Y dos o tres frases más. Inútil que le cuente en detalle mi turbación de esos días. Pero lo que resaltaba claro para mí en su carta-para mí que lo conocía-era la desesperación de celos que lo llevó al suicidio. Ese era el único motivo; lo demás: sacrificio y conciencia tranquila, no tenía ningún valor.
En medio de todo quedaba vivísima, radiante de brusca felicidad, la imagen de María. Yo sé el esfuerzo que debí hacer, cuando era de Vezzera, para dejar de ir a verla. Y había creído adivinar también que algo semejante pasaba en ella. Y ahora, ¡libres! sí, solos los dos, pero con un cadáver entre nosotros.
Después de quince días fuí a su casa. Hablamos vagamente, evitando la menor alusión. Apenas me respondía; y aunque se esforzaba en ello, no podía sostener mi mirada un solo momento.
– Entonces,-le dije al fin levantándome-creo que lo más discreto es que no vuelva más a verla.
– Creo lo mismo-me respondió.
Pero no me moví.
– ¿Nunca más?-añadí.
– No, nunca… como usted quiera-rompió en un sollozo, mientras dos lágrimas vencidas rodaban por sus mejillas.
Al acercarme se llevó las manos a la cara, y apenas sintió mi contacto se estremeció violentamente y rompió en sollozos. Me incliné detrás de ella y le abracé la cabeza.
– Sí, mi alma querida…¿quieres? Podremos ser muy felices. Eso no importa nada…¿quieres?
– ¡No, no!-me respondió-no podríamos… no, ¡imposible!
– ¡Después, sí, mi amor!… ¿Sí, después?
– ¡No, no, no!-redobló aún sus sollozos.
Entonces salí desesperado, y pensando con rabiosa amargura que aquel imbécil, al matarse, nos había muerto también a nosotros dos.
Aquí termina mi novela. Ahora, ¿quiere verla?
– ¡María!-se dirigió a una joven que pasaba del brazo.-Es hora ya; son las tres.
– ¿Ya? ¿las tres?-se volvió ella.-No hubiera creído. Bueno, vamos. Un momentito.
Zapiola me dijo entonces:
– Ya ve, amigo mío, como se puede ser feliz después de lo que le he contado. Y su caso… Espere un segundo.
Y mientras me presentaba a su mujer:
– Le contaba a X cómo estuvimos nosotros a punto de no ser felices.
La joven sonrió a su marido, y reconocí aquellos ojos sombríos de que él me había hablado, y que como todos los de ese carácter, al reir destellan felicidad.
– Sí,-repuso sencillamente-sufrimos un poco…
– ¡Ya ve!-se rió Zapiola despidiéndose.-Yo en lugar suyo volvería al salón.
Me quedé solo. El pensamiento de Elena volvió otra vez; pero en medio de mi disgusto me acordaba a cada instante de la impresión que recibió Zapiola al ver por primera vez los ojos de María.
Y yo no hacía sino recordarlos.