»¿Estamos preparados, los terrícolas, para este género de encuentros interplanetarios? ¿Somos lo suficiente maduros para ello como seres racionales? ¿Podremos, con nuestra desunión y con las contradicciones existentes, presentarnos unidos como plenipotenciarios de todo el género humano, en nombre de toda la Tierra? Os suplicamos que para evitar un nuevo estallido de rivalidad, una lucha por una ilusoria prioridad, se traslade la resolución de este problema sólo a la ONU. Os rogamos al mismo tiempo que no abuséis del derecho al veto, y, si es posible, que por esta vez, como excepción, se anule este derecho. Para nosotros resulta amargo y duro pensar en tales cosas encontrándonos en los límites de las lejanías cósmicas, pero somos terrícolas y conocemos suficientemente los modos y costumbres de los habitantes de nuestro planeta Tierra.

»Finalmente, hablemos de nosotros, hablemos una vez más de nuestro acto. Reconocemos qué desconcierto y qué medidas extremas habrá provocado nuestra desaparición de la estación orbital. Lamentamos profundamente haber causado tantas molestias. Sin embargo, era un caso único en la historia y no podíamos ni teníamos derecho a rechazar el asunto más grande de toda nuestra vida. Aun siendo hombres sometidos a un riguroso reglamento, nos vimos obligados, para conseguir este objetivo, a proceder contra dicho reglamento.

»Caiga esto sobre nuestra conciencia y recibamos el conveniente castigo. Pero de momento, olvidadlo. ¡Pensadlo! Os hemos enviado una señal desde el universo. Os hemos transmitido una señal desde un sistema astral hasta ahora desconocido, el del astro Poseedor. Los pechianos de azules cabellos son los creadores de una elevadísima civilización moderna. El encuentro con ellos puede representar un cambio total en nuestra vida, en el destino de todo el género humano. ¿Nos atreveremos a ello, salvando ante todo, como es natural, los intereses de la Tierra?

»Los extraterrestres no nos amenazan. Por lo menos, así nos lo parece. Aprovechando su experiencia podríamos dar un cambio completo a nuestra existencia, empezando por el procedimiento para obtener energía del mundo material que nos rodea, hasta la capacidad para vivir sin armas, sin violencia, sin guerras. Esto último os parecerá una extravagancia, incluso os sonará mal, pero os garantizamos solemnemente que así está organizada la vida de los seres racionales en el planeta Pecho Forestal, que han alcanzado esta valiosa perfección como pobladores de una masa geobiológica semejante a la de la Tierra. Portadores de un pensamiento universal altamente civilizado, están dispuestos a establecer contacto con sus hermanos en inteligencia, con los terrícolas, en las formas que respondan a las necesidades y a la dignidad de ambas partes.

»De todos modos, nosotros, interesados e impresionados por el descubrimiento de una civilización extraterrestre, ansiamos volver cuanto antes para comunicar a la gente todo aquello de lo que hemos sido testigos en otra galaxia, en uno de los planetas del sistema del astro Poseedor.

»Dentro de veintiocho horas, es decir, exactamente dentro de un día, después de esta sesión de enlace, tenemos intención de volar de vuelta a nuestra Paritet. Al llegar a ella nos pondremos a la completa disposición del Centrun.

»Y ahora, hasta la vista. Antes de salir para el sistema solar informaremos de la hora de nuestra llegada a la Paritet.

»Cerramos aquí nuestra primera comunicación desde el planeta Pecho Forestal. Hasta pronto. Rogamos encarecidamente lo comuniquen a nuestras familias para que no estén inquietas...

»Paritet-cosmonauta 1-2 »Paritet-cosmonauta 2-1.»

Las sesiones por separado de las comisiones plenipotenciarias a bordo del portaviones Conventsia para investigar el extraordinario suceso ocurrido en la estación orbital Paritet acabó en que ambas comisiones, con todos sus miembros, partieron a efectuar consultas con las autoridades superiores. Uno de los aviones despegó de la pista del portaviones y tomó rumbo a San Francisco; al cabo de unos minutos despegó el otro en dirección opuesta, hacia Vladivostok.

El portaviones Conventsiase encontraba en el mismo lugar, en la zona de su permanente ubicación, en el océano Pacífico, al sur de las Aleutianas... En el portaviones reinaba un orden riguroso. Cada uno se ocupaba de su trabajo, todo el mundo estaba alerta... Y todos guardaban silencio...

En estas tierras, los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente.

Y a ambos lados del ferrocarril se encuentran, en estas tierras, enormes espacios desérticos, el Sary-Ozeki las tierras Centrales de las estepas amarillas...

Habían recorrido ya una tercera parte del camino hacia AnaBeit. El sol, que al principio había ascendido rápidamente sobre la tierra, ahora parecía haberse quedado fijo en un punto sobre Sary-Ozeki. Es decir, que el día era ya día. Y empezaba a calentar como tal.

Consultando ora el reloj, ora el sol, ora los valles esteparios abiertos que se extendían por delante, Burani Yediguéi supuso que de momento todo iba como era debido. Él continuaba a la cabeza de la expedición, trotando en su camello, le seguía el tractor con el remolque y tras éste la excavadora Bielorús; el perro pardo Zholbarscorría un poco hacia un lado.

«Resulta que la cabeza de un hombre no puede dejar de pensar ni por un segundo. Y de qué forma está organizada esa cosa tonta: quieras o no, un pensamiento aparecerá salido de otro, y así sin fin, seguramente hasta que te mueras.» Yediguéi hizo este gracioso descubrimiento al pillarse a sí mismo pensando continua e incesantemente algo durante el camino. Los pensamientos seguían los unos a los otros como la ola marina sigue a otra ola. En su infancia, había pasado horas observando cómo, en el mar de Aral, en tiempo ventoso, surgían en la lejanía blancas crestas móviles, y cómo se acercaban con sus crines hirvientes engendrando una ola tras otra. En aquel movimiento tenía lugar simultáneamente el nacimiento y la destrucción, y de nuevo el nacimiento y la extinción, de la carne viva del mar. Y él, que era un niño, sentía deseos de convertirse en gaviota para volar sobre las olas, sobre las centelleantes salpicaduras, para ver desde arriba cómo vivía el mar en su grandeza.

El Sary-Ozeki preotoñal, con su penetrante y triste amplitud abierta, y el uniforme rumor del camello al trote, impulsaban a Burani Yediguéi a las meditaciones propias de los viajes, y él se entregaba a ellas sin resistencia pues tenía un largo camino por delante y nada alteraba su avance. Karanar, como siempre que cubría largas distancias, se calentaba con la marcha y empezaba a desprender un fuerte olor a almizcle. Este olor le llegaba a la nariz desde la cerviz y el cuello del animal. «Vaya, vaya —sonrió satisfecho, para sí, Yediguéi—. ¡O sea que ya estás cubierto de espuma! ¡Ah, mi fierecilla, mi potrillo! ¡Malo, más que malo!»

Yediguéi también pensaba en los días pasados, en asuntos y acontecimientos de la época en que Kazangap aún tenía fuerza y salud, y con esta cadena de recuerdos se abatió inoportunamente sobre él una vieja y amarga tristeza. Y las oraciones no le sirvieron. Las musitaba en voz alta una y otra vez, las repetía para alejar, para distraer y esconder el dolor que volvía a él. Pero el alma no se sometía. Burani Yediguéi se puso sombrío. Golpeaba continuamente, sin necesidad, los flancos del camello que trotaba con gran aplicación, se había bajado la visera sobre los ojos y ya no volvía la cabeza hacia los tractores que le seguían. Ya le seguirían, no se retrasarían, qué les importaba a ellos, jóvenes e inmaduros, aquella antigua historia sobre la que no pronunciaba palabra ni con su mujer y sobre la cual había razonado Kazangap, como siempre, sensata y honestamente. Sólo él pudo dar un juicio, y de no ser así haría ya mucho tiempo que Yediguéi habría abandonado el apartadero de Boranly-Buránny...


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