Zaripa y Yediguéi fueron a parar a un vagón de compartimentos. Allí había menos pasajeros y se instalaron en el pasillo, junto a la ventanilla, en un extremo, para no molestar a los demás y poder hablar de sus cosas. Yediguéi se sentó en un abatible del pasillo y Zaripa se quedó de pie mirando por la ventana aunque él le había ofrecido el asiento.
–Así estaré mejor –dijo la joven.
En aquel momento, sollozando aún de tarde en tarde, venciéndose a sí misma y asumiendo la desgracia que había caído sobre sus espaldas, Zaripa intentaba concentrarse; mirando por la ventanilla, procuraba pensar por lo menos en el principio de su nueva vida y condición, de su viudez. Si antes tenía la esperanza de que todo aquello se acabaría un buen día como una pesadilla, que tarde o temprano Abutalip regresaría, porque no era posible que no se deshiciera aquel malentendido, y que de nuevo estarían juntos, toda la familia, y que lo demás ya se arreglaría, que encontrarían el medio de sobrevivir por difícil que fuera, de resistir y de educar a sus hijos, ahora carecía de toda esperanza. Tenía ciertamente en qué pensar...
Burani Yediguéi pensaba en lo mismo, porque no podía dejar de preocuparse por la suerte de aquella familia. Así era a fin de cuentas. Sin embargo, consideraba que ahora tenía que estar más sereno y tranquilo que nunca para infundir alguna seguridad en la joven. No la apresuró. E hizo bien. Agotadas las lágrimas, ella misma inició la conversación.
–De momento, tendré que ocultar a los niños que su padre ya no existe –dijo ella con voz entrecortada, tragándose y reteniendo el llanto–. Ahora no podría. Especialmente Ermek... Para qué ese gran afecto, es terrible... ¿Cómo privarlos de sus sueños? ¿Qué será de ellos? Porque sólo viven con esta idea... Esperan, esperan día a día, cada minuto... Con el tiempo, habrá que alejarse de aquí, cambiar de lugar... Que crezcan un poco más. Temo mucho por Ermek. Que crezca, aunque sea sólo un poquito más... Entonces se lo diré, y también ellos lo irán adivinando poco a poco... Pero ahora no, no tengo fuerzas... Porque yo misma... Escribiré una carta a nuestros hermanos y hermanas, a los suyos y a los míos. ¿Por qué habrían de temernos ahora? Responderán, espero, y nos ayudarán a partir... Luego, ya veremos... Ahora, lo único que tengo que hacer es criar a los hijos de Abutalip, dado que él ya no existe...
Así razonaba, y Burani Yediguéi la escuchaba en silencio, comprendiéndola y captando el sentido de cada una de sus palabras, sabiendo con toda seguridad que aquello era sólo una pizca pequeñísima, únicamente la parte superficial de aquello que, como una tromba, había pasado y pasaba por su pensamiento. En casos así no se puede expresar todo... Por ello, procurando no ensanchar en absoluto los límites de la conversación, dijo:
–Puede que tengas razón, Zaripa... Si no conociera a los niños, lo dudaría. Pero en tu lugar, tampoco me atrevería a comunicarles una cosa así. Hay que esperar un poco. Y mientras responden tus parientes, no tengas ninguna duda por lo que respecta a nosotros. Nos comportaremos como siempre. Trabaja como antes y tus hijos estarán con los nuestros. Ya lo sabes, Ukubala los quiere tanto como a los suyos. Lo demás ya se verá...
Y Zaripa, con un profundo suspiro, aún añadió a la conversación:
–Ya ves cómo parece estar organizada la vida. De una manera muy terrible, muy sabia y muy interrelacionada. El fin, el principio, la continuación... De no ser por los niños, palabra, Yediguéi, ahora ya no viviría. Incluso llegaría a este extremo. ¿Para qué vivir? Pero los niños nos obligan, me constriñen, me retienen. Y en ello está la salvación, en ello está la continuación... Y ahora pienso con terror no ya en cuando sepan la verdad, que en eso no hay escapatoria, sino en lo que pasará después. Lo que le sucedió a su padre siempre será una herida sangrante para ellos. En cualquier caso, cuando se dediquen al estudio, al trabajo, o deban manifestarse de alguna manera a los ojos de la sociedad, su apellido les cerrará todas las puertas... Y cuando pienso en ello, creo que existe una barrera infranqueable para nosotros. Abutalip y yo evitábamos estos temas de conversación. Yo se los ahorraba, y él a mí también. Con él, estaba segura, nuestros hijos se habrían convertido en personas plenamente realizadas. Y esto nos salvaguardaba de las calamidades, de la adversidad... Ahora, ya no sé... Yo no puedo sustituirle... Porque él era él... Él lo habría conseguido todo. Él quería algo así como trasladarse, como reencarnarse en sus hijos. Por eso ha muerto, porque le arrancaron de ellos...
Yediguéi la escuchaba atentamente. Que Zaripa le comunicara estos pensamientos íntimos como a la persona más querida le provocaba un sincero deseo de corresponder de alguna manera, de protegerla, de ayudarla, pero la conciencia de su propia impotencia le oprimía, le producía una irritación sorda, secreta.
Se acercaban ya al apartadero de Boranly-Buránny. Pasaban por lugares conocidos, por el tramo donde Burani Yediguéi había trabajado muchos veranos e inviernos...
–Prepárate –dijo a Zaripa–. Estamos llegando. O sea, que hemos decidido no decir de momento a los niños una sola palabra. Muy bien, así lo haremos. Tú, Zaripa, procura no delatarte. Y ahora, arréglate un poco. Ven a la plataforma. Quédate junto a la puerta. Así que el tren se detenga, baja tranquilamente del vagón y espérame. Bajaré y nos iremos.
–¿Qué quieres hacer?
–Nada. Déjamelo a mí. A fin de cuentas, tienes derecho a bajar del tren.
Como siempre, el tren de pasajeros número diecisiete cruzaba sin parar el apartadero, si bien, es verdad, que aminorando la velocidad ante el semáforo. En ese momento preciso, a la entrada de Boranly-Buránny, el tren frenó bruscamente con terrible chirrido de ruedas. Sonaron exclamaciones y toques de silbato por todo el tren.
–¿Qué pasa?
–¡Han tirado de la alarma!
–¿Quién?
–¿Dónde?
–¡En el vagón de compartimentos!
Mientras, Yediguéi abrió la puerta a Zaripa y ésta bajó del tren. Él esperó a que irrumpieran en la plataforma el maquinista y el revisor.
–¡Alto! ¿Quién ha tirado de la alarma?
–Yo –respondió Burani Yediguéi.
–¿Quién eres? ¿Con qué derecho?
–Era preciso.
–¿Cómo que era preciso? ¿Quieres que te lleven a juicio?
Nada de eso. Escriba en su acta, en la que enviará al tribunal o adonde sea. Aquí está mi documentación. Escriba que el antiguo soldado, el ferroviario Yediguéi Zhangueldín tiró de la alarma y paró el tren en el apartadero de Boranly-Buránny en señal de luto el día de la muerte del camarada Stalin.
–¿Cómo? ¿Ha muerto Stalin?
–Sí, lo han anunciado por la radio. Hay que escucharla.
Bueno, entonces es otra cosa –quedaron confundidos los otros, que ya no retuvieron a Yediguéi–. Entonces vete, siendo así.
Unos minutos después, el tren número diecisiete continuaba su camino...