En Boranly-Buránny, sólo dos hombres echaron raíces para toda la vida: Kazangap y él, Burani Yediguéi. ¡Y cuántos otros no estuvieron allí durante este tiempo! De sí mismo era difícil opinar, vivía y no cedía, pero Kazangap había trabajado allí cuarenta y cuatro años, y no porque fuera peor que los demás. Yediguéi no habría cambiado un Kazangap por diez de los demás... Y ahora ya no estaba, Kazangap ya no existía...
Los trenes se cruzaron; uno partió hacia oriente y el otro hacia occidente. Por un tiempo, las vías del apartadero de Boranly-Buránny se quedaron vacías. Y al instante, todo se puso al descubierto en derredor: las estrellas del oscuro cielo parecían brillar con más fuerza, destacaban más, el viento paseaba con mayor fuerza por los terraplenes, por las traviesas, por la capa de machaca entre los raíles, que ahora sonaban y crujían muy débilmente.
Yediguéi no entró en la garita. Se quedó pensativo, apoyado contra un poste. Ante él, muy lejos, al otro lado de las vías se distinguían las vagas siluetas de los camellos que pastaban en el campo. A la luz de la luna, se los veía inmóviles, esperando que pasara la noche. Entre ellos Yediguéi distinguió a su camello, de gruesa cabeza, quizá el más fuerte y rápido de Sary-Ozeki, que se llamaba, como su amo, Burani Karanar. Yediguéi estaba orgulloso de él, de la rara fuerza de aquel animal con el que no resultaba fácil entenderse, pues Karanarcontinuaba siendo un macho: Yediguéi no lo había castrado en su juventud y luego ya no quiso hacerlo.
Entre los demás asuntos que debía hacer a la mañana siguiente, recordó Yediguéi para sí, era llevar a Karanara casa a primera hora y ponerle la silla. Y también se le ocurrieron otras diversas ocupaciones...
Sin embargo, en el apartadero la gente continuaba, de momento, durmiendo tranquilamente. Junto a los pequeños edificios de la estación, pegados a uno de los extremos de las vías, había unas casitas con idénticos techos de dos pendientes, de pizarra —seis construcciones prefabricadas, instaladas por la administración ferroviaria, aparte de la casa de Yediguéi, que él mismo se construyera, de la choza de barro del difunto Kazangap, de diferentes cuchitriles domésticos, y de las cercas de junco y barro para guardar el ganado y otras necesidades—, y en el centro un molino de viento que era el generador-bomba eléctrico, con una bomba a mano para casos de emergencia aparecida allí en los últimos años. Aquélla era toda la aldea de Boranly-Buránny.
Todo ello junto al gran ferrocarril, junto a la gran estepa de Sary-Ozeki, constituía un pequeño eslabón dentro de un sistema ramificado, como las venas del sistema circulatorio, con otros apartaderos, estaciones, nudos de comunicación, ciudades... Todo ello, como en la palma de la mano, abierto a todos los vientos del mundo, especialmente los invernales, cuando soplaban las ventiscas de Sary-Ozeki cubriendo las casas con montones de nieve hasta las ventanas y la línea del ferrocarril con montículos de nieve compacta amontonada por el viento... Por ello, este apartadero estepario había recibido el nombre de Boranly-Buránny: Boranly en kazajo, Buránny en ruso...
Yediguéi recordó que antes de que aparecieran en aquel tramo todo tipo de quitanieves –tanto las que disparaban la nieve a chorros como las que la desplazaban a los lados con sus palas cortantes, como otras muchas– Kazangap y él habían tenido que luchar contra la nieve de las vías, como suele decirse, no a vida sino a muerte. Y parecía que esto había ocurrido en tiempos recientes. En el cincuenta y uno y en el cincuenta y dos hubo feroces inviernos. Sólo en el frente quizá ocurría lo mismo, eso de aplicar la vida a un solo objetivo: a un ataque, al lanzamiento de una granada bajo un tanque... También ocurría aquí. Nadie te mataba. Pero te matabas tú mismo. Cuántos montones de nieve habían quitado a mano, habían arrastrado en carretillas, o incluso se habían llevado para arriba en sacos; esto ocurría en el kilómetro siete, allí la vía pasaba por un terreno bajo, cortado en un montículo, y cada vez parecía que era la última lucha contra los arremolinamientos de la ventisca, y que por ello se podía vender la vida al diablo sin pensarlo dos veces con tal de no oír cómo rugían las locomotoras en la estepa: ¡dadnos paso!
Pero aquellas nieves se habían fundido, aquellos trenes pasaron ya, aquellos años se fueron... Ahora a nadie le interesaba todo aquello. Existió, ya no existía. Los actuales ferroviarios venían de paso, eran tipos bullangueros, brigadas de controladores y reparadores, y no era que no lo creyeran, lo que pasaba era que no lo comprendían, no podían meterse en la cabeza cómo había podido ser aquello: con las obstrucciones de Sary-Ozeki, ¡sólo había en el tramo unos cuantos hombres con palas! ¡Qué milagro! Entre ellos, algunos se burlaban abiertamente: no sabían por qué había que hacer tales cosas, aceptar tales penalidades, por qué habían de matarse, a santo de qué. «De encontrarnos nosotros en su lugar –decían– no lo haríamos por nada del mundo.» ¡A buena hora habrían ido! En el peor de los casos, habrían ido a trabajar a la construcción o a otra parte en la que las cosas marcharan como es debido. Tanto has trabajado, tanto cobrarás. Y si hay una emergencia, que se reúna gente y que se paguen horas extraordinarias... «¡Os tomaron el pelo, viejos, y tontos moriréis!»
Cuando se presentaban tales «valoradores del trabajo», Kazangap no les prestaba atención, como si nada tuvieran que ver con ellos, se limitaba a sonreír como si supiera de su propia persona algo grande que ellos no podían alcanzar a comprender, pero Yediguéi no podía contenerse, estallaba, y a veces discutía, pero no hacía más que quemarse la sangre.
Y sin embargo, entre él y Kazangap había habido conversaciones sobre todas estas cosas de las que se burlaban ahora los tipos recién llegados en los vagones-talleres de reparaciones y sobre muchas otras cosas, y eso fue en años anteriores, cuando estos «sabios» seguramente aún corrían sin calzones. Pero ellos, ya entonces, reflexionaban sobre la vida hasta donde llegaba su entendimiento, y ya luego siguieron haciéndolo continuamente, el lapso de tiempo fue grande, desde aquellos días –del cuarenta y cinco, pero especialmente después, cuando se jubiló y todo fue un fracaso para él: fue a vivir con su hijo a la ciudad y volvió al cabo de unos tres meses. Entonces hablaron de muchas cosas, de cómo y de qué manera funciona el mundo. Era muy prudente el campesino Kazangap. Había muchas cosas que recordar... Y de pronto, Yediguéi comprendió con absoluta claridad, bajo el agudo ataque de pena que le fustigaba, que lo único que le quedaba ahora era recordar...
Al oír el chasquido que conectaba el micrófono del intercomunicador, Yediguéi se apresuró a entrar en la garita. Se oyó un susurro, un silbido, como en la ventisca, dentro del estúpido aparato, antes de que sonara la voz.
- Yediguéi, Yediguéi –roncó Shaimerdén, el encargado de servicio en el apartadero–. ¿Me oyes? ¡Responde! –¡A la orden! ¡Le oigo!
– ¿Me oyes?
– ¡Le oigo, le oigo!
– ¿Cómo se oye?
– ¡Como una voz de ultratumba!
– ¿Por qué de ultratumba?
– ¡Porque sí!
–Ah, ah... O sea, que ha sido el viejo Kazangap.