Marqué el número de la guardia costera y me respondió Hans Lundman, con quien yo solía jugar de niño los veranos. Su padre, que era piloto, y mi abuelo eran buenos amigos.

– Soy Fredrik Welin. Tengo aquí a una joven que necesita ingresar en un hospital cuanto antes.

Hans es un hombre sensato. Sabía que nadie llamaba a la guardia costera por la mañana temprano si el asunto no era grave.

– ¿Qué ha pasado?

No pude por menos de decirle la verdad.

– Ha intentado suicidarse. Se ha cortado y ha perdido mucha sangre. Tanto el pulso como la tensión están muy bajos. Tiene que ingresar de inmediato.

– Hay niebla -observó Hans Lundman-, pero estaremos ahí en media hora.

– ¿Llamas tú a la ambulancia?

– Dalo por hecho.

Treinta y dos minutos tardé en oír los potentes motores de la embarcación de la guardia costera. Fueron los minutos más largos de mi vida. Más que cuando me robaron en Roma y creí que iban a matarme, más que en ninguna otra situación de mi vida. No podía hacer nada. Sima estaba muriéndose. No podía calcular cuánta sangre habría perdido. Ni podía ponerle nada, salvo las compresas caseras. Intenté susurrarle al oído cuando comprendí que de nada servía gritarle. Acerqué los labios a su oído y le susurré que debía vivir, que no podía morir así, sin más, que no era justo, no allí, en mi cocina, no ahora que era primavera, no en un día como el que acababa de empezar. No sabía si estaría oyéndome, pero seguí murmurándole al oído. Le conté fragmentos de historias que aprendí de niño, le hablé del perfume de las lilas y del cerezo aliso en flor. Le dije lo que cenaríamos aquella noche y le hablé de las extraordinarias aves que capturaban su presa como el rayo mientras se refrescaban en la orilla del mar. Le hablé por su vida y por la mía; tal era el pánico que sentía ante la idea de que muriera. Cuando por fin oí el paso apremiado de Hans Lundman y sus ayudantes, les grité que se apresurasen. Traían una camilla y no perdieron ni un segundo en trasladarla de la cama; acto seguido nos marchamos. Yo corrí hacia el barco en calcetines, con las botas bajo el brazo y ni siquiera me preocupé de cerrar la puerta.

Navegamos atravesando la niebla. Hans Lundman iba al timón y me preguntaba por el estado de Sima.

– No lo sé. Está perdiendo tensión.

Hans iba a toda velocidad, hendiendo la brumosa blancura. Su ayudante, al que yo no conocía, miraba nervioso a Sima, que yacía sujeta a la camilla. Me pregunté si el hombre no estaría a punto de desmayarse.

La ambulancia esperaba en el puerto. Todo seguía envuelto en la densa niebla.

– Esperemos que se salve -dijo Hans Lundman a modo de despedida.

Parecía preocupado. Probablemente, la experiencia le habría enseñado a contemplar a una persona acechada por la muerte.

Nos llevó cuarenta y tres minutos llegar al hospital. La mujer que iba sentada junto a la camilla en la ambulancia se llamaba Sonja y tenía unos cuarenta años. Le puso un gotero, actuando despacio y sistemáticamente, y de vez en cuando llamaba al hospital para informar del estado de Sima. Me preguntó un montón de detalles sobre la hora del suceso que yo no supe darle.

– ¿Sabes si ha tomado algo? ¿Alguna pastilla?

– No lo sé. Puede que haya fumado marihuana.

– ¿Es tu hija?

– No. Vino a visitarme inesperadamente.

– ¿Has llamado a sus familiares?

– No sé quiénes son. Vive en un centro de acogida. Sólo la había visto una vez en mi vida. Y tampoco sé por qué vino a mi casa.

– Llama al centro.

La mujer me tendió un teléfono que había colgado de la pared de la ambulancia. Llamé al servicio de información telefónica y me pusieron con la granja de Agnes. Cuando saltó el contestador, dije la verdad, a qué hospital nos dirigíamos y dejé el número de teléfono que me indicó Sonja.

– Vuelve a llamar -me dijo-. La gente suele despertarse si uno no se da por vencido.

– Puede que esté en los establos.

– ¿No tiene móvil?

Sentí que no tenía fuerzas para volver a llamar.

– No -contesté-. No tiene móvil. Agnes es distinta.

Hasta que Sima no entró en urgencias y quedó a cargo del equipo médico y yo me vi sentado en un banco del pasillo, con mis botas recortadas, no logré ponerme en contacto con Agnes. Se oía el pánico en su respiración.

– ¿Cómo está?

– Está muy mal.

– Dime la verdad.

– Cabe la posibilidad de que muera. Depende de cuánta sangre haya perdido, de la gravedad del trauma. ¿Sabes si tomaba somníferos?

– No lo creo.

– Tenemos que saberlo.

– Con Sima es difícil saber algo seguro. Pero no creo que los tomase.

– ¿Drogas?

– Fumaba hachís, pero no en mi presencia. No se lo permitía.

– ¿Pudo haber tomado alguna otra cosa?

– ¡No lo sé!

La enfermera que venía en la ambulancia entró en la habitación y le di el auricular.

– Es el pariente más próximo de la muchacha. Habla con ella. Ya le he dicho que su estado es grave.

Salí de la habitación. Un hombre de edad, desnudo de cintura para abajo, se lamentaba tumbado en una camilla. Al mismo tiempo, dos enfermeros trataban de tranquilizar a una madre histérica cuyo bebé lloraba a pleno pulmón en su regazo. Yo seguí andando por el pasillo y salí por la entrada de urgencias, ante la cual había aparcada una ambulancia con las luces apagadas. Pensé en lo que me había dicho Sima del telescopio con el que se podía ver a una persona que estuviese en la Luna. «Intenta vivir», susurré para mí. «Chara, pequeña Chara, intenta vivir y puede que un día te conviertas en esa persona a la que no se ve en la Tierra pero que se vengó saludándonos con la mano desde la Luna.»

Fue una plegaria, o tal vez un conjuro. Mientras estaba allí dentro e intentaba mantenerse con vida, Sima necesitaba toda la ayuda posible. Yo no creo en Dios, pero uno tiene derecho a crear sus propios dioses cuando los necesita.

Allí estaba, pues, elevando una plegaria a un telescopio instalado en un lugar llamado monte Wilson. Si sobrevivía, yo le pagaría el viaje a ese monte. Me enteraría de quién había sido el tal Wilson, el que le había dado nombre a la montaña.

Nada impide que un dios tenga nombre. ¿Por qué el Creador no iba a poder llamarse Wilson de apellido?

Si muriera, sería culpa mía. Si yo hubiese bajado al oírla llorar, tal vez no se habría cortado. Soy médico y debería haber comprendido… Ante todo, soy una persona que debería haber percibido parte de la ingente soledad que aquella niña de larga y afilada espada era capaz de sentir.

De repente sentí añoranza de mi padre. No lo hacía desde que falleció. Su muerte me causó gran dolor, aunque él y yo nunca hablamos con confianza, siempre imperó entre nosotros una muda comprensión mutua. Vivió lo suficiente para ver que lograba estudiar medicina y nunca ocultó el asombro y el orgullo que eso le producía. En los últimos años de su vida, cuando estaba en cama con aquel terrible cáncer que se extendió, de ser un pequeño lunar negro bajo el talón hasta convertirse en metástasis que él se imaginaba como el musgo sobre la piedra, hablaba a menudo de la bata blanca que yo tenía derecho a vestir. A mí me parecía vergonzoso que él considerase que el poder residía en la bata. Después comprendí que, para él, yo tenía que tomar la revancha. Él también había llevado una chaqueta blanca, pero a él lo habían pisoteado. Y a mí me tocaba vengarme. Nadie se atrevía a tratar con desprecio a un médico con su bata blanca.

Ahora lo echaba de menos. Y aquel mágico viaje al bosque, y las negras aguas de la laguna. Sentí deseos de irme, de volver, de que la mayoría de los sucesos de mi vida no se hubiesen producido. También mi madre me vino a la mente. Lavanda y lágrimas, una vida que nunca comprendí. ¿Habría llevado ella también una espada, pero invisible? ¿Estaría al otro lado del río de la vida, saludando a Sima?

Mentalmente, intenté hablar también con Harriet y con Louise. Pero las dos estaban extrañamente mudas, como si pensaran que esto era algo de lo que tenía que salir yo solo.

Volví adentro y encontré una pequeña sala de espera que estaba vacía. Tras unos minutos vino alguien del personal a decirme que el estado de Sima seguía siendo grave. Que la trasladarían a la unidad de cuidados intensivos. Seguí a la enfermera hasta el ascensor. Los dos celadores que empujaban la camilla eran negros. Uno de ellos me sonrió. Yo le devolví la sonrisa y estuve tentado de hablarle del extraordinario telescopio que había en el monte Wilson. Sima yacía con los ojos cerrados, seguía con el suero y recibía oxígeno a través de unos catéteres nasales. Me agaché un poco y le susurré al oído: «Chara, cuando te cures, podrás viajar al monte Wilson y verás que, en la Luna, hay una persona que se parece extraordinariamente a ti».

Un médico me explicó la difícil situación y me advirtió de que era posible que hubiese que operar. Le sorprendía que Sima no hubiese reaccionado aún a sus intervenciones. Me hizo algunas preguntas; yo le dije que ignoraba si padecía alguna enfermedad o si había intentado quitarse la vida antes. La mujer que podría responder a esas preguntas estaba en camino.

Agnes llegó poco después de las diez. De repente me pregunté cómo podría conducir con un solo brazo. ¿Tendría un vehículo especial? Bueno, aquello no tenía importancia. La conduje hasta el otro lado de la cortina donde descansaba Sima. Agnes empezó a llorar, sin apenas emitir un sollozo, pero yo no quería que Sima la oyese, de modo que me la llevé afuera otra vez.

– Está estable -le dije-. Pero el solo hecho de que hayas venido mejora la situación. Intenta hablar con ella. Necesita sentir que estás aquí.

– Pero ¿oirá mi voz?

– No lo sé. Esperemos que sí.

Agnes habló con el médico y respondió a todas sus preguntas. Ninguna enfermedad, ningún medicamento, ningún intento de suicidio anterior a éste, que ella supiera. El médico, que tendría mi edad, dijo que seguía sin mejorar, aunque estaba algo más estable que cuando ingresó. Y que, por el momento, no había motivo de preocupación.

Observé que sus palabras tranquilizaban a Agnes. Había una máquina de café en el pasillo. Aunando esfuerzos, logramos reunir las monedas necesarias para sacar dos tazas de un café bastante malo. Me sorprendió la habilidad con la que usaba su único brazo para hacer algo para lo que yo necesitaba los dos.

Le conté lo sucedido a Agnes, que me escuchaba moviendo la cabeza de un lado a otro.

– Bueno, no es impensable que, de hecho, fuese camino de Rusia. Sima siempre está intentando escalar montañas. Jamás se contenta con pasear por senderos normales y corrientes, como nosotros.


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