Chinguiz Aitmátov
Un día más largo que un siglo
Traducción de
Josep María Güell i Socias
CÍRCULO DE LECTORES
AL LECTOR ESPAÑOL
El pensamiento artístico debe vivir en su tiempo y ser consciente de él así como del destino del hombre en cualquier época y en cualquier tiempo revolucionario.
Éste es un postulado espiritual irrenunciable. Los últimos cinco años que hemos vivido bajo el signo de la perestroikanos han descubierto nuevas leyes objetivas en la creatividad artística que hasta ahora, en algunas ocasiones, entendíamos de manera limitada e incluso deformada. Durante largos años se daba por supuesto que la literatura y el arte deben servir a los intereses políticos e ideológicos y si algunos escritores no respondían a estas exigencias se veían sometidos a persecuciones y represiones, como también puede recordar el lector español que ha vivido la época del franquismo, la dictadura y el monopolio del poder. Por tanto espero que el lector prestará atención a estos temas tan importantes para mí como escritor: temas que expresan la esencia humana, el intento de los hombres de adquirir, de hacer suya en toda época la libertad de espíritu pues en ello está el sentido de la vida.
Me resulta especialmente agradable que esta novela, editada hace tiempo y publicada en muchos países, se ofrezca al lector español en su volumen y contenido completo. Cuando lo escribí me vi obligado, como muchos otros artistas, a escoger una fórmula que posibilitara su publicación: la censura y la vigilancia política se mantenían en guardia sobre la base de los principios del realismo socialista y sólo ahora, al cabo de los años, he logrado acabar aquello a lo que renuncié en su tiempo. Se trata de un relato que he incorporado al texto: «La nube blanca de Chinguizhán». Ahora nos estamos convenciendo de que la auténtica literatura vive incluso en el régimen más cruel, más duro. Ella lucha por la vida y apoya la aspiración auténtica del hombre por la libertad. Por esta razón, la literatura en Rusia ha tenido siempre un estatuto especial; ha constituido una tribuna y una llamada y ha sido también arrepentimiento y manera de ver la belleza del mundo, la belleza de la sustancia humana, del ser humano.
Chinguiz Aitmátov 1991
Este libro, en lugar de mi cuerpo; esta palabra, en lugar de mi alma.
GRIGOR NAREKATSI,
Libro de la aflicción,siglo x
CAPÍTULO I
Era necesaria mucha paciencia para buscar una presa por las resecas torrenteras y por los pelados y profundos barrancos. Siguiendo las afanosas carreras, embrolladas hasta causar mareos, de las pequeñas criaturas zapadoras, ora removiendo febrilmente la madriguera de un roedor, ora aguardando que un diminuto jerbo escondido bajo el saliente de un antiguo bache saltara por fin a tierra descubierta donde fuera posible estrangularlo en un abrir y cerrar de ojos, la hambrienta zorra ratonera se aproximaba lenta, pero indeclinablemente, desde lejos, al ferrocarril, a ese oscuro montículo del terraplén que se extendía regularmente por la estepa y que la atraía y asustaba a la vez, puesto que en una dirección o en otra pasaban retumbantes trenes que hacían temblar pesadamente la tierra en derredor y dejaban, junto con el humo y el tufo del carbón, unos olores fuertes e irritantes que el viento extendía sobre la tierra.
Al caer la tarde, la zorra se tendió junto a la línea del telégrafo, en el fondo de un pequeño barranco, sobre una isleta de agostadas acederas, y después de enroscarse como una bola pardo-pajiza junto a los tallos rojo oscuros cargados de semillas, esperó con paciencia la noche moviendo nerviosamente las orejas y prestando oído al fino silbido del viento rasante al pasar por las hierbas muertas, de duro susurro. Los postes del telégrafo también zumbaban fastidiosamente. Sin embargo, la zorra no los temía. Los postes siempre estaban en el mismo sitio, no podían perseguir a nadie.
Pero el ruido ensordecedor de los trenes que pasaban periódicamente la obligaba cada vez a estremecerse tensamente y a encogerse sobre sí misma con mayor fuerza. A través del suelo vibrante, sentía con todo su frágil cuerpecito, con sus costillas, la monstruosa fuerza de aquel peso que desentumecía la tierra, así como el frenético movimiento de los trenes. Sin embargo, superando el terror y la repugnancia por los olores extraños, no huía del barranco, esperaba su hora, cuando, con la llegada de la noche, la línea férrea estuviera relativamente más tranquila.
Iba a estos lugares en muy contadas ocasiones, sólo cuando apretaba el hambre...
En los intervalos entre dos trenes, reinaba en la estepa una súbita calma, como después de un derrumbamiento, y bajo aquel absoluto silencio, la zorra captaba en el aire un ruido vago y elevado que la ponía en guardia, un sonido apenas audible y que nadie había producido que se cernía sobre la estepa crepuscular. Era el juego de las corrientes de aire, o la señal de un inminente cambio atmosférico. Instintivamente, el animalito lo advertía y se quedaba petrificado, inmóvil, con grandes deseos de aullar amargamente, a pleno pulmón, de gruñir ante el vago presentimiento de una gran desgracia. Pero el hambre ahogaba incluso esta señal de alarma de la naturaleza.
Lamiéndose las plantas de las patas, maltratadas en la carrera, la zorra se limitaba a gemir suavemente.
En aquella época hacía ya frío por la noche, se estaba llegando al otoño. Por las noches la tierra se enfriaba con rapidez, y al amanecer la estepa se cubría de una capa blanca, como unas salinas, con la aparición de una escarcha de breve duración. Se acercaba una época pobre y triste para el animal de la estepa. La escasa caza que en verano habitaba aquellos parajes había desaparecido: cada uno a su sitio, unos habían emigrado a regiones más cálidas, otros se habían ocultado en sus madrigueras, otros invernaban en la arena. Ahora, cada zorra se buscaba su alimento trotando por la estepa en completa soledad, como si en el mundo se hubiera extinguido por completo la estirpe de las zorras. Los cachorros de aquel año habían crecido ya y se habían dispersado por diversos lugares, y la época del celo estaba aún por llegar; en invierno las zorras acudirían de todas partes para nuevos encuentros y entonces los machos se enzarzarían en peleas con tanta fuerza como les ha concedido la vida desde la creación del mundo...
Al llegar la noche, la zorra abandonó el barranco. Esperó un poco, escuchó y se dirigió a pequeños pasos hacia el terraplén del ferrocarril pasando en silencio, continuamente, de un lado a otro de las vías. Buscaba los desperdicios que podían haber arrojado los pasajeros por las ventanillas de los vagones. Tenía que correr mucho rato a lo largo de los terraplenes, olfateando toda clase de objetos que la excitaban y que olían de forma repulsiva, hasta tropezar con algo mínimamente útil. Todo el camino seguido por los trenes estaba ensuciado por fragmentos de papel, periódicos arrugados, botellas rotas, colillas, deformados botes de conserva y otras basuras inútiles. Eran en especial malolientes los cuellos de las botellas intactas: olían a droga. Después de dos experiencias, en las que la zorra sintió que la cabeza le daba vueltas, rehuía ahora inspirar el aire alcoholizado. Resoplaba y saltaba inmediatamente a un lado.