Burani Yediguéi cabalgaba delante en su Karanar, indicando la dirección a Ana-Beit. Karanarandaba al trote largo, con grandes zancadas, cada vez más ajustado al ritmo normal de viaje. Para un entendido, Karanaraparecía especialmente hermoso en plena marcha. La cabeza del camello, sobre su cuello orgullosamente doblado, parecía' flotar sobre unas olas, quedando casi inmóvil, mientras las patas, largas y de secos músculos, cortaban el aire midiendo incansablemente sus pasos sobre la tierra. Yediguéi iba firmemente sentado entre las gibas, cómodo y seguro. Estaba contento de que Karanarno necesitara estímulos, de que caminara captando fácil y sensitivamente las indicaciones de su amo. Las condecoraciones y medallas tintineaban suavemente sobre el pecho de Yediguéi y reflejaban los rayos del sol. Pero esto no le molestaba.

Tras él, avanzaba el tractor Bielorús con el remolque. Sabitzhán iba en la cabina, junto al joven tractorista Kalibek. La víspera había bebido considerablemente, divirtiendo a los de Boranly con fábulas sobre hombres teledirigidos y todo tipo de cháchara, y ahora se encontraba abatido y silencioso. La cabeza de Sabitzhán oscilaba de un lado para otro. Yediguéi temía que se le rompieran las gafas. En el remolque, junto al cuerpo de Kazangap, se había sentado el marido de Aizada, triste y sombrío. Fruncía los ojos bajo el sol, y de vez en cuando echaba miradas a su alrededor. Aquel despreciable alcohólico se mostraba entonces bajo su mejor aspecto. No había bebido ni una gota. Había procurado ayudar a todo el mundo en todas las cosas, y al sacar el cadáver había mostrado un celo especial arrimando el hombro. Cuando Yediguéi le propuso que se instalara detrás de él en el camello, rehusó.

—No —dijo—, me sentaré junto a mi suegro, le acompañaré del principio al fin.

Esto lo aprobaron tanto Yediguéi como los demás vecinos. Y cuando se pusieron en marcha, quien lloró más y con más fuerza que nadie fue precisamente él, sentado en el remolque y sosteniendo la envoltura de fieltro que contenía el cuerpo del difunto. «¡A ver si ahora, de pronto, ese hombre sienta la cabeza y deja de beber! ¡Qué felicidad para Aizada y para los niños!», llegó a concebir esperanzas Yediguéi.

La pequeña y extraña procesión por la desierta estepa, encabezada por el jinete del camello del telliz de borlas, se cerraba con la excavadora Bielorús. En su cabina viajaban Edilbái y Zhumagali. Moreno como un negro, el bajito Zhumagali iba al volante. Acostumbraba a llevar aquel vehículo en diferentes trabajos ferroviarios. Hacía relativamente poco que había aparecido por Boranly-Buránny y sería aún difícil decir si se quedaría por mucho tiempo. A su lado, una cabeza más alto que él, iba Dlínny Edilbái. Todo el camino estuvieron charlando animadamente.

Hay que hacerle justicia al jefe de apartadero Ospán. Él fue quien proporcionó, para el entierro, todas las máquinas de que disponía el apartadero. El joven jefe había razonado correctamente: si debían ir tan lejos, y además cavar la tumba a mano, no podrían regresar por la tarde, pues la tumba debía ser profunda, con excavación subterránea para el nicho lateral al estilo musulmán.

Al principio, esta oferta desconcertó algo a Burani Yediguéi. No le pasaba por la cabeza que alguien tuviera la ocurrencia de cavar una tumba de otro modo que no fuera con sus propias manos, es decir, con la ayuda de una excavadora. En esta conversación había estado sentado frente a Ospán con la frente fruncida, reflexionando, lleno de dudas. Pero Ospán encontró una salida y convenció al anciano:

—Yediguéi, te propongo algo práctico. Para que nada os turbe, empezad a cavar primero a mano. Digamos, las primeras paletadas. Y luego con la excavadora en un abrir y cerrar de ojos. La tierra de Sary-Ozeki se ha secado, está como una piedra, tú mismo lo sabes. Con la excavadora profundizaréis lo que haga falta, y poco antes de terminar, volvéis a cavar a mano y culmináis la obra, por decirlo así. Economizaréis tiempo y cumpliréis todas las normas...

Y ahora, a medida que se alejaban por Sary-Ozeki, Yediguéi encontraba el consejo de Ospán completamente sensato y aceptable. E incluso se admiró de que no se le hubiera ocurrido a él. Así lo harían, si Dios quería, cuando llegaran a Ana-Beit. Así debía ser: elegirían, en el cementerio, un lugar conveniente para instalar al difunto con la cabeza hacia la eterna Caaba, empezarían con la azada vertical y la pala que llevaban en el remolque, y así que profundizaran un poco, pondrían en juego la excavadora para llevar la zanja hasta el fondo, pero el nicho lateral —el kazanak— y el habitáculo, los terminarían a mano. Así todo iría más de prisa y sería más tradicional.

Con este objeto avanzaban por Sary-Ozeki, ora apareciendo en la cresta de un montículo, ora desapareciendo en los anchos barrancos, ora perfilándose de nuevo claramente en las alejadas llanuras. Delante, Burani Yediguéi sobre el camello, tras él el tractor con el remolque, y tras éste, como un escarabajo, con sus aristas y brazos, la excavadora Bielorús con la pala del bulldozer por delante y el cangilón por la parte de atrás.

Al volver por última vez la cabeza hacia el apartadero que desaparecía a sus espaldas, Yediguéi advirtió, con gran sorpresa, la presencia del perro pardo Zholbars, que trotaba aplicadamente por uno de los lados. ¿Cuándo se había agregado a la comitiva? ¡Hay que ver! Al salir de Boranly-Buránny no parecía estar allí. Si hubiera sabido que les iba a gastar esa broma, lo habría atado. ¡Qué astuto! Así que advertía que Yediguéi salía con Karanarpara alguna parte, elegía el momento y se les unía como compañero de viaje. Y también esta vez parecía haber salido de debajo de la tierra. «Al diablo», pensó Yediguéi. Era ya tarde para hacerlo retroceder, y tampoco valía la pena perder el tiempo por un perro. Que corriera. Y como si adivinara los pensamientos de su amo, Zholbarsadelantó al tractor y se colocó lateralmente, un poco por delante de Karanar.Yediguéi lo amenazó con el mango del látigo. Pero el animal no movió ni las orejas. «Es tarde para amenazar», parecía decir. Además, qué tenía de malo para que no pudieran dejarlo asistir a semejante acto. De ancho pecho, peludo y poderoso cuello, orejas cortadas e inteligente y tranquila mirada, el perro pardo Zholbarsera hermoso y notable a su manera.

Entretanto, a Yediguéi le asaltaban diversas ideas camino de Ana-Beit. Al contemplar cómo se elevaba el sol por el horizonte midiendo el discurrir del tiempo, recordó la vida y milagros del pasado. Rememoró los días en que él y Kazangap eran jóvenes, llenos de fuerza; eran, cuando resultaba necesario, los principales obreros fijos del apartadero; los demás no permanecían mucho tiempo en Boranly-Buránny, del mismo modo que llegaban se marchaban. Kazangap y él no tenían tiempo para descansar, pues quiérase o no, debían realizar, sin otras consideraciones, todo el trabajo del apartadero, todo aquel que se presentara como indispensable. Resultaba violento recordar todo eso en voz alta, los jóvenes se reían: «Viejos tontos, habéis estropeado vuestra vida. ¿Y por qué?». Sí, efectivamente, ¿por qué? O sea, que debería haber un porqué.

Una vez lucharon con los montones de nieve durante dos días sin descanso, limpiando las vías. Por la noche acercaron una locomotora para que alumbrara el terreno con sus faros. Y la nieve continuaba cayendo, el viento la arremolinaba. Por un lado limpiaban y por otro ya se formaban montones de nieve. Y hacía frío, aunque no es ésa la palabra: la cara y las manos se hinchaban. Se metían en la locomotora para calentarse cinco minutos y de nuevo la emprendían con ese caso perdido de Sary-Ozeki. Y la propia locomotora estaba ya cubierta de nieve desde arriba hasta las ruedas. Tres obreros, recién llegados, se marcharon aquella misma noche. Maldijeron la vida en Sary-Ozeki por todo lo alto.


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