NUESTRO PRIMER CIGARRO
Ninguna época de mayor alegría que la que nos proporcionó a María y a mí, nuestra tía con su muerte.
Inés volvía de Buenos Aires, donde había pasado tres meses. Esa noche, cuando nos acostábamos, oímos que Inés decía a mamá:
– ¡Qué extraño!… Tengo las cejas hinchadas.
Mamá examinó seguramente las cejas de tía, pues después de un rato contestó:
– Es cierto… ¿No sientes nada?
– No… sueño.
Al día siguiente, hacia las dos de la tarde, notamos de pronto fuerte agitación en casa, puertas que se abrían y no se cerraban, diálogos cortados de exclamaciones, y semblantes asustados. Inés tenía viruela, y de cierta especie hemorrágica que vivía en Buenos Aires.
Desde luego, a mi hermana y a mí nos entusiasmó el drama. Las criaturas tienen casi siempre la desgracia de que las grandes cosas no pasen en su casa. Esta vez nuestra tía-¡casualmente nuestra tía!-¡enferma de viruela! Yo, chico feliz, contaba ya en mi orgullo la amistad de un agente de policía, y el contacto con un payaso que saltando las gradas había tomado asiento a mi lado. Pero ahora el gran acontecimiento pasaba en nuestra propia casa; y al comunicarlo al primer chico que se detuvo en la puerta de calle a mirar, había ya en mis ojos la vanidad con que una criatura de riguroso luto pasa por primera vez ante sus vecinillos atónitos y envidiosos.
Esa misma tarde salimos de casa, instalándonos en la única que pudimos hallar con tanta premura, una vieja quinta de los alrededores. Una hermana de mamá, que había tenido viruela en su niñez, quedó al lado de Inés.
Seguramente en los primeros días mamá pasó crueles angustias por sus hijos que habían besado a la virolenta. Pero en cambio nosotros, convertidos en furiosos Robinsones, no teníamos tiempo para acordarnos de nuestra tía. Hacía mucho tiempo que la quinta dormía en su sombrío y húmedo sosiego. Naranjos blanquecinos de diaspis; duraznos rajados en la horqueta; membrillos con aspecto de mimbres; higueras rastreantes a fuerza de abandono, aquello daba, en su tupida hojarasca que ahogaba los pasos, fuerte sensación de paraíso.
Nosotros no éramos precisamente Adán y Eva; pero sí heroicos Robinsones, arrastrados a nuestro destino por una gran desgracia de familia: la muerte de nuestra tía, acaecida cuatro días después de comenzar nuestra exploración.
Pasábamos el día entero huroneando por la quinta bien que las higueras, demasiado tupidas al pie, nos inquietaran un poco. El pozo también suscitaba nuestras preocupaciones geográficas. Era éste un viejo pozo inconcluso, cuyos trabajos se habían detenido a los catorce metros sobre el fondo de piedra, y que desaparecía ahora entre los culantrillos y doradillas de sus paredes. Era, sin embargo, menester explorarlo, y por vía de avanzada logramos con infinitos esfuerzos llevar hasta su borde una gran piedra. Como el pozo quedaba oculto tras un macizo de cañas, nos fué permitida esta maniobra sin que mamá se enterase. No obstante, María, cuya inspiración poética primó siempre en nuestras empresas, obtuvo que aplazáramos el fenómeno hasta que una gran lluvia, llenando el pozo, nos proporcionara satisfacción artística, a la par que científica.
Pero lo que sobre todo atrajo nuestros asaltos diarios fué el cañaveral. Tardamos dos semanas enteras en explorar como era debido aquel diluviano enredo de varas verdes, varas secas, varas verticales, varas dobladas, atravesadas, rotas hacia tierra. Las hojas secas, detenidas en su caída, entretejían el macizo, que llenaba el aire de polvo y briznas al menor contacto.
Aclaramos el secreto, sin embargo; y sentados con mi hermana en la sombría guarida de algún rincón, bien juntos y mudos en la semioscuridad, gozamos horas enteras el orgullo de no sentir miedo.
Fué allí donde una tarde, avengonzados de nuestra poca iniciativa, inventamos fumar. Mamá era viuda; con nosotros vivían habitualmente dos hermanas suyas, y en aquellos momentos un hermano, precisamente el que había venido con Inés de Buenos Aires.
Este nuestro tío de veinte años, muy elegante y presumido, habíase atribuído sobre nosotros dos cierta potestad que mamá, con el disgusto actual y su falta de carácter, fomentaba.
María y yo, por de pronto, profesábamos cordialísima antipatía al padrastrillo.
– Te aseguro-decía él a mamá, señalándonos con el mentón-que desearía vivir siempre contigo para vigilar a tus hijos. Te van a dar mucho trabajo.
– ¡Déjalos!-respondía mamá cansada.
Nosotros no decíamos nada; pero nos mirábamos por encima del plato de sopa.
A este severo personaje, pues, habíamos robado un paquete de cigarrillos; y aunque nos tentaba iniciarnos súbitamente en la viril virtud, esperamos el artefacto. Este consistía en una pipa que yo había fabricado con un trozo de caña, por depósito; una varilla de cortina, por boquilla; y por cemento, masilla de un vidrio recién colocado. La pipa era perfecta: grande, liviana y de varios colores.
En nuestra madriguera del cañaveral cargámosla María y yo con religiosa y firme unción. Cinco cigarrillos dejaron su tabaco adentro; y sentándonos entonces con las rodillas altas, encendí la pipa y aspiré. María, que devoraba mi acto con los ojos, notó que los míos se cubrían de lágrimas: jamás se ha visto ni verá cosa, más abominable. Deglutí, sin embargo, valerosamente la nauseosa saliva.
– ¿Rico?-me preguntó María ansiosa, tendiendo la mano.
– Rico-le contesté pasándole la horrible máquina.
María chupó, y con más fuerza aún. Yo, que la observaba atentamente, noté a mi vez sus lágrimas y el movimiento simultáneo de labios, lengua y garganta, rechazando aquello. Su valor fué mayor que el mío.
– Es rico-dijo con los ojos llorosos y haciendo casi un puchero. Y se llevó heroicamente otra vez a la boca la varilla de bronce.
Era inminente salvarla. El orgullo, sólo él, la precipitaba de nuevo a aquel infernal humo con gusto a sal de Chantaud, el mismo orgullo que me había hecho alabarle la nausebunda fogata.
– ¡Psht!-dije bruscamente, prestando oído;-me parece el gargantilla del otro día… debe de tener nido aquí…
María se incorporó, dejando la pipa de lado; y con el oído atento y los ojos escrudiñantes, nos alejamos de allí, ansiosos aparentemente de ver al animalito, pero en verdad asidos como moribundos a aquel honorable pretexto de mi invención, para retirarnos prudentemente del tabaco, sin que nuestro orgullo sufriera.
Un mes más tarde volví a la pipa de caña, pero entonces con muy distinto resultado.
Por alguna que otra travesura nuestra, el padrastrillo habíanos ya levantado la voz mucho más duramente de lo que podíamos permitirle mi hermana y yo. Nos quejamos a mamá.
– ¡Bah!, no hagan caso-nos respondió, sin oirnos casi;-él es así.
– ¡Es que nos va a pegar un día!-gimoteó María.
– Si ustedes no le dan motivos, no. ¿Qué le han hecho?-añadió dirigiéndose a mí.
– Nada, mamá… Pero yo no quiero que me toque!-objeté a mi vez.
En este momento entró nuestro tío.
– ¡Ah! aquí está el buena pieza de tu Eduardo… ¡Te va a sacar canas este hijo, ya verás!
– Se quejan de que quieres pegarles.
– ¿Yo?-exclamó el padrastrillo midiéndome.-No lo he pensado aún. Pero en cuanto me faltes al respeto…
– Y harás bien-asintió mamá.
– ¡Yo no quiero que me toque!-repetí enfurruñado y rojo.-¡El no es papá!
– Pero a falta de tu pobre padre, es tu tío. ¡En fin, déjenme tranquila!-concluyó apartándonos.
Solos en el patio, María y yo nos miramos con altivo fuego en los ojos.
– ¡Nadie me va a pegar a mí!-asenté.
– ¡No… ni a mí tampoco!-apoyó ella, por la cuenta que le iba.
– ¡Es un zonzo!
Y la inspiración vino bruscamente, y como siempre, a mi hermana, con furibunda risa y marcha triunfal:
– ¡Tío Alfonso… es un zonzo! ¡Tío Alfonso… es un zonzo!
Cuando un rato después tropecé con el padrastrillo, me pareció, por su mirada, que nos había oído. Pero ya habíamos planteado la historia del Cigarro Pateador, epíteto éste a la mayor gloria de la mula Maud.
El cigarro pateador consistió, en sus líneas elementales, en un cohete que rodeado de papel de fumar, fué colocado en el atado de cigarrillos que tío Alfonso tenía siempre en su velador, usando de ellos a la siesta.
Un extremo había sido cortado a fin de que el cigarro no afectara excesivamente al fumador. Con el violento chorro de chispas había bastante, y en su total, todo el éxito estribaba en que nuestro tío, adormilado, no se diera cuenta de la singular rigidez de su cigarrillo.
Las cosas se precipitan a veces de tal modo, que no hay tiempo ni aliento para contarlas. Sólo sé que una siesta el padrastrillo salió como una bomba de su cuarto, encontrando a mamá en el comedor.
– ¡Ah, estás acá! ¿Sabes lo que han hecho? ¡Te juro que esta vez se van a acordar de mí!
– ¡Alfonso!
– ¿Qué? ¡No faltaba más que tú también!… ¡Si no sabes educar a tus hijos, yo lo voy a hacer!
Al oir la voz furiosa del tío, yo, que me ocupaba inocentemente con mi hermana en hacer rayitas en el brocal del aljibe, evolucioné hasta entrar por la segunda puerta en el comedor, y colocarme detrás de mamá. El padrastrillo me vió entonces y se lanzó sobre mí.
– ¡Yo no hice nada!-grité.
– ¡Espérate!-rugió mi tío, corriendo tras de mí alrededor de la mesa.
– ¡Alfonso, déjalo!
– ¡Después te lo dejaré!
– ¡Yo no quiero que me toque!
– ¡Vamos, Alfonso! ¡Pareces una criatura!
Esto era lo último que se podía decir al padrastrillo. Lanzó un juramento y sus piernas en mi persecución con tal velocidad, que estuvo a punto de alcanzarme. Pero en ese instante salía yo como de una honda por la puerta abierta, y disparaba hacia la quinta, con mi tío detrás.
En cinco segundos pasamos como una exhalación por los durazneros, los naranjos y los perales, y fué en este momento cuando la idea del pozo, y su piedra, surgió terriblemente nítida.
– ¡No quiero que me toque!-grité aún.
– ¡Espérate!
En ese instante llegamos al cañaveral.
– ¡Me voy a tirar al pozo!-aullé para que mamá me oyera.
– ¡Yo soy el que te voy a tirar!
Bruscamente desaparecí a sus ojos tras las cañas; corriendo siempre, di un empujón a la piedra exploradora que esperaba una lluvia, y salté de costado, hundiéndome bajo la hojarasca.
Tío desembocó en seguida, a tiempo que dejando de verme, sentía allá en el fondo del pozo el abominable zumbido de un cuerpo que se aplastaba.