– ¿No tenía Harriet ninguna fotografía mía?
– Le pregunté. Y registré sus cosas. Pero no encontré ni una.
– Pues nos hacíamos muchas fotos. Y ella era la que se encargaba de colocarlas y guardarlas.
– A mí me dijo que no tenía nada. Si las quemó, debería darte una explicación.
Fue a pedir otra taza de té. Uno de los hombres que trabajaba en la cocina dormitaba sentado en una silla y apoyado contra la pared, con la barbilla hundida en el pecho.
Me pregunté con qué estaría soñando.
En la crónica de la vida de Louise, les tocó el turno al caballero y al caballo.
– Harriet nunca pudo permitirse que yo montase a caballo. Ni siquiera en los periodos en que, por ser jefa de la zapatería, ganaba más. Aún hoy me irrito a veces por lo tacaña que era. Tenía que quedarme al otro lado de la valla viendo cómo las demás niñas cabalgaban como pequeñas amazonas orgullosas. Me sentía en cierto modo obligada a ser tanto el caballo como el caballero. Y me dividí en esas dos personalidades. Cuando me sentía bien, cuando me resultaba fácil levantarme por las mañanas, lo hacía a lomos del caballo y nada quebrantaba mi vida. Pero los días en que me costaba un mundo levantarme, yo era el caballo y parecía como si me hubiese colocado en un rincón del establo y, por más que me azotasen con la fusta, no quisiera obedecer. Intentaba sentir que el caballo y yo éramos uno. Y creo que aquello me ayudó a superar las dificultades cuando era niña. Tal vez incluso después. Voy a lomos de mi caballo, que me lleva siempre, salvo cuando yo misma me descabalgo.
Calló de pronto, como si lamentase haber hecho tal confesión.
Eran las cinco. No había nadie más. El hombre que estaba sentado apoyado contra la pared seguía durmiendo. El otro iba llenando despacio los azucareros medio vacíos.
De repente, Louise soltó sin más:
– Caravaggio. No sé por qué me ha venido a la cabeza su figura, con toda la ira que abrigaba y aquellos cuchillos suyos tan peligrosos. Tal vez porque, si hubiese vivido en nuestra época, habría podido pintar de maravilla esta hamburguesería y a personas como tú y yo.
¿El pintor Caravaggio? No recordaba ninguno de sus cuadros, tan sólo el nombre. Una imagen desdibujada de colores oscuros, violentos, motivos siempre dramáticos, empezó a aflorar a mi agotado cerebro.
– No sé nada de arte.
– Yo tampoco. Pero en una ocasión vi el cuadro de un hombre que sostenía en su mano la cabeza de otro al que habían decapitado. Cuando comprendí que lo que el pintor había retratado era su propia cabeza, sentí que necesitaba saber más de él. Decidí visitar todos los lugares en los que hubiese un cuadro suyo en vez de contentarme con las reproducciones de los libros de arte. Así, no sería peregrina de conventos e iglesias, sino que seguiría los pasos de Caravaggio. Y en cuanto lograba reunir el dinero suficiente viajaba a Madrid o a cualquier otro lugar en el que hubiese un cuadro suyo. Me alojaba en los lugares más baratos y a veces dormía incluso en un banco del parque. Pero vi sus cuadros, aprendí quiénes eran las personas a las que retrató y las convertí en compañeros. Aún me quedan muchos viajes por hacer, y no estaría mal que tú me los pagaras.
– No soy rico.
– Pensé que los médicos ganaban mucho dinero.
– Ya hace muchos años que no trabajo. Estoy jubilado.
– ¿Y no tienes nada ahorrado en el banco?
¿Acaso no me creía? Decidí pensar que mi suspicacia se debía a la hora tan temprana y al ambiente cerrado del local. Las luces de neón del techo no nos iluminaban sino que nos observaban desde arriba, vigilándonos.
Louise siguió hablando de Caravaggio y, finalmente, comprendí parte de la pasión que la embargaba. Su persona era como un museo cuyas salas iba llenando una a una con sus propias interpretaciones de la obra del gran maestro. Era como si, para ella, Caravaggio no hubiese vivido hacía cuatrocientos años, sino que estuviese instalado en alguna de las casas abandonadas de los bosques que rodeaban su caravana.
Algún que otro madrugador entraba y se encaminaba a la barra, donde se aplicaban a leer el menú. plato para monstruos, plato para monstruos medianos, pequeños monstruos, menú para aves nocturnas. «También en este tipo de locales tan sórdidos pueden transmitirse las viejas leyendas de las sagas», me dije. En medio de la humareda del grill surgió por un momento una sala de arte.
Mi hija hablaba de Caravaggio como si hubiese sido familiar suyo, un hermano o un hombre al que amase y con el que soñase compartir su vida.
En realidad se llamaba Michelangelo. Su padre, Fermi, había muerto cuando Michelangelo tenía seis años. Él apenas si lo recordaba; Fermi no era más que otra de las muchas sombras que habían poblado su vida, un retrato inacabado en alguna de sus grandes galerías interiores. Su madre vivió mucho tiempo, hasta que él cumplió los diecinueve. Sobre ella no tenía Michelangelo más que silencio, una ira muda y convulsa.
Louise me habló de un retrato de Caravaggio que, cierta vez, había pintado a carboncillo rojo y negro un artista llamado Leoni. Era como una vieja descripción policial pegada a la pared. Rojo, negro, carbón y sangre. Él nos mira desde el cuadro, atento, vigilante. ¿Existimos de verdad o sólo en su imaginación? Tiene el cabello oscuro, barba, una nariz poderosa, ojos de párpados arqueados, un hombre guapo, dirían algunos. Para otros no era más que el que era, una naturaleza criminal, un ser lleno de odio y violencia, pese a su gran talento para retratar personas y movimientos.
Como un salmo que se hubiese aprendido de memoria, Louise citó el nombre de un cardenal cuyo nombre no oí bien, tal vez Borromeo. Éste escribió: «… en mi época conocí en Roma a un pintor que se comportaba dudosamente, tenía pésimas costumbres y siempre vestía ropas sucias y andrajosas. Este artista, célebre, por cierto, por su hosquedad y grosería, no aportaba con su arte nada de importancia. Sólo utilizaba sus pinceles para plasmar en el lienzo tabernas, borrachos, taimadas adivinas y jugadores. Su inexplicable felicidad consistía en retratar a esas personas despreciables».
Caravaggio era un pintor tocado por la gracia divina, pero también un hombre muy peligroso. Y lo era porque tenía un temperamento violento y pendenciero. Utilizaba puños y puñales y, en una ocasión, mató a una persona después de una disputa por culpa de un juego. Pero, ante todo, era peligroso porque sus cuadros confesaban que tenía miedo. El que no escondiese su miedo entre las sombras lo hacía, y aún hoy lo hace, peligroso.
Louise hablaba de Caravaggio y hablaba de la muerte. En todos sus cuadros aparece clara, en el agujero del gusano alojado en la manzana que corona el montón de una cesta de frutas, o en los ojos de aquel a quien están a punto de decapitar.
Louise decía que Caravaggio jamás encontró lo que buscaba. Siempre encontraba una cosa distinta. Como los caballos que pintaba echando espuma por la boca, como la espuma que él mismo llevaba en su interior.
Caravaggio lo pintó todo. Salvo el mar.
Louise dijo que sus cuadros la impresionaban tanto porque siempre se sentía muy próxima a ellos. Siempre había en sus pinturas un espacio en el que ella podía instalarse. Ella podía ser una de esas personas y no tenía que temer que la persiguiesen y la espantasen. A menudo buscaba consuelo en sus cuadros, en los amables detalles donde sus pinceles se convertían en yemas de dedos que acariciaban los rostros por él representados en oscuras tonalidades.
Louise convirtió la penumbrosa hamburguesería en una playa de la costa italiana, el 16 de julio de 1609. El calor es agobiante. Caravaggio va caminando por la playa al sur de Roma, transformado en los restos de un gran naufragio humano. Una pequeña felucca (Louise no supo averiguar nunca qué tipo de embarcación era exactamente) se aleja de él navegando. A bordo del navío están sus cuadros y pinceles, sus pinturas y un fardo con sus viejas y sucias ropas y sus zapatos. Está solo en la playa, el verano romano es asfixiante, tal vez una brisa refrescante sople envolviéndolo junto al mar, pero también están los mosquitos que le pican introduciéndole la muerte en las venas. En las calurosas y húmedas noches en que, exhausto, yace acurrucado en la arena; entonces le pican y le inoculan los parásitos de la malaria, que empiezan a propagarse por el hígado. Las primeras crisis febriles no tardan en presentarse, como si fuese víctima de un inesperado ataque de piratas. No sabe que va a morir, pero los cuadros que aún no ha terminado sino que todavía están en su interior quedarán petrificados en su cerebro. «La vida es como un sueño huidizo», había dicho en alguna ocasión. O tal vez fue Louise quien formuló aquella poética verdad.
Yo la escuchaba lleno de admiración. Hasta entonces no la había visto como era. Tenía una hija que realmente conocía, al menos de forma parcial, lo que significaba ser persona.
No cabía la menor duda de que el pintor Caravaggio, muerto hacía ya tantos años, era uno de sus mejores amigos. Louise era capaz de codearse con los muertos con la misma soltura que con los vivos. Tal vez incluso mejor.
Me habló sin interrupción hasta que, de repente, guardó silencio. El hombre que había detrás de la barra se había despertado. Abrió una bolsa de plástico con patatas fritas que sumergió en el aceite caliente, sin dejar de bostezar.
Permanecimos sentados y en silencio largo rato, al cabo del cual Louise se levantó y fue a llenar su taza.
Cuando volvió, le hablé de la ocasión en que le amputé a una persona el brazo sano. No me había preparado en absoluto; simplemente, el relato surgió de mi boca, como si ya fuese inevitable describir un suceso que, en ese momento, yo había tenido por el más decisivo de mi vida. En un principio, Louise no pareció comprender que lo que le explicaba se refería a mí. Pero al fin vio con claridad que lo que estaba contándole era mi propia historia. Hacía doce años de aquel error fatal. Me reprendieron, introdujeron unas observaciones en mi expediente, algo que apenas me habría detenido en mi carrera profesional si yo lo hubiese aceptado. Pero lo consideré injusto. Me defendí aduciendo que la situación laboral era inadecuada. Las colas de enfermos graves crecían al tiempo que se recortaban continuamente los presupuestos. Yo no hacía otra cosa más que trabajar. Y, un día, falló la red de seguridad. En el transcurso de una intervención, poco después de las nueve de la mañana, una joven perdió su brazo derecho, sano, que le fue amputado justo por encima del codo. No se trataba de una operación complicada; cierto que una amputación jamás es una medida rutinaria. Pero nada hubo que me hiciera sospechar siquiera que estaba cometiendo un error tan catastrófico.