Cuarta parte. Solsticio de invierno

1

La noche del 3 de octubre llegó la escarcha.

En mis viejos diarios comprobé que nunca, en todos los años que llevaba en la isla, había estado a bajo cero ya en octubre. Seguía esperando que Louise se pusiera en contacto conmigo. Ni siquiera me había llegado una sola postal.

Aquella noche, sonó el teléfono. Era una mujer que preguntaba si yo era Fredrik Welin. Tanto su dialecto como su voz me resultaron familiares. Pero su nombre, Anna Ledin, no me decía nada.

– Soy policía. Ya nos conocemos.

Entonces caí en la cuenta. La mujer que encontramos muerta en la cocina. Anna Ledin era la joven policía que llevaba una cola de caballo bajo la gorra del uniforme.

– Te llamo por el perro -me dijo-. El spaniel de Sara Larsson que nos llevamos. Nadie lo reclamó. Y nos veíamos obligados a entregarlo para que lo sacrificaran. Así que me lo quedé yo. Es un perro muy hermoso. Pero resulta que estoy viviendo con un hombre que es alérgico a los perros. Es una hembra y no quiero que la sacrifiquen. Así que me acordé de ti. Anoté tu nombre y dirección, ¿recuerdas? Y quería preguntarte si tú podrías quedarte con ella. A ti seguro que te gustan los animales, puesto que te detuviste al verla en la carretera.

No dudé ni un instante.

– Mi perro murió hace poco. Puedo quedarme con ella. Pero ¿cómo llegará hasta aquí?

– Puedo llevártela yo. Me enteré de que Sara Larsson la llamaba Rubí. Un nombre algo insólito para un perro, pero yo no se lo cambié. Tiene cinco años.

– ¿Cuándo piensas venir?

– A finales de la semana que viene.

No me atrevía a traerla en mi barco, porque es demasiado pequeño. Así que lo acordé con Jansson. Me hizo un montón de preguntas sobre de dónde había salido el perro, pero yo le contesté evasivo diciéndole que lo había heredado. Y dejó de preguntarme.

A las tres de la tarde del 12 de octubre, Anna Ledin llegó con el perro. Su aspecto era muy distinto sin el uniforme.

– Vivo en una isla -le dije-. Así que ella será la única señora del lugar.

Anna Ledin me dio la correa y Rubí se sentó a mi lado.

– Me voy ahora mismo, antes de que empiece a llorar. ¿Puedo llamarte y preguntar qué tal le va?

– Por supuesto que sí.

Anna Ledin se sentó al volante y se marchó. Rubí no tironeó de la correa para seguir al coche. Y tampoco dudó a la hora de subir al barco de Jansson.

Cruzamos las negras aguas de la bahía. Un viento gélido soplaba procedente del golfo de Finlandia.

Cuando llegamos a tierra y una vez que Jansson se había marchado, la solté. Echó a correr y se perdió entre las rocas, pero media hora más tarde ya había vuelto. Ahora mi soledad era más liviana.

Ya había llegado otoño.

Yo seguía preguntándome qué me estaba pasando. Y por qué Louise no me llamaba nunca.

2

No me gustaba el nombre del perro.

Y tampoco a ella parecía gustarle, pues nunca acudía cuando la llamaba.

Rubí no es nombre para un perro. ¿Por qué la habría llamado así Sara Larsson? Un día en que Anna Ledin llamó para saber del animal, le pregunté si sabía por qué le habían puesto ese nombre. Su respuesta fue sorprendente.

– Corría el rumor de que Sara, en su juventud, había trabajado como limpiadora en un buque de carga que solía hacer escala en Amberes. Se despidió del buque y entró como limpiadora en una fábrica de pulido de diamantes. Tal vez el recuerdo de las gemas le inspirase ese nombre.

– Pero, en ese caso, habría sido más lógico «diamante».

De repente, empezaron a oírse martillazos al otro lado del hilo telefónico. Me llegaban voces lejanas que gritaban y rugían mientras alguien parecía estar golpeando una plancha de latón.

– Tengo que dejarte.

– ¿Dónde te encuentras?

– Deteniendo a un hombre que está saqueando un desguace.

Se interrumpió la conversación. Intenté imaginarme a la frágil y menuda Anna Ledin empuñando el arma y la cola de caballo balanceándose bajo la gorra. Seguro que no era agradable ser la víctima de una de sus detenciones.

Bauticé al perro con el nombre de Carra. Claro que, en parte, lo hice por mi hija, que nunca llamaba, y por su interés por Caravaggio. Pero ¿por qué se le da a un animal un nombre determinado? No lo sé.

Me llevó dos semanas de entrenamiento intensivo hacerla olvidar el nombre de Rubí y aceptar el de Carra, a cuyo grito acudía, a disgusto, correteando.

Pasó el mes de octubre con tiempo variable, una semana muy calurosa, como una canícula tardía, otros días de gélidos vientos del nordeste. A veces, cuando me ponía a contemplar el cielo, seguía las bandadas de pájaros que se reunían inquietos para, de repente, poner rumbo al sur.

Las aves migratorias inspiran con su partida hacia el sur una clase de melancolía de especial naturaleza. Del mismo modo que su regreso infunde alegría. El otoño cierra su capítulo, el invierno está cada vez más próximo.

Cada mañana, al despertar, me examinaba el cuerpo por ver si los achaques de la vejez comenzaban a salir a la luz. A veces me preocupaba que el flujo de la orina fuera debilitándose. Había algo especialmente humillante en el hecho de morir por algún fallo en las vías urinarias. Me costaba imaginar que los grandes filósofos griegos o los césares romanos hubiesen muerto de cáncer de próstata. Aunque, sin duda, así sucedió en algún caso.

Pensaba en mi vida y, de vez en cuando, anotaba en mi diario alguna vacuidad. Dejé de indicar de dónde soplaba el viento y los grados de temperatura real. En cambio, escribía vientos imaginarios y temperaturas inventadas. El 27 de octubre de ese año anoté para conocimiento de la posteridad que la isla había sufrido el azote de un tifón y que la temperatura nocturna era de treinta y siete grados.

Iba a sentarme en los distintos rincones que tenía para reflexionar. Mi isla estaba tan bien dispuesta que siempre había algún lugar al socaire. Los vientos nunca podían esgrimirse como excusa. Buscaba un lugar resguardado y me sentaba a meditar sobre por qué había elegido convertirme en el que era. Algunas de las bases eran, claro está, fáciles de descubrir. Había huido del miserable entorno de mi niñez en que el constante recuerdo de la dura vida que mi padre se veía obligado a llevar me infundió las fuerzas suficientes para romper con todo. Pero también era consciente de que debía agradecer a la casualidad el haber nacido en una época que posibilitaba tales cambios de clase. Una época en que los hijos de camareros humillados podían estudiar el bachillerato e incluso llegar a ser médicos. Pero ¿por qué me había convertido en una persona siempre a la búsqueda de escondites, en lugar de aspirar a la compañía? ¿Por qué no quería tener hijos? ¿Por qué había vivido siempre como un zorro, con la guarida llena de vías de escape?

La maldita amputación de la que no quise hacerme responsable era una de las razones. Pero yo no era el único traumatólogo del mundo al que le había sucedido algo así.

Hubo aquel otoño momentos en que el pánico se apoderaba de mí, abocándome a tardes interminables de absurdos programas televisivos y noches de insomnio en las que lamentaba y maldecía al mismo tiempo la vida que había vivido.

Finalmente, llegó una carta de Louise, como una especie de salvavidas para el que está a punto de ahogarse. Me decía, entre otras cosas, que había dedicado mucho tiempo a despejar el apartamento de Harriet. Me enviaba, además, un puñado de fotografías que había encontrado entre los papeles de su madre y de cuya existencia ella ni sabía. Atónito, observé las instantáneas de Harriet conmigo, tomadas hacía cerca de cuarenta años. A ella sí la reconocía, pero mi propia imagen me conmovió, pues me veía como a un extraño. En una de ellas, tomada en 1966 en algún lugar de Estocolmo, llevaba barba. Fue la única vez en mi vida que me dejé barba y ya lo había olvidado. No sabía quién había tomado las fotos, pero me fascinaba comprobar que, en el fondo, había un hombre que saludaba desde detrás de una botella de aguardiente.

A él sí lo recordaba, pero ¿adónde íbamos Harriet y yo aquel día?, ¿dónde estábamos?, ¿quién hizo la foto?

Hojeé curioso las demás fotografías. Tenía los recuerdos guardados en una sala que yo mismo había cerrado antes de arrojar la llave al mar.

Louise me confesaba que había descubierto muchos detalles de su niñez durante los días y las semanas que había dedicado a poner orden en el apartamento.

«Pero, ante todo, he comprendido que, en realidad, nunca supe nada de mi madre», decía. «Tenía cartas y diarios dispersos, casi siempre inconclusos, que contenían pensamientos y vivencias de los que mi madre jamás me hizo partícipe. Por ejemplo, soñaba con ser piloto de aviación. A mí, en cambio, me había dicho que la aterrorizaba la sola idea de emprender un viaje en avión. Quería plantar un jardín de rosas en Gotland, intentó escribir un libro que jamás concluyó. Pero lo que más me afectó fue descubrir todas las mentiras que me había contado. Surgen uno tras otro los recuerdos de mi niñez y, una y otra vez, la pillo en sus mentiras. En una ocasión, me dijo que una de sus amigas estaba enferma y tenía que ir a visitarla. Recuerdo que yo le pedí llorando que se quedara, pero su amiga estaba tan enferma que no le quedaba más remedio que marcharse. Ahora sé que se fue a Francia con un hombre con el que esperaba casarse, pero que no tardó en desaparecer de su vida. No quiero aburrirte con los detalles de lo que voy encontrando. Pero ahora sé que uno debe hacer limpieza antes de morirse. Me sorprende que Harriet, que sabía desde hacía tanto tiempo lo enferma que estaba, no abordase ella misma la tarea de desechar y quemar tantos papeles. Debía saber que yo los encontraría. La única explicación que se me ocurre es que ella quería que yo supiese que no era quien yo creía. ¿Sería importante para ella desvelarme la verdad, pese a que eso implicaría descubrir que me había mentido en tantas ocasiones? Aún no estoy segura de si debo admirarla o pensar que fue malvada. El apartamento ya está vacío. Echaré las llaves en el buzón antes de irme. Haré una visita a las cuevas y me llevaré a Caravaggio.»

La última frase de la carta me desconcertó. ¿Cómo iba a poder llevarse a Caravaggio a las cuevas francesas que quería proteger? ¿Habría alguna información oculta entre líneas que yo no era capaz de descifrar?


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