En estas tierras, los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente...

Y a ambos lados del ferrocarril se encuentran, en estas tietras, enormes espacios desérticos, el Sary-Ozeki, las tierras Centrales de las estepas amarillas.

En estas tierras, cualquier distancia se mide con relación al ferrocarril, como si fuera el meridiano de Greenwich...

Pero los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente...

Aún faltaban dos horas de camino para llegar al cementerio de Ana-Beit. La procesión fúnebre avanzaba por Sary-Ozeki de la misma manera. Delante, indicando el camino, iba Burani Yediguéi sobre su camello. Su Karanarcontinuaba marchando a la cabeza con incansable y largo paso, después seguían por la tierra virgen el tractor y su remolque, en el cual, junto al difunto Kazangap, iba su solitario y paciente yerno, el marido de Aizada, y tras ellos la excavadora Bielorús. Y lateralmente, ora adelantándose ora retrasándose, ora deteniéndose por algún importante motivo, corría tan diligente y convencido como siempre el pardo y bien pechado perro Zholbars.

El sol quemaba mientras ascendía al cenit. Quedaba por detrás gran parte del trayecto, y el extenso Sary-Ozeki ofrecía a la vista, tras cada barrera natural, nuevas y nuevas tierras desérticas que se extendían cada vez hasta la misma línea del horizonte. En verdad era majestuosa aquella planicie esteparia. En otro tiempo habitaban aquellos lugares los zhuanzhuan, de desgraciada memoria, unos invasores que se apoderaron por mucho tiempo de casi toda la región de Sary-Ozeki. También vivían allí otros pueblos nómadas, y había entre ellos continuas guerras por los pastos y los pozos. A veces vencían unos, a veces otros. Pero de todos modos tanto vencedores como vencidos permanecían en la región, los unos estrechándose, los otros ensanchando su territorio. Elizárov decía que, como espacio vital, Sary-Ozeki valía esa lucha. En aquella época caían allí muchas más lluvias, tanto en primavera como en otoño. La hierba bastaba para muchas cabezas de ganado, tanto mayor como menor. Entonces lo atravesaban los mercaderes y se hacían negocios. Pero luego parece ser que el clima cambió bruscamente, dejó de llover, se secaron los pozos, se agotaron los pastos. Los pueblos y tribus que invadieron Sary-Ozeki se dispersaron, y los zhuanzhuan desaparecieron por completo. Se dirigieron a Edilia, que así se llamaba entonces el Volga, y desaparecieron en la ribera en el mundo de lo desconocido. Nadie supo de dónde habían venido, nadie pudo enterarse dónde se habían metido. Decían que los había alcanzado una maldición: cuando atravesaban conjuntamente el Edilia en invierno, se abrió el hielo del río y todos ellos, junto con sus rebaños y manadas desaparecieron bajo el hielo...

Los habitantes indígenas de Sary-Ozeki, los nómadas kazajos, tampoco abandonaron entonces su territorio, resistiendo en aquellos lugares en los que aún se podía conseguir agua en pozos recavados de nuevo. Pero el tiempo de mayor animación en Sary-Ozeki coincidió con los años de la posguerra. Aparecieron los camiones-tanque. Un camión cisterna, si el chófer conocía bien el lugar, podía dar servicio a tres o cuatro campamentos nómadas de conducción de ganado. Los arrendatarios de los pastos de Sary-Ozeki –los koljoces y sovjoses de los distritos adyacentes– estaban ya pensando en la instalación de bases permanentes en el desierto, para los conductores de ganado. Empezaron a hacer cálculos, a tomar medidas para saber cuánto les costaría aquella construcción. Y menos mal que no se apresuraron. Insensiblemente, de forma imperceptible, surgió en los alrededores de Ana-Beit una ciudad sin nombre: el Buzón. Así decían: «Fui al Buzón, estuve en el Buzón, lo compré en el Buzón, lo vi en el Buzón...». El Buzón fue creciendo, construyéndose, y se cerró a los forasteros. Una carretera asfaltada lo unía por un lado con el cosmódromo y por el otro con la estación del ferrocarril. Con ello empezó una nueva colonización de SaryOzeki, la colonización industrial. De todo el pasado sólo había quedado por aquella parte el cementerio de Ana-Beit, situado sobre dos montículos contiguos como las gibas de un camello, Eguis-Tiube, el lugar más honroso para enterrar a alguien en todo el distrito de Sary-Ozeki. En tiempos remotos, a veces llevaban difuntos desde rincones tan alejados que la gente tenía que pernoctar en la estepa. Pero en cambio, los descendientes de los difuntos sepultados en Ana-Beit podían tener el legítimo orgullo de haber rendido a sus antepasados un honor especial. Allí se enterraban las personas más respetadas y conocidas por el pueblo, los que habían vivido mucho, los sabios y los que habían ganado una buena fama con sus palabras y con sus hechos. Elizárov, que lo sabía todo, llamaba a ese lugar el panteón de Sary-Ozeki.

Y a ese lugar se acercaba aquel día un extraño cortejo fúnebre en camello y tractor con el acompañamiento de un perro. Procedía del apartadero ferroviario de Boranly-Buránny...

El cementerio de Ana-Beit tenía su historia. La leyenda decía que los zhuanzhuan, al conquistar Sary-Ozeki en pasados siglos, trataron con excepcional crueldad a los guerreros que capturaban. Si les convenía, los vendían como esclavos en tierras vecinas, y eso se consideraba un final feliz para el prisionero, pues el esclavo vendido tarde o temprano podía escapar hacia su patria. Pero un destino monstruoso esperaba a aquellos que los zhuanzhuan se quedaban como esclavos para sí mismos. Aniquilaban la memoria del esclavo con un suplicio terrible: ponían sobre la cabeza de la víctima un casquete. Habitualmente, este destino era para los jóvenes capturados en combate. Primero les afeitaban la cabeza, arrancándoles cuidadosamente cada pelillo de raíz. Al propio tiempo, terminado el afeitado, unos expertos matarifes sacrificaban cerca de allí un camello adulto. Al despellejar al animal, lo primero que hacían era separar la parte más compacta y pesada, la de la cerviz. Dividida en partes, caliente aún, la aplicaban a las cabezas rapadas de los prisioneros como un emplasto, algo parecido a los actuales gorros de goma para el baño. Eso era lo que significaba poner el casquete. El que sufría esta manipulación, o bien moría al no poder soportar el suplicio, o bien perdía la memoria para toda la vida y se convertía en un mankurt, un esclavo que no recordaba su pasado. La piel de la cerviz de un camello servía para cinco o seis casquetes. Una vez colocado, se sujetaba a cada condenado con un collar de madera de modo que la víctima no pudiera tocar el suelo con la cabeza. De este modo los llevaban a lugares alejados de la gente, para que no llegaran inútilmente sus desgarradores gritos, y los abandonaban allí, a campo abierto, atados de pies y manos, a los efectos del sol, sin agua ni alimento. El suplicio duraba algunos días. Sólo unas patrullas reforzadas vigilaban los accesos a determinados lugares para que los compañeros de tribu de los prisioneros no intentaran liberarlos mientras aún seguían con vida. Pero tales intentos se emprendían muy raramente, pues en la estepa abierta siempre se advierte cualquier movimiento. Y si más tarde llegaba el rumor de que uno de ellos había sido convertido en mankurtpor los zhuanzhuan, ni las personas más allegadas sentían el impulso de liberarle o de redimirle, pues significaba recuperar una sombra del hombre que fue. Y sólo hubo una madre naimana, que figura en la leyenda como Naiman-Ana, que no quiso aceptar la desgracia de su hijo. Esto es lo que cuenta la leyenda de Sary-Ozeki. Y de ahí el nombre del cementerio de Ana-Beit: reposo maternal.


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