– ¿Un jardín cubierto de nieve? ¿Qué puede tener de hermoso algo así? -Noté que empezaba a impacientarme-. ¿Qué tal va tu dolor de muelas? -le pregunté esforzándome por ocultar mi irritación.
– Viene y va. Donde más lo noto es aquí arriba, a la derecha.
Jansson abrió la boca de par en par.
– No veo nada -admití-. Ve a visitar a un dentista.
Jansson cerró la boca. Y se oyó un crujido. La mandíbula le colgaba de modo que quedó con la boca medio abierta. Se notaba que le dolía mucho. Era muy difícil comprender lo que intentaba decirme. Con mucho cuidado presioné con los pulgares ambos lados de la cara, buscando la mandíbula, y la froté rítmicamente hasta que pudo cerrar la boca.
– Me ha dolido mucho.
– Intenta evitar bostezos y no abras la boca demasiado durante varios días.
– ¿Es síntoma de alguna enfermedad grave?
– En absoluto. Puedes estar tranquilo.
Jansson se llevó mis cartas. El viento me azotaba el rostro mientras volvía a mi casa.
Aquella tarde abrí la puerta de la habitación de las hormigas. En el creciente hormiguero parecía haberse colado otro trozo de mantel. Pero la habitación y la cama donde Harriet había dormido estaban como las dejamos.
Nada sucedió en los días posteriores. Salí a la banquisa hasta que llegué a mar abierto. En tres ocasiones medí el grosor de la capa de hielo. No me hizo falta consultar mis anteriores diarios para saber que, en todos los años que llevaba en la isla, jamás había sido tan gruesa.
Un día quité la lona para sopesar si mi barco podría hacerse a la mar. ¿Llevaría demasiado tiempo en tierra? ¿Tendría yo el aguante suficiente para volver a equiparlo? Dejé caer la lona sin haberme dado una respuesta.
Una noche sonó el teléfono. Era rarísimo que llamase alguien y quienes lo hacían eran por lo general vendedores que querían convencerme de que cambiase de compañía telefónica o que instalase la banda ancha. Cuando se enteran de que vivo en una isla desierta y que, además, estoy jubilado, los abandona el entusiasmo. Ni siquiera sé qué es la banda ancha.
En esta ocasión, en cambio, cuando levanté el auricular, fue para oír la voz de una mujer extraña.
– Soy Agnes Klarström. He recibido tu carta.
Contuve la respiración, sin decir nada.
– ¿Hola? ¡Hola!
No respondí. La mujer intentó sacarme de mi cueva un par de veces más, antes de colgar.
Agnes Klarström existía. La había encontrado. La carta había llegado a su destinatario. Vivía a las afueras de Flen.
En uno de los cajones de la cocina guardaba un viejo mapa de Suecia. Creo que era de mi abuelo. Él solía decir que, un día, emprendería un viaje para visitar Falkenberg. Aunque ignoro por qué deseaba viajar a esa ciudad precisamente. Sin embargo, en toda su vida ni siquiera visitó Estocolmo y tampoco cruzó nunca las fronteras de Suecia. De modo que se llevó a la tumba su sueño de ir a Falkenberg.
Desplegué el mapa sobre la mesa y busqué hasta localizar Flen. No era un mapa muy detallado, por lo que no pude encontrar Sångledsbyn. Me llevaría como máximo dos horas ir allí en coche. Estaba decidido. Iría a verla.
Dos días después crucé el hielo hasta mi coche. En esta ocasión, no dejé ninguna nota en la puerta. No le dije nada a Jansson, que se quedaría con la incógnita. Les había puesto bastante comida al perro y al gato. El cielo estaba despejado, no soplaba el viento y nos encontrábamos a dos grados. Me puse en marcha en dirección norte, giré hacia tierra firme y llegué a Flen poco después de las dos de la tarde. En una librería, compré un buen mapa donde pude localizar Sångledsbyn. Estaba a pocos kilómetros de Harpsund, donde los primeros ministros suecos tienen su residencia de verano. Hace tiempo vivió allí un hombre que se había hecho millonario con el corcho. Y le dejó su casa al Estado. Junto con la finca iba una barca en la que habían paseado dirigentes extranjeros cuyos nombres ningún joven recordaba hoy.
Yo sabía todo esto sobre Harpsund porque mi padre había sido camarero allí durante un tiempo, cuando el entonces primer ministro Erlander tuvo invitados extranjeros. Mi padre nunca se cansaba de hablar de aquellos hombres -siempre eran hombres, nunca mujeres- que se sentaban a la mesa para discutir aspectos importantes de la situación mundial. Era durante la guerra fría, y mi padre se esforzaba especialmente para moverse sin hacer el menor ruido, recordaba el menú y los vinos que sirvió. Por desgracia, también ocurrió algo que estuvo a punto de hacer estallar un escándalo. Mi padre lo refería como si él mismo hubiese sido partícipe de un gran secreto que, tras no poca vacilación, terminó por revelarnos a mí y a mi madre. Uno de los invitados se emborrachó más de la cuenta. Y pronunció un incomprensible e inopinado discurso de agradecimiento al anfitrión, cosa que generó un desconcierto transitorio entre los camareros que, no obstante, lograron controlar la situación; interrumpieron su actividad y aguardaron antes de servir los vinos del postre. El hombre ebrio se desplomó más tarde sobre el césped, ante la puerta de la casa.
– La borrachera de Fagerholm fue un gran desacierto -decía mi padre con gesto grave.
Ni mi madre ni yo supimos nunca quién era aquel Fagerholm. Aunque años después, ya muerto mi padre, averigüé que el borracho tenía que ser uno de los representantes de los trabajadores finlandeses.
Ahora, en las proximidades de Harpsund, vivía una mujer a la que yo le había arrebatado un brazo.
Sångledsbyn se componía de varias fincas diseminadas por la orilla de un lago alargado. Los campos y los pastos estaban cubiertos de nieve. Me había llevado los prismáticos y trepé a una colina para abarcar mejor el panorama. De vez en cuando aparecía alguien trajinando por las fincas, afanándose entre el almacén y el cobertizo, entre la casa y el garaje. Ninguna de las personas que vi a través de los prismáticos podía ser Agnes Klarström.
De repente di un respingo. Un perro olisqueaba mis pies. Por la carretera caminaba un hombre que llevaba un abrigo largo y un par de botas. Llamó al perro y me saludó con la mano. Yo oculté los prismáticos y bajé a la carretera. Conversamos brevemente sobre las vistas, sobre el largo y seco invierno.
– ¿Vive aquí una mujer llamada Agnes Klarström? -pregunté al cabo.
El hombre señaló la casa más alejada.
– Sí, allí vive, con sus malditas niñas -repuso el hombre-. Antes de que llegasen ellas, yo no tenía perro. Pero ahora todo el mundo tiene.
Dicho esto, asintió irritado y reanudó su camino. No me gustó lo que acababa de oír. No deseaba mezclarme en algo que me trajese más líos de los que ya tenía en mi vida. Así que decidí marcharme y volví al coche. Pero algo me retenía. Seguí, pues, cruzando el pueblo y me detuve en una vía de servicio sin acondicionar. Por allí podría acercarme a la última casa por la parte de atrás, a través de una arboleda.
Era media tarde y pronto empezaría a anochecer. Fui avanzando por la nieve y me detuve cuando vi la casa entre los árboles. Retiré la nieve que vencía unas ramas para despejar la visión. Observé que la casa estaba en buen estado. Ante ella había un coche con un cable que iba del motor a una toma de la pared.
Alguien apareció de repente en el campo de visión de mis prismáticos. Una niña. Miraba directamente hacia donde yo estaba. De repente sacó algo que llevaba oculto a la espalda. Una espada reluciente. Y echó a correr hacia mí blandiendo la espada sobre su cabeza.
Aparté los prismáticos, me di la vuelta y emprendí la carrera. Tropecé con la raíz de un árbol o con una piedra y me caí. Aún no había conseguido levantarme cuando la niña de la espada me dio alcance.
Clavó en mí una mirada llena de odio.
– La gente como tú estáis por todas partes -me espetó-. Siempre andan espiando entre los arbustos con sus prismáticos.
Tras ella apareció corriendo una mujer que se colocó a su lado y le quitó la espada, con la mano izquierda. Y comprendí que era Agnes Klarström. Tal vez en lo más hondo de mi memoria conservaba también la imagen del rostro de la joven que, doce años atrás, se había expuesto sobre una camilla a mis manos esterilizadas y enfundadas en guantes de goma.
Llevaba una cazadora azul abrochada hasta el cuello. La manga derecha, vacía, estaba sujeta al hombro con un imperdible. La niña que seguía a su lado me miraba con encono.
Deseé que Jansson hubiese aparecido y se me hubiese llevado de allí. Por segunda vez en un breve espacio de tiempo, una placa de hielo se había desprendido bajo mis pies y me llevaba a la deriva impidiéndome llegar a tierra.
6
Me levanté del suelo nevado, retiré la nieve de mis ropas y me presenté. La niña empezó a darme patadas, pero Agnes la reprendió y la pequeña se marchó.
– Yo no necesito ningún perro guardián -me dijo Agnes-. Sima ve todo lo que sucede y a todo aquel que se acerca a la casa. Tiene la vista de una comadreja. En realidad, creo que iba para ave de rapiña.
– Creí que me rebanaría con la espada.
Agnes me lanzó una mirada fugaz, pero no respondió. Y comprendí que, de hecho, cabía dentro de lo posible.
Entramos y nos sentamos en su despacho. En algún lugar de la casa retumbaba a todo volumen un disco de música rock. Agnes no parecía oírla. Se quitó la cazadora con tanta soltura como si hubiese tenido dos brazos y dos manos.
Me senté en una silla. En el escritorio no había más que un bolígrafo; por lo demás, estaba totalmente vacío.
– ¿Cómo crees que reaccioné ante tu carta? -preguntó Agnes.
– No lo sé. Seguro que con sorpresa. Tal vez ira.
– Sentí un gran alivio. Por fin, me dije. Pero después me pregunté, ¿por qué ahora? ¿Por qué no ayer o hace diez años?
Se echó hacia atrás en la silla. Tenía el cabello castaño y largo, llevaba un sencillo pasador y sus ojos eran de un límpido azul claro. Parecía fuerte, resuelta.
Había dejado la espada de samurái sobre una estantería junto a la ventana y me sorprendió mirándola.
– Me la regaló un hombre que decía que me amaba. Cuando murió el amor, se llevó la vaina, por alguna extraña razón, y me dejó la afilada espada. Tal vez esperaba que me abriese el estómago ante la desesperación de verme abandonada.
Se expresaba apresuradamente, como si tuviese poco tiempo. Le hablé de Harriet, de Louise, de que al haber tomado conciencia de todas mis traiciones me vi obligado a buscarla, a averiguar si seguía viva.