Llenar su estómago de los frutos de la tierra y el mar y cambiar de talante dio la razón a los que sostienen que no hay efecto sin causa.

– Vete a ver a mi amigo, el pintor Dotras. Es el más colgado de mi promoción y va disfrazado de joven. Si tu griego existe, Dotras lo conoce y si es maricón mucho más. No es que Dotras sea maricón, pero a su mujer le encantan y le gusta seducir homosexuales por la vía materna. Cuando se pasa de los cincuenta años ya no queda otra vía.

– ¿Y Dotras contempla?

– Dotras descansa. Si la conocieras lo comprenderías.

El pintor recomendado por Artimbau vivía en un callejón semioculto en los traseros de la plaza de Medinaceli, a medio camino entre la Barcelona redescubridora del mar en el Moll de la Fusta y la Barcelona del pinchazo, del tirón y la droga de la calle Escudillers y los alrededores de la plaza Real. Casas y casonas arruinadas para pobres y ricos del siglo Xvii y Xviii, con las que no se había atrevido siquiera la piqueta especuladora y así sobrevivían hasta patios con vegetaciones salvajes, asomadas a las tapias como una protesta de la naturaleza contra la ciudad lóbrega.

Comercios de galletas baratas y embutidos vendidos de cien gramos en cien gramos, a viejos e inmigrantes fugitivos de libros de Geografía o de las fichas policiales de la sección más barata de la Interpol. Tal vez por su carácter de suelo urbano no vendible, en aquellos caserones se conservaban espacios grandes y nobles para artistas en ejercicio y artistas bajo palabra de honor. Dotras había sido uno de los pintores más prometedores de los años sesenta y seguía siéndolo, a costa de una clientela incondicional en la que abundaban gays ricos que su mujer cuidaba y regaba como si fueran macetas de rositas de pitiminí.

Parte de su producción la había dedicado por lo tanto al retrato de madres de gays y de atletas vencidos por esfuerzos jamás explicados en el cuadro. Pero lo suyo era la pateografía, técnica automatista consistente en llenar de pastas de colores una tabla, luego colocarla sobre cartulinas inmensas como un suelo y patearla según un ritmo intrasferible de bailarín flamenco entre la improvisación y la epilepsia. Nunca había querido vender ninguna pateografía y las almacenaba en un caserón cerrado con las llaves más grandes de la ciudad, para que algún día las heredaran los ocho hijos que había tenido con tres mujeres diferentes, cinco de ellos integrantes del conjunto de rock Los Musclaires y los tres restantes bien colocados en la Caixa de Cataluña. Uno incluso como apoderado. No es que Carvalho le conociera por algo más que por las referencias dadas por Artimbau, pero era requisito indispensable nada más traspasar el dintel del estudio vivienda del pintor Dotras que él te tendiera el currículum que le había escrito uno de los cinco mil mejores poetas de Andalucía, a cambio de la única pateografía que había regalado en su vida.

– Conviene saber con quién se habla.

Le dijo aquel hombre vestido con un chaleco confeccionado con cretona de cortinas sin duda robadas de algún museo antropológico y él mismo parecía escapado del mismo museo en un momento de descuido de los antropólogos. Llevaba la poderosa cabeza gris desordenada, sobre una cara oscura de nacimiento y con el concurso del sol que cada mañana salía a tomar al puerto, porque el sol es el dios de la vida y si yo hubiera sido egipcio, hubiera sido uno de los partidarios del culto al sol. Lo mío es la mitología. La mujer llevaba la cabellera canosa suelta hasta la cintura por detrás y las dos enormes tetas igualmente sueltas hasta la cintura por delante. Vestía una túnica negra ceñida por un cordón dorado y calzaba sandalias policrómicas. Apenas si saludó al recién llegado, pendiente de un teléfono que era el único elemento de aquel gran estudio ajeno a lo que fuera pictórico. Telas y pinturas hechas o a medio hacer, caballetes y paletas y salpicaduras de pinturas recién esparcidas por los cielos y la tierra, como restos de un festín de colores y una escalerilla que conducía al altillo donde Dotras había hecho sus últimos cinco hijos con aquella walkiria a media asta.

– Ésta es la patria de la ciudad libre. Y lo era mucho más hace quince años, cuando todos éramos ingenuos y creíamos en la resurrección de los justos. En esta ciudad quedan ya pocas islas.

Ésta es la isla de Dotras en la que todos pueden perderse, pero también en la que todo puede encontrarse. ¿Qué buscas?

– Un griego.

– Remei, ¿tenemos un griego?

– Dos.

Contestó Remei sin quitarse el teléfono de la oreja.

– Ya lo oye. Si Remei lo dice es que es cierto. Aquí hemos tenido hasta príncipes iraníes y amantes de la emperatriz madre del Irán, una señora muy folladora.

– ¿Farah Diba?

– No. La madre del sha. Se tiraba hasta a los enanos. ¿Es usted extranjero? ¿Zamorano quizá?

– No. ¿Por qué?

– Últimamente todo el mundo me parece de Zamora. ¿Sabe usted dónde está Zamora?

– Nadie lo sabe. Es como el triángulo de las Bermudas español.

¿Es usted marchante?

– No. Me envía Artimbau.

Busco un griego.

– Ya recuerdo. Tenemos dos.

¿Cómo le interesa el griego?

– Tiene el cuerpo de Antinoo y la cabeza de un pirata turco.

– Entonces es un mestizo.

Remei, ¿cuál de los dos griegos tiene un cuerpo de Antinoo y la cabeza de un pirata turco?

– Todos los griegos son iguales.

Contestó Remei sin dejar el teléfono y fue entonces cuando Carvalho se levantó, se acercó a la mujer, le quitó el teléfono de las manos y lo colgó en la horquilla dejando su cara a un palmo del rostro de la walkiria.

– Necesito hablar con usted.

– ¿Nos conocemos?

– Me han dicho que cada primavera, cuando ya es primavera en El Corte Inglés, usted saca de compras a los maricones de la ciudad.

– Tengo una gran vocación de madre. Si Dotras no se hubiera quedado estéril, tendríamos doce hijos.

– Son las pinturas. Tienen una química que perjudica el pito.

Dijo Dotras y se llevó una mano al sexo.

– Los maricas, como usted les llama, nunca crecen del todo y usted ha crecido demasiado.

– No todos piensan lo mismo.

Busco a un griego con cuerpo de Antinoo y cabeza de pirata turco.

– Todos los griegos tienen cuerpo de Antinoo y con los años se les pone cara de pirata turco.

¿Qué más?

– Se llama Alekos. Es pintor, modelo. Tal vez sea homosexual, pero no se sabe a ciencia cierta.

– Alekos.


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