meta donde no la llaman, le pararán los pies y se nos avisará sin mayor dilación. Ha pasado casi un mes y no ha sucedido nada grave. Tenemos que aguantar hasta el 3 de enero. Si antes del 3 de enero no encuentran nada a lo que agarrarse, el caso quedará parado, le darán carpetazo al asunto y entonces seguro que ya nadie hará nada más. Tienen trabajo para dar y tomar. No pueden permitirse ocuparse de casos cerrados.
– ¿Habrá necesidad de que intervengan mis chicos? -preguntó el hombre conocido como tío Kolia.
– Cuando la haya, te avisaré. De momento, que se queden quietecitos. No sea que les pille la policía, Dios no lo quiera. Sobre todo, ese… cómo se llama… el que conduce tan de prisa.
– ¿Slávik?
– Ese mismo. Dile que deje el coche en el garaje y que coja el metro. Si no, en el momento menos pensado algún guardia le parará, a ese mamón puñetero.
– Me haré cargo -asintió con la cabeza el tío Kolia-. ¿Algo más?
– Nada más. Cuando te necesite, te lo haré saber, ten por seguro que no me cortaré en molestarte.
Arsén echó un vistazo al reloj y se puso en pie. Siguiendo su ejemplo, sus acompañantes se levantaron de la mesa. Sin prisas, los tres se encaminaron hacia la salida. El más joven, el tío Kolia, subió en un Zhigulí de aspecto corriente, el «traje inglés» se marchó al volante de un Volga beige y el hombre mayor y enjuto de carnes, Arsén, se dirigió, tiritando de frío debajo de su gabardina, a la parada de trolebús.