– Mantenga al perro fuera de los muros y no habrá problemas. Comprobaré si existe algún acceso para vehículos. Si alguien viene a este lugar, seguramente lo hará en coche.
Durante quince minutos Boyd y yo examinamos la zona de bosque al oeste de la casa, como lo había hecho durante mi primera visita. El perro no mostró ninguna reacción significativa. Aunque comenzaba a sospechar que el descubrimiento de la ardilla muerta había sido un golpe de suerte, decidí que haría un último reconocimiento, recorriendo el borde del bosque hasta el límite con el segundo recinto. Ése era territorio virgen.
Estábamos a unos veinte metros del muro cuando Boyd alzó la cabeza. Su cuerpo se puso tenso y los pelos del lomo volvieron a erizarse. Movió el hocico, olisqueó el aire y luego gruñó como sólo lo había oído hacer una vez, un gruñido profundo, salvaje y viscoso. Luego se lanzó hacia adelante, tosiendo y ladrando como si estuviese poseído.
Trastabillé, apenas capaz de sujetarlo.
– ¡Boyd! ¡Ven aquí!
Clavé los tacos de las botas en la tierra húmeda y sujeté la correa con ambas manos. El perro continuaba tirando, la musculatura tensa, las patas delanteras rascando la tierra en un lento avance.
– ¿Qué ocurre?
Ambos lo sabíamos.
Dudé un momento mientras el corazón golpeaba mis costillas. Luego solté la correa y dejé que cayera al suelo.
Boyd salió disparado hacia el muro de piedra y estalló en un frenesí de ladridos, aproximadamente a dos metros al sur de la esquina posterior del muro. Vi que en ese lugar la argamasa se estaba desmoronando y que una docena de piedras habían caído a tierra, dejando una abertura entre el suelo y los cimientos del muro.
Corrí hacia Boyd, me agaché junto a él y examiné la abertura. El suelo estaba húmedo y descolorido. Al darle la vuelta a una de las piedras que habían caído del muro vi una docena de diminutos objetos marrones.
Al instante supe lo que Boyd había encontrado.