Pero no llegó ningún tren. No llegó nada. Si hubiese tenido algo de heno, lo habría amontonado junto al solitario vagón. Seguí caminando. El cielo estaba totalmente despejado. Intenté detectar algún movimiento allá arriba, una estrella fugaz, un satélite, tal vez un susurro de alguno de los dioses que dicen habitan el firmamento. Pero nada. El cielo nocturno estaba mudo. Continué hacia el puente que cruzaba las heladas aguas del río. Incrustado en el hielo, sobresalía un madero. Un punto negro en medio de tanta blancura. De repente, no pude recordar el nombre del río. Creía que era Ljusnan, pero no estaba seguro.

Permanecí largo rato en el puente. De pronto, sentí como si ya no estuviese solo bajo la alta armazón de hierro. Había otras personas y comprendí que eran yo mismo. A todas mis edades, desde el niño que corría jugando en la isla de mis abuelos hasta el joven que, muchos años después, abandonó a Harriet y, finalmente, el que era ahora. Por un instante osé verme a mí mismo, tal y como había sido y tal y como había llegado a ser.

Busqué, entre las figuras que me rodeaban, alguna que fuese diferente, que contuviese la persona en quien podría haberme convertido, pero no la hallé. Ni siquiera hallé al hombre que, como su padre, se hubiese dedicado a ser camarero en distintos restaurantes.

Ignoro cuánto tiempo me quedé en el puente. Cuando regresé a la pensión, las figuras que me rodeaban habían desaparecido.

Me tumbé en la cama, rocé el brazo de Harriet y me dormí.

Aquella noche soñé que trepaba por las barandillas de hierro del puente. Me colocaba sobre el punto más alto de la enorme armazón y sabía que, muy pronto, me precipitaría contra el hielo.

Cuando, al día siguiente, comenzamos a buscar el camino correcto, nevaba levemente. No recordaba en absoluto cómo era aquel camino. No había nada en aquel paisaje uniforme que le indicase la dirección a mi memoria. Lo único que sabía era que nos encontrábamos cerca. En algún lugar, en medio del triángulo formado por Aftonlöten, Ytterhogdal y Fnussjen se extendía la laguna que buscábamos.

Harriet parecía encontrarse algo mejor aquella mañana. Cuando desperté, ella ya se había levantado y estaba vestida. Desayunamos en un pequeño comedor donde no había más huéspedes que nosotros. También Harriet había tenido un sueño durante la noche. Un sueño que trataba sobre nosotros, en el que evocaba una excursión que hicimos una vez a una isla del Malaren. Yo no tenía más que un recuerdo difuso de aquello.

Pero asentí cuando Harriet me preguntó si me acordaba. Claro que sí lo recordaba. Yo recordaba todo lo que nos había sucedido a los dos.

Los montículos de nieve se alzaban enormes, había pocas salidas y, muchas de ellas, estaban llenas de nieve. De repente, recordé algo de mi juventud. Los caminos de los madereros. O más bien la sensación de uno de ellos.

Pasé un verano en casa de uno de los parientes que mi padre tenía en Jämtland. Mi abuela estaba enferma y aquel verano no podía irme a la isla. Hice un amigo, un niño de mi edad, cuyo padre era jurista. Juntos descendimos al mundo de los juicios imaginarios y estrechamos nuestra relación entre informes judiciales e investigaciones policiales. Lo que buscábamos eran los casos de paternidad dudosa, y todos los sorprendentes y atractivos detalles que contenían acerca de lo acontecido en los asientos traseros de los coches durante las noches de los sábados. Esos coches siempre se detenían en caminos de madereros. Daba la sensación de que no existiese por allí ninguna persona que no hubiese sido concebida en el asiento trasero de un coche. Devorábamos las declaraciones de los jóvenes citados a juicio que, a regañadientes y sin profusión de detalles, intentaban explicar lo que había sucedido o dejado de suceder en determinado camino de madereros. En esas declaraciones siempre nevaba, nunca podía recurrirse a verdades sencillas y claras, todo resultaba muy dudoso, pues los jóvenes se declaraban inocentes, mientras que las muchachas juraban y perjuraban que había sido él y ningún otro, aquel asiento trasero y ningún otro, aquel camino de madereros y ningún otro. Disfrutábamos de los detalles secretos y creo que, hasta que nos tocó vivir la realidad, estuvimos soñando con estar un día cerca de una mujer en el asiento trasero de un coche aparcado en algún camino de madereros cubierto por la nieve.

Así era la vida. Nuestros sueños se desarrollaban siempre en un camino de madereros.

Sin saber por qué, empecé a contárselo a Harriet. Empecé a tomar todos los desvíos que encontrábamos.

– Yo no pienso contarte ninguna de mis experiencias en los asientos traseros de los coches -advirtió ella-. No lo hice mientras estábamos juntos y tampoco lo haré ahora. Siempre hay un toque de humillación en las vidas de todas las mujeres. Para muchas de nosotras, lo peor es lo que nos pasó cuando éramos muy jóvenes.

– Cuando yo era médico, hablaba de vez en cuando con mis colegas sobre la cantidad de gente que ignora quién es su verdadero padre. Muchos negaban su paternidad, otros asumían responsabilidades que no les correspondían. Ni siquiera las madres tenían siempre la certeza de quién era el padre de su hijo.

– Lo único que recuerdo de aquellos primeros y desesperados intentos eróticos era el olor tan extraño que yo despedía. Y el del chico que tuviese encima. Eso es cuanto recuerdo: la acuciante excitación y un montón de olores extraños.

De improviso, como un monstruo gigantesco, apareció ante nosotros una taladora en medio del camino. Frené de golpe y el coche patinó hasta encajarse en un montón de nieve. El hombre que conducía el monstruo bajó de la cabina y me ayudó empujando mientras yo daba marcha atrás. Finalmente y con bastante esfuerzo, logramos sacar el coche. Me apeé. El hombre tenía restos de tabaco de mascar en la comisura de los labios. En cierto modo, se parecía a la máquina gigantesca que conducía, con sus garras y sus brazos elevadores.

– ¿Te has perdido? -preguntó.

– Estoy buscando una laguna.

El hombre entrecerró los ojos.

– ¿Que estás buscando una laguna?

– Así es, una laguna.

– ¿Y cómo se llama?

– No tiene nombre.

– Y, aun así, ¿la buscas? Pues aquí hay cientos de lagunas. Puedes elegir. ¿Y para qué la buscas?

Comprendí que tan sólo un loco se ponía a buscar una laguna sin nombre en medio del bosque y en pleno invierno. Así que le conté la historia. Pensé que podía ser lo suficientemente extraña como para parecer del todo verosímil.

– Veamos, estuviste con tu padre nadando en una laguna cerca de Aftonlöten hace cincuenta años, ¿lo he entendido bien?

– Le prometí a la mujer que hay en el coche que la llevaría a verla. Está enferma.

Vi que dudaba antes de decidirse a creerme. La verdad solía ser extraordinaria, me dije.

– ¿Se curará si la llevas a la laguna?

– Tal vez.

El hombre asintió, con expresión reflexiva.

– Hay una laguna al final del camino. ¿Crees que puede ser ésa?

– Recuerdo que era totalmente redonda, no demasiado grande, y que el bosque crecía espeso hasta el borde del agua.

– Pues podría ser ésa. Si no, no sé de cuál podría tratarse. El bosque está lleno de lagunas.

Me tendió la mano y me la estrechó.

– Me llamo Harald Svanbäck. Uno no se encuentra a mucha gente por estos caminos en pleno invierno. Es muy raro. Pero en fin, te deseo suerte. Cuida de tu madre.

– No es mi madre.

– Bueno, pues será la madre de alguien, ¿no?

Volvió a subir a su máquina, puso el motor en marcha y continuó por el camino de madereros. Yo regresé al coche.

– ¿En qué hablaba? -preguntó Harriet.

– En la lengua del bosque. Yo creo que en estos parajes cada uno tiene su propio dialecto. Se entienden entre sí, pero cada uno habla a su manera. Así es más seguro. En las regiones más remotas puede llegar a parecer que cada persona constituye una raza aparte. Un pueblo aparte, una familia aparte con su propia historia. Si se quedan totalmente solos, nadie echará de menos la lengua que muera con ellos. Aunque, claro está, siempre hay algo que sobrevive.

Continuamos el viaje por el camino. El bosque era espesísimo, la calzada ascendía levemente. ¿Era así aquella vez que yo recorrí el camino con mi padre, en aquel Chevrolet azul que él cuidaba con tanto mimo? Tuve la firme sensación de que íbamos por buen camino. Dejamos atrás un montón de maderos recién apilados. El bosque se veía estragado por la acción de la enorme máquina gobernada por Harald Svanbäck. De repente, todas las distancias parecían infinitas. Miré por el retrovisor, para ver si el bosque volvía a crecer cerrándose a nuestras espaldas. Me sentí como si estuviese viajando al pasado. Recordé mi paseo de la noche anterior, el puente, las sombras de mi pasado. ¿Íbamos, tal vez, camino de un lago estival, adonde mi padre y yo esperábamos llegar?

Pasamos varias curvas muy cerradas. Los montículos de nieve eran muy altos.

Y se acabó el camino.

Ante mí se extendía la laguna oculta bajo un manto blanco. Me detuve y apagué el motor. Habíamos llegado. No había más que decir. No me cupo la menor duda. Aquélla era la laguna. Después de cincuenta y cinco años había vuelto a visitarla.

La blanca superficie parecía un mantel de lujo que nos daba la bienvenida. Sentí, de repente, una honda veneración por Harriet, por el hecho de que me hubiese encontrado en mi isla. Era una enviada, aunque sólo enviada de sí misma. ¿O la habría reclamado yo inconscientemente? ¿Acaso había estado esperándola todos aquellos años?

Lo ignoraba. Pero por fin habíamos llegado a nuestro destino.

9

Le dije que allí estaba la laguna. Ella se quedó largo rato mirando tanta blancura.

– O sea, que bajo la nieve hay agua, ¿verdad?

– Aguas negras. Ahora todo duerme, todos los insectos que viven en el agua. Pero ésta es la laguna que buscábamos.

Salimos. Saqué el andador, que se hundió en la nieve, y fui a buscar la pala que guardaba en el maletero.

– Siéntate dentro. Pondré el motor en marcha y estarás más caliente. Entre tanto, yo limpiaré de nieve un sendero para ti. ¿Adónde quieres ir? ¿A la orilla?

– Quiero llegar al centro del lago.

– No es un lago. Es una laguna.

Puse el motor en marcha, le ayudé a entrar y empecé a retirar nieve. A varios decímetros bajo la nieve más superficial me topé con una capa de hielo que resultaba difícil de quitar. Podía venirme abajo y morir por el esfuerzo.


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