Vivíamos en mi casa, sumidos en un silencio que podía quebrarse en cualquier momento por los enloquecidos gritos de dolor. Pensaba cada vez con más frecuencia que, en realidad, deseaba que Harriet muriese pronto. Por ella, quería que se librase de tanto padecimiento, pero también por mí, y por Louise.
La intensa ola de calor se mantuvo hasta el 24 de julio. Aquel día anoté en el diario que soplaba un viento del nordeste y que había empezado a descender la temperatura. Un tiempo inestable de bajas presiones que se acumulaban sobre el mar del Norte vino a sustituir al largo periodo de calor. La noche del 27 de julio, una tormenta de componente norte arrasó el archipiélago. Un par de planchas del tejado, cerca de la chimenea, se soltaron y se estrellaron contra el suelo. Logré subir al tejado para sustituirlas por otras que llevaban muchos años almacenadas en uno de los trasteros, después de que derribasen los establos a finales de 1960.
Harriet empeoraba cada día. Ahora que las tormentas y el frente frío azotaban la costa, sólo permanecía despierta unos minutos al día. La cuidábamos entre los dos. Lo único que Louise hacía sola era lavarla y cambiarle los pañales.
Y yo me alegraba de no tener que hacerlo. Era una experiencia que no quería vivir con Harriet.
Se acercaba la época de la oscuridad otoñal. Las noches eran cada vez más largas, el sol ya no calentaba como hacía unas semanas. Louise y yo nos hicimos a la idea de que Harriet podía morir en cualquier momento. Su respiración era entrecortada y jadeante y rara vez salía de su estado de sopor. Cuando estaba despierta, solíamos sentarnos los dos a su lado. Louise quería que nos viera juntos. Harriet no hablaba mucho en los momentos de lucidez; preguntaba qué hora era, si no era ya la hora de comer. Su pérdida de orientación era cada vez más evidente. A veces creía que se encontraba en el bosque, dentro de la caravana; otras, que estaba en su casa de Estocolmo. En su conciencia no existía ninguna isla, ninguna habitación con hormiguero. Tampoco tenía conciencia de que estaba muriéndose. Cuando despertaba, lo hacía como si todo fuese lo más natural del mundo. Bebía un poco de agua, tomaba unas cucharadas de sopa y volvía a dormirse. La piel del cráneo estaba tan tensa que temía que se le quebrase y dejase el hueso al descubierto. «Es fea la muerte», pensé. Ya apenas si quedaban vestigios de la hermosa Harriet. Se había convertido en un esqueleto, pálida como la cera, cubierta por una manta; nada más.
Una de aquellas tardes de principios de agosto, Louise y yo nos sentamos en el banco del manzano. Nos habíamos abrigado y ella se había puesto en la cabeza una de mis viejas gorras.
– ¿Qué vamos a hacer cuando muera? -pregunté-. Supongo que habrás pensado en ello. ¿Sabes, quizá, qué quiere que hagamos con su cuerpo?
– Quiere que la incineren. Hace un par de meses me mandó por correo el folleto de una funeraria. Puede que aún lo tenga. O quizá lo haya tirado a la basura. Había señalado en él el ataúd más barato y una urna que estaba rebajada.
– ¿Tiene algún terreno para la inhumación?
Louise frunció el entrecejo.
– ¿A qué te refieres?
– ¿Sabes si hay algún panteón familiar? ¿Dónde están enterrados sus padres? A cada uno suele corresponderle una región, o una ciudad. Al menos antiguamente se hablaba de un terreno para la inhumación.
– Sus familiares están enterrados por todo el país. Jamás la he oído decir que haya ido a llevar flores a la tumba de sus padres. Ni tampoco ha dicho que quiera nada especial. Lo que sí tiene decidido es que no desea que le pongamos una lápida. Creo que prefiere que esparzamos sus cenizas al viento. Y, de hecho, no hay nada que lo impida.
– Bueno, es necesario un permiso -le advertí-. Jansson me contó que los pescadores de antaño pedían que esparciesen sus cenizas por los viejos bancos de arenque.
Guardamos silencio, pensando en lo que sucedería con Harriet. Yo tenía una sepultura. No había razón alguna que impidiese que a ella la enterraran a mi lado.
De pronto, Louise posó su mano sobre mi brazo.
– En realidad, no tenemos por qué pedir ningún permiso -aseguró-. Harriet podría muy bien ser una de tantas personas que hay en este país y que no existen.
– Todo el mundo dispone de un número de identidad -observé-. No podemos desaparecer de cualquier manera. Hasta que morimos, ese número de identidad existe.
– Bueno, siempre hay recursos -sugirió Louise-. Va a morir en tu casa. Podemos incinerarla como lo hacen en la India. Después, vertemos sus restos en el mar. Yo daré de baja su alquiler en Estocolmo y me llevaré sus cosas. Sin indicar una dirección de contacto. Dejará de retirar su pensión. Y yo le comunicaré al hospital que se ha muerto. Es lo único que les interesa saber. Puede que alguien empiece a preguntar dónde está. Pero puedo decir que llevo meses sin saber de ella. Y que su visita aquí fue breve y luego se marchó.
– ¿Una breve visita?
– ¿Quién crees que vendría a preguntarle a Jansson o a Hans Lundman por su siguiente destino después de dejar la isla?
– Exacto, eso es. Pero ¿adónde se fue? ¿Quién la llevó a tierra?
– Tú. Hace una semana. Nadie sabe ya si sigue aquí.
Empecé a comprender que Louise hablaba en serio. Dejaríamos que Harriet muriese aquí y nos encargaríamos de su entierro. ¿Saldría bien? No hablamos más del asunto esa tarde. Por la noche me costó conciliar el sueño. Al final, yo también empecé a creer que sería viable.
Dos días después, mientras cenábamos, Louise dejó el tenedor en la mesa.
– ¡El fuego! -dijo de pronto-. Ya sé cómo podemos encenderlo sin que nadie empiece a hacer preguntas.
Escuché su propuesta. Al principio, me resistí. Pero después comprendí que era un plan muy hermoso.
La luna desapareció. La oscuridad se extendió sobre el archipiélago. Los últimos veleros del verano se deslizaban alejándose hacia sus puertos. La Marina seguía con sus prácticas al sur de las islas. De vez en cuando nos alcanzaba la onda de presión de algún cañonazo remoto. Harriet dormía casi las veinticuatro horas. Nos turnábamos para estar con ella. En mi época de estudiante de medicina, me gané un dinero extra haciendo guardias nocturnas. Aún recordaba la primera vez que cuidé de una persona que murió ante mis ojos. Ocurrió sin el menor movimiento, sin un sonido. Tan infinitamente breve era aquel gran paso. Durante una unidad de tiempo apenas mensurable, el ser vivo pasaba a estar entre los muertos.
Recuerdo que pensé: este ser humano que ahora está muerto es una persona que, en realidad, no existió nunca. Con la muerte se erradica todo cuanto existió. La muerte no deja huella, salvo la de aquello que a mí siempre me costó tanto. El amor, los sentimientos. Huí de Harriet porque conseguimos un alto grado de intimidad. Y ahora no tardará en desaparecer.
Louise se mostró triste los últimos días de la vida de Harriet. Yo, por mi parte, experimentaba un miedo creciente, consciente de que también yo me acercaba a aquello por lo que en ese momento pasaba Harriet. Temía la humillación que me esperaba y confiaba en que se me concediese una muerte dulce, que no me obligase a estar postrado largo tiempo antes de alcanzar la última orilla.
Harriet murió al alba, poco después de las seis del día 22 de agosto. Pasó la noche inquieta, los analgésicos ya no parecían surtir ningún efecto. Yo estaba haciendo café cuando Louise entró en la cocina. Se colocó a mi lado y esperó a que hubiese terminado de contar los diecisiete segundos del café.
– Mamá ha muerto.
Entramos en la habitación donde yacía Harriet. Le tomé el pulso con los dedos y le puse el estetoscopio para escuchar su corazón. Y, verdaderamente, estaba muerta. Nos sentamos en la cama. Louise lloraba tranquila, casi sin hacer ruido. En cambio yo no sentí más que un tormentoso alivio egoísta ante el hecho de no ser yo mismo quien yacía allí muerto.
Estuvimos en silencio unos diez minutos. Volví a comprobar los latidos de su corazón, pero no oí nada. Después, extendí sobre su rostro una de las toallas bordadas de mi abuela.
Nos tomamos el café, aún caliente. A las siete, llamé a la guardia costera. Hans Lundman me respondió en persona.
– Gracias por la fiesta del otro día. Debería haberte llamado.
– No, gracias a ti.
– ¿Qué tal está tu hija?
– Bien.
– ¿Y Harriet?
– Se fue.
– Andrea va por ahí luciendo sus preciosos zapatos de color celeste. Díselo a Louise.
– Lo haré. Te llamo para avisarte de que hoy pienso quemar un montón de basura. Por si alguien llama creyendo que hay un incendio.
– Bueno, la sequía ha pasado, al menos por este año.
– Ya, en fin, por si alguien cree que es mi casa la que está en llamas.
– Has hecho bien en llamar.
Salí al jardín. No corría la menor brisa. Una capa de nubes tenía encapotado el cielo. Bajé al cobertizo y saqué la lona que había preparado para cubrir el cuerpo. Ya la había embadurnado de brea y la extendí en el suelo. Louise le había puesto a Harriet el hermoso vestido que llevó en la fiesta estival. La había peinado y le había puesto carmín en los labios. Seguía llorando, tan en silencio como antes. Nos quedamos un rato abrazados.
– La voy a echar de menos -confesó-. He estado tan enfadada con ella durante tantos años. Y ahora comprendo que ha horadado en mi interior un pozo que siempre permanecerá abierto y por el que la tristeza entrará como un soplo, mientras yo viva.
Comprobé los latidos del corazón de Harriet una última vez. Su piel había empezado a adquirir ese tono amarillento que otorga la muerte.
Esperamos una hora. Después la sacamos de la casa y enrollamos su cuerpo en la lona. Yo tenía unos bidones de gasolina de reserva y con ellos preparé el lugar en el que su cuerpo ardería hasta consumirse.
La subimos en mi viejo barco y anegamos el cadáver y la cubierta con la gasolina.
– Será mejor que nos apartemos -advertí-. La gasolina prenderá lanzando grandes llamaradas. Si estás demasiado cerca, las llamas podrían alcanzarte.
Retrocedimos unos pasos. Miré a Louise. Ya había dejado de llorar. Asintió, yo encendí el extremo de un cordel embreado y lo arrojé al barco.
El barco rugió al arder. La lona impregnada en brea chisporroteaba y crujía. Louise me tomó la mano mientras yo pensaba que por fin le había encontrado utilidad a mi viejo barco. En efecto, en él podría enviar a Harriet a ese otro mundo en el que ni ella ni yo creíamos, aunque ambos abrigábamos la secreta esperanza de que existiese.