No, no recordaba nada, no sabía nada.

–¡Lo que hicieron contigo! –murmuró la madre, y de nuevo sus labios comenzaron a bailotear contra su voluntad.

Ahogándose de ira, dolor y agravio, Naiman-Ana se puso de nuevo a sollozar intentando vanamente calmarse. El dolor de una madre no emocionó en absoluto al mankurt.

–Se puede arrebatar la tierra, se puede arrebatar la riqueza, se puede quitar la vida –dijo en voz alta–, pero ¿de quién es la idea de atentar contra la memoria de un hombre? ¡Oh, Señor!, si existes, ¿cómo infundiste tal idea a los hombres? ¿No hay ya, sin eso, bastante maldad sobre la tierra?

Y entonces, mirando al hijo mankurt, pronunció su célebre retahíla aflictiva sobre el sol, Dios y ella misma, que recita aún hoy día la gente que conoce la historia cuando se habla de SaryOzeki...

Y entonces empezó su llanto, que aún hoy día recuerda la gente:

Men botasi olguen boz maia, Tulibin kelip iskeguen... [14]

Y se le escaparon del alma sus llantos, largos y desconsolados gemidos en medio de los desiertos silenciosos e ilimitados de Sary-Ozeki...

Pero nada conmovía a su hijo el mankurt.

Y entonces, Naiman-Ana decidió darle a conocer quién era, pero no con preguntas sino inculcándoselo.

–Tu nombre es Zholamán. ¿Me oyes? Tú eres Zholamán. Tu padre se llamaba Donenbái. ¿No te acuerdas de tu padre? Ya sabes, te enseñó desde niño a disparar con el arco. Y yo soy tu madre. Tú eres mi hijo. Eres de la tribu de los naimanos, ¿entiendes? Eres un naimano...

Él escuchaba cuanto ella le decía con una total falta de interés, como si no se hablara de nada. De la misma manera que habría escuchado el canto del grillo en la hierba.

Y entonces, Naiman-Ana preguntó a su hijo mankurt:

¿Y qué había antes de que llegaras aquí?

No había nada –dijo él.

¿Existía la noche o existía el día?

–No había nada –dijo él.

¿Con quién te gustaría charlar?

–Con la Luna. Pero no nos oímos uno a otro. Allí hay alguien.

–¿Y qué más te gustaría?

–Llevar una trenza en la cabeza, como mi amo.

–Deja que vea lo que hicieron con tu cabeza –alargó la mano Naiman-Ana.

El mankurtse apartó bruscamente, retrocedió, se llevó las manos a la gorra y ya no volvió a mirar a la madre. Ella comprendió que no convenía recordarle nunca su cabeza.

En aquel momento apareció en la lejanía un hombre montado en un camello. Se dirigía hacia ellos.

–¿Quién es? –preguntó Naiman-Ana.

Me trae la comida –respondió su hijo.

Naiman-Ana se alarmó. Tenía que esconderse cuanto antes para que el zhuanzhuan, que tan súbitamente había aparecido, no la viera. Hizo sentar a su camello en el suelo y se encaramó a la silla.

–No digas nada. Volveré pronto –dijo Naiman-Ana. El hijo no respondió. Le daba lo mismo.

Naiman-Ana comprendió que había cometido un error al alejarse sobre el camello entre la manada que pastaba. Pero ya era tarde. El zhuanzhuan, que cabalgaba hacia la manada, podía verla cabalgando sobre el camello blanco. Tenía que haberse ido a pie, escondida entre los animales que pastaban.

Una vez a considerable distancia del pastizal, Naiman-Ana penetró en un profundo barranco con los bordes poblados de ajenjo. Allí desmontó y colocó a Akmaien el fondo de la depresión. Y desde aquel lugar empezó a observar. Sí, así había sido. La había visto. Poco después arreando su camello al trote, apareció el zhuanzhuan. Iba armado de lanza y flechas. El zhuanzhuan estaba intrigado, claramente indeciso, echaba miradas a su alrededor: ¿dónde se habría metido el jinete del camello blanco que había divisado desde lejos? No sabía a ciencia cierta en qué dirección había partido. Corrió hacia un lado, luego hacia otro. Y la última vez pasó muy cerca del barranco. Menos mal que Naiman-Ana había tenido la precaución de atar el morro de Akmai con un pañuelo. No fuera que la camella levantara la voz. Oculta tras el ajenjo del borde del barranco, Naiman-Ana contempló muy claramente al zhuanzhuan. Montaba un velludo camello y miraba por todos lados; su cara era abotargada, tensa; sobre la cabeza llevaba un sombrero negro, como una barca con los extremos doblados para arriba, mientras por detrás se bamboleaba y relucía una negra y seca trenza tejida en doble punta. El zhuanzhuan se levantaba sobre los estribos con la lanza preparada, miraba a su alrededor, volvía la cabeza de acá para allá y sus ojos relucían. Era uno de los enemigos que habían conquistado Sary-Ozeki enviando a no poca gente a la esclavitud y causando tantas desgracias a su familia. Pero ¿qué podía hacer ella, una mujer desarmada, contra un furioso guerrero zhuanzhuan? Y pensó qué clase de vida, qué acontecimientos habrían conducido a aquellos hombres a semejante crueldad y salvajismo: extirpar la memoria de un esclavo...

Después de correr de un lado para otro, el zhuanzhuan no tardó en alejarse en dirección a la manada.

Caía la tarde. El sol estaba bajo, pero el crepúsculo se mantenía aún por largo tiempo sobre la estepa. Luego, oscureció de pronto. Y empezó una noche cerrada.

Naiman-Ana pasó aquella noche en completa soledad, en la estepa, no lejos de su desdichado mankurt. Tenía miedo de volver junto a él. El zhuanzhuan podía haberse quedado a pasar la noche con la manada.

Y tomó la resolución de no dejar a su hijo en la esclavitud, de intentar llevárselo consigo. Aunque fuera mankurt, aunque no comprendiera nada, pero estaría mucho mejor en casa entre los suyos que haciendo de pastor para los zhuanzhuan en el desierto Sary-Ozeki. Así se lo decía su alma maternal. No podía aceptar lo que otras habían hecho. No podía dejar a su propia sangre en la esclavitud. A lo mejor, en su tierra natal recobraba el entendimiento, recordaba de pronto su infancia...

Por la mañana, Naiman-Ana volvió a montar sobre Akmai. Dando un rodeo por alejados caminos, estuvo largo rato caminando hasta alcanzar la manada, que durante la noche se había trasladado bastante lejos. Al descubrirla, estuvo contemplándola mucho tiempo para ver si había algún zhuanzhuan. Convencida de que no había nadie, llamó a su hijo por su nombre:

–¡Zholamán! ¡Zholamán! ¡Buenos días!

El hijo volvió la cabeza y la madre lanzó una exclamación de alegría, pero comprendió al instante que había respondido sólo al sonido de la voz.

De nuevo intentó Naiman-Ana despertar en su hijo la memoria perdida.

–¡Recuerda cómo te llamas, recuerda tu nombre! –le suplicaba procurando convencerle–. Tu padre es Donenbái. ¿Es posible que no lo sepas? Y tu nombre no es Mankurtsino Zholamán [15]. Te dimos este nombre porque naciste de camino durante uno de los grandes trayectos nómadas de los naimanos. Y cuando naciste, hicimos una parada de tres días. Hubo un festín que duró tres días.


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