– Eso suena bastante cínico.
– En absoluto. Yo amo a mis muchachas, amo incluso a Mats Karlsson. Pero no le hago ningún favor alimentando sus falsos sueños o permitiendo que crea que está haciendo algo de provecho aquí. Le doy la posibilidad de verse a sí mismo y de ver dónde es probable que encuentre su camino en la vida. En el mejor de los casos estaré equivocada. Y tal vez un día se corte el pelo y pruebe a hacer algo de provecho en la vida.
Se levantó, me llevó a una sala común y me dijo que no tardaría. La música rock seguía retumbando en algún lugar de la planta de arriba.
La nieve derretida goteaba desde el tejado, al otro lado del cristal de la ventana. Los pájaros se movían entre las ramas de los árboles como veloces sombras fugaces.
De repente me sobresalté. Sima había entrado en la sala, a mi espalda. En esta ocasión no empuñaba ninguna espada. Se sentó en el sofá y encogió las piernas sobre los cojines. La joven no abandonaba su actitud de alerta.
– ¿Por qué me observabas con los prismáticos?
– No era a ti a quien miraba.
– Pues yo te vi, so pederasta.
– ¿Qué quieres decir?
– Conozco a la gente como tú. Sé cómo sois.
– He venido a ver a Agnes.
– ¿Por qué?
– Es asunto nuestro.
– ¿Es que Agnes te pone cachondo?
Me quedé atónito y abochornado.
– Creo que será mejor que dejemos el tema.
– ¿Qué tema? ¡Contéstame!
– No hay nada que contestar.
Sima dejó de hacer preguntas. Volvió el rostro, como si se hubiese cansado de intentar mantener conmigo una conversación. Me sentía humillado. El que me acusasen de pederastia sobrepasaba cuanto había podido imaginar. La miré a hurtadillas. Se mordía las uñas con frenesí. Su cabello, que alternaba entre el rojo y el negro, aparecía enredado, como si se lo hubiese peinado con movimientos furiosos. Tras la dura superficie intuía yo la existencia de una niña muy pequeña vestida con ropas demasiado grandes, demasiado negras.
Agnes entró en la sala. Sima se levantó en el acto y se marchó. El domador había hecho su aparición y la fiera se retiraba, me dije. Agnes se acomodó en el mismo lugar en que Sima se había sentado y encogió las piernas sobre el cojín, imitando a Sima, como si la copiase.
– Aida es una niña que hace agua por todas partes -sentenció.
– ¿Qué ha pasado?
– Nada en absoluto. Simplemente, le recordaron quién es. Una gran nada sin remedio, como ella misma dice. Una perdedora entre perdedores. Si en Suecia se fundase el Partido de los Perdedores, no serían pocos los que podrían asumir responsabilidades y aportar su experiencia. Yo tengo treinta y tres años, ¿y tú?
– El doble.
– Sesenta y seis. Es bastante. En cambio treinta y tres es poco. Pero lo suficiente como para saber que nunca antes había sufrido este país tensiones como las de hoy. Aunque nadie parece percatarse, al menos no quienes deberían hacernos reflexionar. Existe aquí un sistema de muros invisibles que no cesa de crecer, que separa a la gente, que hace crecer las distancias. Desde fuera puede parecer lo contrario. Si te sientas en un metro de Estocolmo y vas a los suburbios, verás que la distancia en kilómetros no es muy larga, pero, en realidad, es gigantesca. Y decir que se trata de otro mundo es un absurdo. Es el mismo mundo, pero cada estación que te aleja del centro constituye otro muro. Finalmente, cuando alcanzas lo más profundo de la periferia, puedes elegir entre ver la verdad o no verla.
– ¿Cuál es la verdad?
– Que lo que tú crees que es el margen último es, en realidad, el centro que está recreando Suecia poco a poco. Muy despacio, el eje se disloca, dentro y fuera, cerca y lejos, centro y periferia cambian de lugar. Mis chicas se encuentran en una tierra de nadie donde no ven ni hacia delante ni hacia atrás. Nadie las quiere, son superfluas, desechadas. No es extraño que lo único en lo que confían sea la falta de dignidad que les hace muecas cada mañana, cuando se levantan. ¡Y ellas no quieren despertar! ¡No quieren levantarse! Tenían el alma impregnada de amargura ya a la edad de cinco o seis años.
– ¿De verdad que están tan mal?
– Están peor.
– Yo vivo en una isla. Allí no hay suburbios, sólo pequeños atolones e islotes. Y, desde luego, ninguna niña desgraciada que aparezca a la carrera empuñando una espada de samurái.
– Les hacemos tanto daño a nuestros niños que al final no tienen otra forma de expresarse que la violencia. Antes era cosa de chicos pero hoy en día ya tenemos crueles bandas de chicas que no dudan en tratar a otras con la violencia más horrible. Es la peor derrota, que las chicas, en su desconcierto, crean que su salvación consiste en comportarse como los peores gánsteres de que se acompañan sus novios.
– Sima me llamó pederasta.
– A mí me llama puta cuando le viene bien. Pero lo peor es lo que se llama a sí misma. Ni siquiera me atrevo a formularlo mentalmente.
– ¿Qué dice?
– Que está muerta. El corazón suspira en su pecho. Escribe extraños poemas que, sin mediar palabra, me deja sobre la mesa o en los bolsillos. Dentro de diez años es muy posible que esté muerta. Puede haberse quitado la vida, o puede que otro se la quite. Puede sufrir un accidente relacionado con las drogas y otras mierdas que se meta en el cuerpo. Ése es un final de lo más probable para su terrible historia. Pero también puede que le vaya bien, aunque eso exige que yo triunfe. Que yo logre oxigenar su ser, que ahora sólo resiste con sangre podrida, con sentimientos podridos.
Agnes se levantó.
– Tengo que conseguir que la policía se esfuerce un poco en encontrar a Miranda. Date un paseo por los establos mientras tanto; seguiremos hablando después.
Salí de la sala. Sima estaba detrás de una cortina, en el piso de arriba, vigilando mis movimientos. Unos cachorros de gato trepaban entre las balas de heno en el interior del establo. Los caballos y las vacas descansaban en sus cuadras y establos. Reconocí vagamente el olor de los primeros años de mi niñez, cuando mis abuelos maternos criaban animales en su isla. Acaricié el hocico de los caballos y les di unas palmaditas a las vacas. Agnes Klarström parecía tener su vida controlada. ¿Qué habría hecho yo, si un cirujano hubiese cometido conmigo semejante error? ¿Me habría convertido en un borracho amargado y me habría muerto de cirrosis en poco tiempo, sentado en algún banco del parque? ¿O habría salido adelante? No tenía ni idea.
Mats Karlsson entró en el cobertizo y se puso a echarles manojos de heno a los animales. Trabajaba despacio, como obligado a ejecutar una tarea repugnante.
– Agnes quiere que entres -dijo de pronto-. Se me olvidó decírtelo.
Volví a la casa. Sima ya no estaba en la ventana. Soplaba el viento y nevaba ligeramente y yo me sentía helado y exhausto. Agnes me esperaba en el vestíbulo.
– Sima se ha fugado -me dijo.
– Pero ¡si acabo de verla!
– Hace un rato, sí. Pero ya se ha marchado. En tu coche.
Tanteé el bolsillo con la mano, donde tenía las llaves del coche. Sabía que lo había cerrado. Cuando uno se hace viejo, se le acumulan cada vez más llaves en el bolsillo, aunque viva solo en una isla desierta del archipiélago.
– Ya veo que no me crees -observó Agnes-. Pero he visto partir el coche. Y la cazadora de Sima no está. Tiene una especial para fugas, la que siempre se pone para irse de aquí. Tal vez crea que esa cazadora la hace invulnerable, invisible. También se ha llevado la espada. ¡Maldita jovenzuela!
– Ya, pero ¡yo tengo en el bolsillo las llaves del coche!
– Sima tuvo un novio, Filippo, un joven amable, italiano, que le enseñó a abrir un coche cerrado con llave y a poner el motor en marcha. Él solía robar coches aparcados ante piscinas cubiertas o en lugares donde él sabía que había clubes de juego ilegales. Así se aseguraba de que los propietarios se mantendrían apartados un tiempo. Según él, tan sólo los aficionados robaban coches en los aparcamientos normales. Además, las piscinas cubiertas y los clubes de juego están más céntricos que el aparcamiento del aeropuerto de Arlanda, por ejemplo. No tenía sentido viajar tanto para robar un coche, decía.
– ¿Y tú cómo sabes todo eso?
– Sima me lo contó. Confía en mí.
– Ya, bueno, pero aun así se ha fugado en mi coche.
– Eso también puede considerarse indicio de confianza. Confía en que la comprenderemos.
– Pues yo quiero recuperar mi coche.
– Sima suele quemarles el motor. Al venir aquí corrías ese riesgo. Aunque, claro está, tú no lo sabías.
– Cuando llegué, me encontré con un hombre que paseaba su perro. Y dijo algo así como «malditas niñas».
– Sí, claro, yo también lo digo. ¿Qué perro tenía?
– No lo sé. Era marrón y lanudo.
– Ah, entonces era Alexander Bruun. Un viejo tramposo que trabajaba en una caja de ahorros y se quedaba con el dinero de los clientes. Falsificaba firmas, mentía acerca de sus conocimientos sobre acciones y obligaciones y se dedicó a vender opciones hasta que todo se fue al garete. Ni siquiera lo metieron en la cárcel. Ahora vive bien con los fondos que malversó en su día y que la policía no consiguió encontrar. Alexander me odia a mí y odia a las chicas.
Entramos en su despacho, llamó a la policía y les explicó lo sucedido. Yo escuchaba cada vez más indignado lo que parecía una jovial conversación con un oficial de policía, el cual tampoco parecía preocuparse especialmente por una fugitiva que, a aquellas alturas, estaría acabando con mi ya maltrecho vehículo.
Agnes colgó por fin.
– ¿Qué pasará ahora? -pregunté.
– Nada.
– Bueno, algo tendrán que hacer, ¿no?
– No disponen del personal suficiente para ponerse a buscar a Sima y tu coche. Ya se le acabará la gasolina. Entonces dejará el coche y tomará el tren o un autobús. O quizá se le ocurra robar otro coche. En una ocasión volvió con un motocarro. Tarde o temprano, siempre vuelve. La mayoría de las que se escapan lo hacen sin un destino concreto. ¿Tú no te has escapado nunca?
Pensé que la única respuesta sincera sería decir que llevaba huyendo más de doce años. Pero no lo dije. No dije nada.
Hacia las seis nos sentamos a cenar Agnes, Aida, Mats Karlsson y yo. Aida había puesto cubierto también para las dos chicas fugadas.
La cena consistió en un insulso pescado gratinado. Yo comí demasiado rápido, pues estaba preocupado por mi coche. Aida parecía tensa por la huida de Sima y hablaba sin cesar. Mats Karlsson la escuchaba e intervenía con algún que otro comentario alentador mientras que Agnes Klarström comía en silencio.