Por primera vez, Carvalho notó desconcierto en los ojos de monsieur Lebrun que dirigía cuatro miradas fotografiadoras a cuanto le rodeaba y las fotografías no se correspondían con la conversación sobre vinos que estaba sosteniendo el detective con aquel subproducto humano. La primera instantánea captaba aquel arruinado despacho años cuarenta, diríase que rescatado de la liquidación de "atrezzo" a cargo de un productor de películas de Humphrey Bogart. La segunda retenía todas las escaseces que se adivinaban en el vestuario de Carvalho, que monsieur Lebrun supuso elaborado a partir de rebajas no excesivamente bien seleccionadas y en el caso de Biscuter parecía haberse vestido por última vez un día interminable de la década de los cincuenta y desde entonces no haberse quitado el vestuario ni para lavarlo. Por otra parte la pulcritud y el tamaño del extraño ayudante podían llevar a la creencia de que también a él lo metían en la lavadora con la ropa puesta. La tercera fotografía iba más allá de aquella cortinilla y lo que había entrevisto como un rincón donde coexistían el frigorífico, una ducha, la taza sanitaria, un catre y la pequeña cocina de bombona de gas butano. La cuarta fotografía les implicaba a todos.
¿Cómo era posible tomar una copa de Pouilly Fumé en aquel marco y servido por aquel esclavo de Fu Manchú?
– No recele, monsieur Lebrun.
Las apariencias engañan. Biscuter es un excelente somelier al que cada tres meses someto a la cata de vinos de una zona determinada de la tierra. Dentro de nuestras posibilidades, naturalmente. No llego a las grandes reservas, pero una vez cada semestre destapamos una gran botella. La última fue un Nuit de Saint Georges de mil novecientos sesenta y seis. Excelente. Si son amantes del vino blanco entre horas y presiento que sí, porque tanto usted como la señora son muy literarios, les aconsejo un Merseault, un Sancerre o un Pouilly. El Chablis requeriría la apoyatura del marisco o de cualquier tentempié de sabor excesivamente agresivo.
– El Pouilly, si puede ser.
– Puede ser.
– No entiendo cómo ustedes, los españoles, pueden beber otro vino que no sea el Vega Sicilia. Mi abuela era de Valladolid y desde la infancia conservo en el paladar el sabor del Vega Sicilia.
Con que una muchachita de Valladolid.
– Y el vino griego, ¿qué tal?
– Es lo que menos convence a Claire de su tragedia griega, especialmente el que lleva resina.
– Algunos vinos de Creta, quizá. Y el vino dulce de Paros, para los postres. Pero Alekos me obligaba a beber Doméstica, el vino más común en Grecia, porque decía que era el vino del pueblo y de los turistas tontos y que él, cuando volvía a Grecia, era una mezcla de hombre del pueblo y turista tonto.
– ¿Era comunista?
– Su padre había sido guerrillero comunista y luego estuvo en la cárcel algunos años. Alekos también militó en las juventudes del Partido, pero no le gustó la política cuando les legalizaron.
Se vino a Francia. Era más anarquista que comunista.
– Lo más inocente y lo más inútil.
– Tú no puedes entenderlo, Georges. Tú eres un vendedor. Un comerciante. Un traficante.
Biscuter llegó con las copas y la botella de vino, acompañado de unos canapés cubiertos de un engrudo rosáceo que hizo lanzar una exclamación de júbilo a la mujer.
– ¡Taramá! ¡Es una maravilla!
¿Cómo ha conseguido improvisar un taramá en tan poco rato?
– Son las pequeñas ventajas que aporta el que mi ayudante escuche tras las cortinas. Es un taramá poco ortodoxo, no está hecho con la "poudgarde" adecuada, pero Biscuter lo hace muy bien a base de huevas de bacalao.
– El taramá me devuelve a Grecia.
Y los ojos se le pusieron color de Egeo, mientras le subía y le bajaba la respiración bajo un jersey de lanilla alzado sobre dos pechos suficientes que Carvalho adivinaba bien llenos y con los pezones inacabados, como los pechos de las adolescentes.
– Taramá, Mousaka, Dalmades… Ahora sólo faltaría una pieza de Theodorakis, por ejemplo, o Perigal, con la letra de Seferis, que Alekos ponía una y otra vez en el tocadiscos hasta que le lloraban las orejas, como él decía.
– ¿Dónde perdió a un hombre tan fascinante?
– Ningún hombre puede aceptar que otro hombre es fascinante, a no ser que se trate de un homosexual.
Pero aunque lo haya dicho en broma, se lo juro, era fascinante.
No. No le he perdido. Se ha marchado.
– ¿Por qué?
– Yo tengo la culpa. Le acosé demasiado y tal vez le enfrenté a una realidad excesiva para él. Los primeros años fueron de una mutua posesión, incluso muy convencional, muy de pareja para toda la vida.
Hasta me llevó a Grecia para que conociera a sus padres y de aquella visita salí investida de la categoría de nuera. Mis suegros aún me escriben y mi suegra llora cada vez que recuerda que Alekos me ha abandonado. Más o menos hacía tres años que vivíamos juntos cuando yo empecé a notar que disminuía la calidad de nuestra relación. Él pasaba demasiado tiempo fuera de casa, aunque es cierto que se había hecho económicamente más independiente. Ganaba algún dinero posando como modelo. Ya le he dicho que tenía un cuerpo bellísimo. Luego noté que disminuían nuestras relaciones sexuales y que su capacidad de fantasía no era la misma.
Cumplía como si fuera un actor rutinario, como un actor que sabe muy bien su papel, pero que lo interpreta sin dar otra cosa que su presencia. De mi abuela vallisoletana he heredado el mal genio, supongo, y no soy una mujer prudente cuando me va en ello algo que me afecte realmente, que me importe.
Así que no dejé pasar demasiado tiempo y le eché en cara su cambio de actitud. Caí en el tópico de preguntarle quién era la otra. De dar por hecho que había otra. Y él en vez de tranquilizarme o de hundirme del todo con la verdad, con la verdad más cruel, me dejó gritar, dejó que me desesperara y se mantuvo en la ambigüedad durante un largo año, hasta que yo empecé a sospechar que no era exactamente lo que había pensado. Alekos era muy buen camarada de sus amigos y los hombres del Mediterráneo oriental, incluso los del Mediterráneo africano, son muy afectivos. Caminan cogidos de la mano. Se besan cuando se encuentran. Se miran tiernamente y eso a veces no es del todo comprendido por la mirada occidental. Yo misma le había dicho a Alekos que él y sus amigos parecían una tribu de maricones y a él le hacía mucha gracia. Decía que el capitalismo sólo nos había permitido conservar el erotismo en el aparato reproductor y eso mientras le faltaba mano de obra.
En cuanto le sobraba mano de obra también nos controlaba el aparato reproductor. Pero tras seguirle días y días hasta descuidar mi trabajo al frente de un pequeño museo y estar a punto de que me expedientaran varias veces, llegué a la conclusión de que no había otra mujer. Él seguía viéndose con sus amigos y si había alguna cara nueva, se trataba de jóvenes griegos que se iban incorporando al grupo en busca de ayuda, porque no todos tenían el permiso de residencia.