Al día siguiente de la partida de Agnes se desató un vendaval de componente nordeste. Me despertó el golpeteo de una de las ventanas. El viento era casi huracanado. Me vestí y bajé para comprobar las amarras del barco. Había marea alta. El oleaje se estrellaba contra la cumbre de los acantilados, salpicando la pared del cobertizo. Aseguré el ancla con un anclaje extra. El viento aullaba contra las paredes. Cuando yo era niño y el viento soplaba con tal intensidad, me asustaba. Del cobertizo, cuando había tormenta, emanaban sonidos semejantes a gritos de personas que estuviesen atacándose. Ahora, en cambio, aquel viento me contagiaba una sensación de seguridad. En aquel momento, en medio del vendaval, me sentía inaccesible.

La tormenta se prolongó dos días más. Uno de esos días, Jansson vino con el correo. En contra de lo habitual, llegaba con retraso. Cuando se aproximó al embarcadero, me contó que se le había parado el motor entre Röholmen y Höga Skärsnäset.

– Nunca había tenido problemas antes -se lamentó-. Claro que es normal que el motor falle con este tiempo.

Tuve que soltar un ancla de arrastre y, aun así, estuve a punto de encallar en las escolleras de Röholmen. Si no hubiera conseguido arrancarlo otra vez, habría naufragado por ahí.

Jamás lo había visto tan conmocionado. Sin que él me lo pidiera, le sugerí que se sentara en el banco, para tomarle la tensión. La tenía un poco alta, pero no más de lo esperable tras una situación como la que acababa de vivir.

Volvió a subir al barco, que se mecía chocando contra el embarcadero.

– Hoy no tengo correo -me dijo-. Pero Hans Lundman me encargó que te trajera un periódico.

– ¿Por qué?

– No lo sé. Es de ayer.

Jansson me entregó un ejemplar de uno de los grandes diarios.

– ¿No te comentó nada?

– Sólo que te lo diera. Hans no habla a menos que sea absolutamente necesario, ya lo sabes.

Cuando Jansson empezó a retroceder en contra del fuerte viento, le empujé por la proa para que pudiera salir del embarcadero. Poco faltó para que encallase al virar. En el último momento logró que la fuerza del motor lo sacase de la bahía.

Al alejarme del embarcadero descubrí un objeto blanco flotando en la orilla, en el lugar donde estaba la caravana. Me acerqué y comprobé que se trataba de un cisne muerto. Su largo cuello se enroscaba como una serpiente por entre las algas. Volví al cobertizo, dejé el periódico sobre la estantería de las herramientas y me enfundé un par de guantes de trabajo. Después, saqué el cuerpo del cisne. Un cordel de nailon se le había enrollado en las plumas y le había causado un profundo corte en el cuerpo. Se había muerto de hambre, al no poder buscar alimento. Coloqué el cuerpo sobre una de las rocas. Los cuervos y las gaviotas no tardarían en devorarlo. Carra me seguía, olisqueando el ave.

– No es para ti -le dije-. Es para otros.

De repente, el rompecabezas empezó a aburrirme. Bajé al cobertizo, rebusqué hasta encontrar una de las viejas redes de platija y me senté con ella en la cocina, dispuesto a remendarla. Mi abuelo se había armado de paciencia y me había enseñado a empalmar cabos y a remendar redes. Mis dedos aún conservaban la técnica. De modo que estuve allí sentado, remendando carreras, hasta que cayó la tarde. En mi mente mantuve una conversación con Agnes a propósito de lo que había sucedido. En el mundo imaginario, podíamos hacer las paces.

Por la noche, cené los restos del pollo. Después de comer, me tumbé en el sofá de la cocina a escuchar el aullido del viento. Estaba a punto de poner la radio para oír las noticias cuando recordé el periódico que Jansson me había traído. Cogí la linterna y bajé de nuevo al cobertizo.

Hans Lundman no solía hacer nada sin una intención concreta. Me senté, pues, a la mesa y empecé a revisar a conciencia las páginas del diario. En alguna de ellas había una noticia que él quería que yo viese.

Lo encontré en la página número cuatro, en la sección internacional. Era una fotografía de una cumbre de dirigentes europeos, presidentes y primeros ministros. Se habían puesto de pie para la foto. En el fondo, se veía a una mujer desnuda que sostenía una pancarta. El texto al pie de la imagen aludía con pocas palabras a la vergonzosa interrupción. Una mujer vestida con una gabardina negra había accedido a la sala de la conferencia de prensa con una identificación falsa. Una vez allí, se quitó la gabardina y alzó la pancarta. Varios guardias de seguridad acudieron diligentes a sacarla de la sala. Observé bien la fotografía y sentí una punzada en el estómago. En uno de los cajones de la cocina tenía una lupa. Con ella, volví a inspeccionar la instantánea. Mi desasosiego crecía a medida que se confirmaban mis sospechas. Aquella mujer era Louise. Reconocí su rostro, aunque estaba parcialmente girado. No cabía la menor duda de que era Louise, con la pancarta por encima de la cabeza y un gesto triunfante y retador.

El texto de la pancarta hablaba de las cuevas donde el moho corrompía las antiquísimas pinturas rupestres.

Hans Lundman era un hombre muy perspicaz y la había reconocido. Tal vez incluso ella le hubiese hablado durante la fiesta de aquellas cuevas que ella pretendía proteger a cualquier precio.

Tomé un paño de cocina para secarme el sudor que me empapaba la camisa. Me temblaban las manos.

Salí y, arrostrando el viento, llamé al perro y me senté en la oscuridad, en el banco de la abuela.

Sonreí. Louise estaba ahí, en algún lugar, y me devolvía la sonrisa. En verdad que tenía una hija de la que podía estar orgulloso.

3

Un día, a mediados de noviembre, llegó por fin la carta que tanto había esperado. Todo el archipiélago sabía que había sido mi hija la protagonista de los disturbios ante la reunión de los jefes de Estado europeos. Yo me alegraba de que Hans Lundman hubiese tenido la sagacidad de reconocer a Louise, de modo que fui el primero en enterarse. Su costumbre de otear el horizonte en busca de objetos extraños lo había convertido sin duda en un buen observador también a la hora de hojear el periódico.

Pero, en fin, todos lo sabían. Seguramente, Jansson había contribuido a la difusión y magnificación del rumor. Hans Lundman me lo confirmó. Se decía que Louise había ejecutado un striptease total ante el grupo de señores boquiabiertos, se desnudó por completo y empezó a inclinarse de un lado a otro, describiendo una serie de eróticos movimientos, mientras la sacaban de allí. Entonces atacó a los guardias, mordió a uno de ellos, y unas gotas de sangre salpicaron los zapatos de Tony Blair. Podrían haberla condenado a una larga pena de cárcel.

Un día, recibí una carta de alguien que firmaba «verdadero cristiano» y que expresaba su opinión de que mi hija y yo éramos de esas personas que «no son necesarias». Por un instante, sentí un profundo malestar. Pudiera ser que, un buen día, un grupo de verdaderos cristianos se presentase en mi isla para atacarnos a Louise y a mí.

Louise estaba en Amsterdam. Me escribió que se alojaba en un pequeño hotel próximo a la estación de ferrocarril y del barrio rojo de la ciudad. Se dedicaba a descansar y visitaba a diario una comparativa de Rembrandt y Caravaggio. Tenía bastante dinero. Varias personas que no conocía en absoluto le hicieron regalos, los periodistas le pagaron sumas fabulosas por su relato. Y nunca la castigaron por lo que hizo. Terminaba su carta diciéndome que pensaba venir a primeros de diciembre.

En esta carta sí me daba una dirección. Le respondí de inmediato y le di la carta a Jansson, junto con la otra que aún no le había enviado. Vi la curiosidad en el rostro de Jansson al ver el nombre de Louise, pero no me hizo el menor comentario.

La carta de Louise me infundió valor para escribirle a Agnes. No sabía nada de ella desde que se marchó después de su visita. Me sentía avergonzado. Por primera vez en mi vida, no lograba hallar una excusa para mi comportamiento. No podía ignorar lo sucedido aquella noche.

Le escribí pidiéndole perdón. Sólo eso. Una carta de diecinueve palabras, escogidas con mucho esmero. No había una sola expresión aduladora ni intento alguno de buscar subterfugios.

Dos días después, me llamó. Me había dormido frente al televisor y creía que era Louise quien llamaba cuando eché mano del auricular.

– He recibido tu carta. Lo primero que pensé fue tirarla sin abrirla siquiera. Pero la leí. Acepto tu disculpa si es sincera.

– Cada una de las palabras que te escribí.

– Creo que no sabes a cuál me refiero. Hablaba de lo que decías de mis muchachas y tu isla…

– Por supuesto que podéis venir.

– No me atrevo a creérmelo.

– Pues es verdad.

Oía su respiración.

– Venid aquí -la animé.

– Ahora no. Todavía no. Tengo que pensar.

Y me colgó.

Volví a sentir la misma euforia que con la carta de Louise. Salí a contemplar las estrellas y pensé que pronto haría un año desde que Harriet apareció en el hielo y mi vida empezó a cambiar.

A finales de noviembre, la costa sufrió las consecuencias de una nueva y durísima tormenta. Era de componente este y culminó la noche del segundo día. Bajé al embarcadero y vi que la caravana se mecía vacilante al viento. Con ayuda de dos piedras de lastre y varios troncos arribados a la orilla la afiancé por la parte posterior. Ya había sacado del armario un viejo radiador eléctrico y un cable, con el fin de caldearla para cuando llegara Louise.

Cuando pasó la tormenta, di una vuelta por la isla. Los vendavales del este solían arrastrar muchos maderos a las playas. Pero en esa ocasión no encontré nada. Sin embargo, sí que hallé la vieja cabina de un pesquero. Al principio creí que era la parte superior de un buque que se habría dislocado durante la tormenta. Pero cuando me acerqué vi que no era más que aquella cabina que se había estrellado contra mis acantilados. Tras un instante de reflexión, entré en casa y llamé a Hans Lundman. A pesar de todo, lo que había encontrado podrían ser los restos de un buque pesquero. Una hora después, la guardia costera arribaba a mi isla. Logramos arrastrar la cabina a tierra y afianzarla con cuerdas. Hans constató que era antigua y que no tenían ningún informe de pesqueros extraviados.

– Supongo que habrá estado en tierra en algún lugar y que el viento la arrojó al mar. Se ve completamente podrida y lleva mucho tiempo sin usarse en un barco. Lo más probable es que tenga treinta o cuarenta años.


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