Pero él mismo, Burani Yediguéi, testigo del vuelo nocturno del cohete al espacio, no sospechaba, ni tenía por qué hacerlo, que se trataba de un vuelo de emergencia, de socorro, de un cohete espacial con un cosmonauta, sin ninguna clase de solemnidades, periodistas ni informes, un vuelo relacionado con un suceso extraordinario ocurrido en la estación cósmica Paritet,que se encontraba desde hacía más de año y medio cumpliendo un programa conjunto soviético-estadounidense en una órbita a la que se había dado el nombre convencional de «Tramplin». Cómo había de saber Yediguéi esas cosas. Tampoco sospechaba que aquel acontecimiento tendría que ver con él y con su vida, y no simplemente por la indisoluble relación entre el hombre y la Humanidad en su sentido general, sino de una forma más concreta y directa. Mucho menos podía saber, y ni tan sólo suponer, que cierto tiempo después, tras la nave que había despegado de Sary-Ozeki, en el otro extremo del planeta despegaba del cosmódromo norteamericano de Nevada otra nave con la misma misión, también en dirección a la estación cósmica Paritet,a la órbita «Tramplin», sólo que en sentido de giro opuesto.
Las naves habían sido lanzadas urgentemente al cosmos a tenor de una orden llegada del portaviones de investigación científica Conventsia,base flotante del Centro Unido soviético-norteamericano para controlar el programa «Demiurg».
El portaviones Conventsiase encontraba siempre en la misma zona: en el océano Pacífico, al sur de las islas Aleutianas, en unas coordenadas que se encontraban aproximadamente a la misma distancia de Vladivostok que de San Francisco. El Centro Unido de control —el Centrun— seguía en aquel momento con gran tensión la salida de ambas naves hacia la órbita «Tramplin». De momento, todo iba bien. Faltaba la maniobra de ensamblaje con la estación Paritet.La tarea era complicadísima, el ensamblaje de ambas naves no podía tener lugar sucesivamente, una nave tras otra con el correspondiente intervalo, sino de forma simultánea, de una manera totalmente sincronizada por las dos entradas de la estación.
Desde hacía más de doce horas la Paritetno respondía a las señales emitidas por el Centrun desde el Conventsiani tampoco respondía a las señales de las naves que iban a ensamblarse con ella... Había que averiguar qué había pasado con la tripulación de la Paritet.
CAPÍTULO II
En estas tierras, los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente...
Y a ambos lados del ferrocarril se encuentran, en estas tierras, enormes espacios desérticos, el Sary-Ozeki, las tierras Centrales de las estepas amarillas.
En estas tierras, cualquier distancia se mide con relación al ferrocarril, como si fuera el meridiano de Greenwich...
Pero los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente...
Desde el apartadero al cementerio tribal naimano [2]de AnaBeit había por lo menos treinta verstas que se apartaban del ferrocarril, y eso a condición de seguir un camino directo, al azar, por el territorio de Sary-Ozeki. Para no arriesgarse, para no perderse por la estepa, era mejor seguir el sendero habitual que acompañaba continuamente a la vía férrea, pero entonces la distancia hasta el cementerio todavía era más larga. Era preciso dar un gran rodeo por la curva del cañón de Kisiksaisk hasta Ana-Beit. No había otra solución. En el mejor de los casos salían treinta verstas por un lado y otras tantas por el otro. Sin embargo, excepto el propio Yediguéi, ninguno de los actuales habitantes de Boranly sabía a ciencia cierta cómo llegar hasta allí, aunque todos habían oído hablar de aquel viejo Beit sobre el que se contaban toda clase de historias o leyendas, por mucho que no hubieran tenido ocasión de visitarlo. No había habido necesidad. En muchos años, era la primera vez que en Boranly-Buránny, aldehuela de ocho casas junto al ferrocarril, moría un hombre y se preparaba un entierro. Años atrás, cuando una niña murió repentinamente de asma, sus padres la llevaron a enterrar a su tierra natal, en la región de los Urales. En cuanto a la esposa de Kazangap, la anciana Bukéi, descansaba en el cementerio de la estación de Kumbel, pues murió en la clínica de esa población y decidieron enterrarla también allí. Llevar a la difunta a Boranly-Buránny no tenía sentido. Kumbel, en cambio, era la estación más grande de Sary-Ozeki, y además allí vivía su hija Aizada con su yerno, que aunque fuera un inútil y un borracho, no dejaba de ser de la familia. Sin embargo, cuando esto ocurrió, aún vivía Kazangap, quien decidía lo que debía hacerse.
Y ahora estaban pensando qué hacer.
Yediguéi, sin embargo, insistió en su punto de vista.
–Dejaos ya de razonamientos tan poco caballerosos –hizo razonar a los jóvenes–. A un hombre así lo enterraremos en Ana Beit, donde yacen los antepasados. Donde dispuso el propio difunto. Pasemos de las palabras a los hechos y preparémonos. El trayecto no es corto. Mañana por la mañana nos pondremos en camino cuanto antes...
Todos comprendieron que Yediguéi tenía derecho a tomar una decisión. Y así quedaron. Cierto que Sabitzhán intentó protestar. Había llegado aquel mismo día en un mercancías, pues los trenes de pasajeros no paraban allí. Que hubiera ido al entierro de su padre sin saber si éste vivía aún o no, era algo que conmovió, e incluso alegró, a Yediguéi. Y hubo unos momentos en que se abrazaron y lloraron, unidos en un dolor y una tristeza comunes. Luego, Yediguéi se admiraba de sí mismo. Estrechaba a Sabitzhán contra su pecho y, llorando, pues no podía dominarse, no cesaba de decir entre sollozos: «¡Qué bien que hayas venido, querido, qué bien que hayas venido!», como si su llegada pudiera resucitar a Kazangap. Ni él mismo podía comprender por qué había llorado tanto, nunca le había sucedido cosa igual. Estuvieron llorando mucho rato en el patio, a la puerta de la choza de Kazangap, que se había quedado huérfana. Algo influía en Yediguéi. Recordó que Sabitzhán había crecido ante sus ojos, que había sido un pequeñajo, el preferido de su padre, que le llevaban a estudiar al internado de Kumbel para hijos de ferroviarios y que cuando disponían de tiempo libre iban a visitarle, bien aprovechando un tren de paso, bien a lomos de camello. Que cómo lo pasaba en la residencia, que si alguien le había ofendido, que si habría hecho alguna cosa de las prohibidas, que cómo iban los estudios, qué decían de él los profesores... Y en las vacaciones, cuántas veces le habían llevado cabalgando por el Sary-Ozeki nevado, en helada o en ventisca bien tapado con la pelliza, con tal de que no llegara tarde a clase.
¡Ah, días que no habían de volver! Todo eso se había ido, se había alejado suavemente, como un sueño. Y ahora tenía ante él a un hombre adulto que sólo le recordaba muy vagamente al que fue en la niñez: sonriente y de ojos saltones; ahora, en cambio, llevaba gafas, sombrero aplastado y corbata ajada. Ahora trabajaba en la capital de la provincia y sentía grandes deseos de parecer un ejecutivo importante, pero la vida es algo muy pérfido, no es tan sencillo llegar a jefe, como él mismo solía quejarse, cuando no se dispone de apoyos, ya sean conocidos o parientes; y qué era él: el hijo de un tal Kazangap de no sé qué apartadero Boranly-Buránny. ¡Un desgraciado! Ahora no tenía ni a ese padre, y el más insignificante padre vivo es mil veces mejor que un célebre padre muerto, pero ahora ni a éste tenía.