Cierto tiempo después salió volando por aquella puerta el jefe del apartadero, Abílov. A punto estuvo de tropezar con el monigote de nieve. Soltó un taco y siguió adelante apresuradamente, casi corriendo, cosa que nunca hacía. Diez minutos más tarde, jadeando, volvía llevando consigo a Abutalip Kuttybáyev, a quien había buscado con urgencia en el trabajo. Abutalip estaba pálido, llevaba la gorra en la mano. Entró en la oficina junto con Abílov. Sin embargo, no tardó en salir de allí en compañía de dos de los forasteros de botas de piel de vaca, y los tres se dirigieron a la barraca donde vivían los Kuttybáyev. Salieron de allí en seguida, siempre acompañando a Abutalip y llevando algunos papeles que habían tomado de su casa.
Luego todo se calmó. Nadie entró ni salió de la oficina.
Yediguéi supo por Ukubala lo sucedido. La mujer corrió por encargo de Abílov al kilómetro cuatro, donde aquel día se llevaban a cabo unos trabajos de reparación. Llamó a Yediguéi aparte:
–Están interrogando a Abutalip.
–¿Quién le está interrogando?
–No lo sé. Unos forasteros. Abílov me encargó decirte que, si no lo preguntan, no digas que por Año Nuevo estuvieron con Abutalip y Zaripa.
–¿Y qué tiene de particular?
–No lo sé. Así me encargó que te lo dijera. Y dice que a las dos estés también allí. Quieren hacerte unas preguntas, averiguar algo sobre Abutalip.
–¿Qué quieren averiguar?
–Cómo quieres que lo sepa. Vino Abílov muy asustado y me dijo que si esto que si aquello. Y yo te lo digo a ti.
A las dos, Yediguéi tenía que ir de todos modos a su casa a comer. Por el camino, y también en casa, intentaba descubrir qué era lo que sucedía. No encontraba respuesta. ¿Sería por el pasado? ¿Por haber estado prisionero? Esto ya lo habían verificado tiempo ha. ¿Qué más había? Sintió inquietud y malestar en el alma. Tragó dos cucharadas de sopa de tallarines y apartó el plato. Consultó el reloj. Las dos menos cinco. Si habían ordenado que fuera a las dos, tenía que ser a las dos. Salió de su casa. Abílov paseaba de arriba abajo frente a la oficina. Lastimoso, deshecho, abatido.
–¿Qué ha sucedido?
–Una desgracia, una desgracia, Yedik –dijo Abílov mirando tímidamente hacia la puerta. Sus labios temblaban ligeramente–. Han encerrado a Kuttybáyev.
–¿Por qué?
–Por unos escritos prohibidos que han encontrado en su casa. Ya sabes, todas las noches escribía. Eso lo saben todos. Y, ya ves, ha terminado de escribir.
–Pero si era para sus hijos.
–No lo sé, no sé para quién era. Yo no sé nada. Anda, ve, te están esperando.
En el cuartucho del jefe del apartadero, que llevaba el nombre de despacho, le esperaba un hombre aproximadamente de su misma edad o un poco más joven, de unos treinta años, robusto, con la cabeza grande y el cabello cortado al cepillo. Su carnosa nariz llena de espinillas sudaba bajo la tensión del pensamiento. El hombre estaba leyendo. Se enjugó la nariz con el pañuelo frunciendo su pesada y ancha frente. Luego, a lo largo de toda la conversación estuvo continuamente enjugándose una y otra vez su sudorosa nariz. Sacó un largo cigarrillo del paquete de Kazbek que había sobre la mesa, le dio unas vueltas y lo encendió. Luego clavó en Yediguéi, de pie junto a la puerta, sus ojos de halcón amarillentos y claros, y dijo brevemente:
–Siéntate.
Yediguéi se sentó en un taburete frente a la mesa.
–Bien, para que no haya ninguna duda –dijo Ojos de Halcón, y sacó del bolsillo delantero de su uniforme civil una especie de tapas marrones que abrió y volvió a cerrar al instante murmurando al mismo tiempo algo así como «Tansykbáyev» o «Tisykbáyev».
Yediguéi no recordó a ciencia cierta su apellido. –¿Entendido? –preguntó Ojos de Halcón.
–Entendido –se vio forzado a responder Yediguéi.
–Bien, en este caso vamos al asunto. ¿Es verdad, según dicen, que eres el mejor amigo y compañero de Kuttybáyev? –Es posible. ¿Qué pasa?
–Es posible que sea así –repitió Ojos de Halcón chupando el cigarrillo Kazbek y como explicando lo que acababa de oír–. Es posible que sea así. Admitámoslo. Está claro. –Y de pronto, con inesperada sonrisa, saboreando anticipada y alegremente la satisfacción que se encendía en sus ojos, puros como un cristal, lanzó–: ¿Y qué estábamos escribiendo, querido amigo?
–¿Qué escribíamos? –se desconcertó Yediguéi.
–Es lo que quiero saber.
–No comprendo de qué me habla.
–¿Es posible? ¡Anda, piensa un poco!
–No comprendo de qué me habla.
–¿Qué está escribiendo Kuttybáyev?
–No lo sé.
–¿Cómo que no lo sabes? ¿Todo el mundo lo sabe y tú no lo sabes?
–Sé que está escribiendo algo. Pero cómo voy a saber lo que escribe. ¿Qué me importa a mí? Si el hombre tiene ganas de escribir, que escriba. ¿A quién le importa?
–¿Cómo que a quién le importa? –se incorporó sorprendido Ojos de Halcón, clavando en él sus pupilas penetrantes como balas–. ¿O sea, que cada uno haga lo que le venga en gana, incluso que escriba? ¿Eso es lo que te ha inculcado?
–No me ha inculcado nada.
Pero Ojos de Halcón no prestó atención a su respuesta. Estaba indignado:
–¡Ésa, ésa es la propaganda enemiga! ¿Has pensado lo que ocurriría si todos y cada uno se pusieran a escribir? ¿Has pensado lo que pasaría? ¿Y luego todos y cada uno empezarían a manifestar lo que les pasara por la cabeza? ¿No es así? ¿De dónde has sacado esas extrañas ideas? No, amiguito, esto no lo vamos a consentir. ¡Esta contrarrevolución no pasará!
Yediguéi callaba, desalentado y apenado por las palabras que le arrojaban. Y le sorprendía mucho que nada hubiera cambiado a su alrededor. Como si no sucediera nada. Veía por la ventana cómo pasaba rápidamente el tren de Tashkent, y por un segundo pensó que la gente iba en los vagones a sus asuntos y a sus necesidades, bebía té o vodka, entablaba sus conversaciones, y a nadie le importaba que en aquel momento, en el apartadero de Boranly-Buránny, él estuviera sentado frente a un Ojos de Halcóncaído sobre él de no se sabía dónde. Con un dolor en el pecho que llegaba al dolor físico, Yediguéi sentía deseos de salir huyendo de la oficina, de alcanzar aquel tren y partir en él aunque fuera al fin del mundo con tal de no encontrarse allí en aquel momento.
–¿Y bien? ¿Te llega el sentido de la pregunta? –prosiguió Ojos de Halcón.
–Me llega, me llega –respondió Yediguéi–. Sólo quisiera saber una cosa. Lo que hace es escribir sus recuerdos para los niños. Lo que le pasó en el frente, por ejemplo, en cautividad, con los guerrilleros. ¿Qué hay de malo en ello?