Irving Wallace

El Documento R

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Título original: The R Document

Traducción de Ma. Antonieta Menini

Para Sylvia con amor

En 1787, tras haber firmado los delegados en Filadelfia la nueva Constitución de los Estados Unidos, una mujer se acercó a Benjamín Franklin. «Y bien, doctor -le preguntó-, ¿qué es lo que tenemos: una república o una monarquía?» Franklin repuso: «Una república, si saben ustedes conservarla».

«Quienes son capaces de renunciar a la libertad esencial a cambio de una pequeña seguridad transitoria no son merecedores ni de la libertad ni de la seguridad.»

BENJAMÍN FRANKLIN

1

La visita había sido más bien inesperada -había olvidado haber concertado la cita y había olvidado cancelarla tras haber prometido cenar con el presidente- y ahora se esforzaba por despacharla con la mayor rapidez y cortesía posibles.

Y, sin embargo, Christopher Collins no deseaba herir a la persona que tenía sentada delante, porque se trataba de un hombre aparentemente simpático, sensible, sensato y amable y en otra ocasión Collins hubiera disfrutado conversando con él. Pero ahora no, esta noche no, porque tenía el escritorio atestado de papeles todavía por leer y porque le aguardaba una tensa y larga velada en la Casa Blanca.

Collins llegó a la conclusión de que tendría que abordar la situación con mucho tacto. No sólo porque no deseaba lastimar los sentimientos de aquel hombre, sino también porque no quería ofender a Tynan, el director del FBI. Estaba claro que el director debía de haber animado a aquel hombre. Era posible incluso que fuera él quien le hubiera dicho que le entrevistara con vistas a la autobiografía que estaban escribiendo en colaboración. Nadie hubiera sido tan necio como para ofender a Tynan, y Collins, en su nueva posición, menos que nadie.

Los ojos de Collins se posaron en el cassette que su visitante había colocado sobre uno de los extremos del escritorio diez minutos antes. El aparato continuaba grabando, si bien nada de importancia hasta aquellos momentos. Después, los ojos de Collins se elevaron hasta aquel hombre de unos cincuenta y tantos años que, consciente de que el tiempo apremiaba, examinaba afanosamente su lista de preguntas en busca de las más destacadas e importantes.

Estudiando a su visitante, Collins se percató súbitamente de la incongruencia existente entre el aspecto de aquel individuo y su nombre, y no tuvo más remedio que esbozar una sonrisa. El nombre no estaba de acuerdo en modo alguno con la persona. Se llamaba Ishmael Young, y Collins pensó que ojalá hubiera dispuesto de tiempo para preguntarle de dónde había sacado semejante nombre. Ishmael Young era bajo y rechoncho, probablemente de Nueva Inglaterra, posiblemente presbiteriano y escocés (con algún antecedente judío en alguna parte), y parecía que estuviera a punto de estallar por todas las costuras de su arrugado traje gris. Era calvo y poseía unos extraños mechones a los lados de la cabeza, mechones que se peinaba lastimosamente por encima de ésta de tal forma que parecía que tuviera patillas en el cuero cabelludo. Poseía, además, doble mentón y principios de un tercero. Su rollizo cuerpo llenaba todo el asiento e incluso parecía colgar por los bordes. Daba la impresión de ser una pequeña ballena varada. Collins llegó a la conclusión de que después de todo tal vez «Ishmael» resultara un nombre adecuado.

Tampoco se parecía en modo alguno a un escritor, pensó Collins. Si se exceptuaban las sucias gafas de montura de concha y la chamuscada pipa de escaramujo, no parecía un escritor en absoluto. Aunque bien era cierto que ya desde un principio le había dicho que era un escritor anónimo, y Collins jamás había conocido a ninguno. Al parecer era un escritor anónimo de mucho éxito, dado que había escrito libros por cuenta de una depravada actriz, un héroe olímpico de color y un genio militar. Collins trató de recordar si había leído alguno de aquellos libros. Creía que él no los había leído pero que Karen probablemente sí. Intentaría acordarse de preguntarle.

Observó ahora que Ishmael Young había levantado la cabeza y le estaba mirando tímidamente, dispuesto a dirigirle la siguiente pregunta. Al escuchar ésta, Collins descubrió inmediatamente una salida, un medio de dar por finalizada la entrevista con rapidez y cortesía. Exigía simplemente honradez.

– ¿Que qué pienso de Vernon T. Tynan? -preguntó Collins repitiendo la pregunta.

– Sí. Me refiero a cuál es la impresión que usted tiene de él.

Collins pensó inmediatamente en el aspecto físico de Tynan: un tipo fanfarrón y vociferante a lo Brobdingnag, casi tan legendario como el propio país concebido por Swift, con unos ojillos escudriñadores y penetrantes situados en una pequeña cabeza redonda colocada encima de un grueso cuello corto sobre un pecho ancho y musculoso, un hombre casi tan alto como él mismo y de voz áspera. Esta imagen estaba muy clara. Pero del Tynan interior no conocía prácticamente nada. Bastaría con que lo confesara así, con sinceridad, para que terminara aquel asunto e Ishmael Young se fuera a buscar información a otra parte.

– Francamente, no conozco muy bien al director Tynan. No me ha dado tiempo a conocerle. No llevo en este cargo más que una semana.

– Lleva usted una semana en el cargo de secretario de Justicia, pero, según mis notas, lleva usted en el Departamento casi dieciocho meses -dijo Young corrigiéndole amablemente-. Según tengo entendido, fue usted secretario adjunto con el último secretario, el coronel Noah Baxter, durante trece de estos meses.

– Es cierto -reconoció Collins-. Pero, en mi calidad de secretario adjunto, veía al director Tynan en muy pocas ocasiones. Él mismo se lo podrá confirmar, si usted se lo pregunta. Quien le veía era el coronel Baxter, y bastante a menudo, por cierto. Eran amigos, por así decirlo.

Ishmael Young arqueó las cejas.

– No sabía que el director Tynan tuviera amigos. Al menos, ésa es la impresión que yo he sacado a través de mis conversaciones con él. Creía que su único amigo íntimo era Harry Adcock, su ayudante. E incluso las relaciones entre ambos se me habían antojado algo de carácter eminentemente profesional.

– No -insistió Collins-, estaba también íntimamente ligado al coronel Baxter, si es que puede decirse que estuviera íntimamente ligado a alguien. Aunque supongo que en cierto modo, tiene usted razón. El director Tynan es un solitario. Si examina usted el pasado, creo que podrá comprobar que los demás directores del FBI han sido siempre unos solitarios. Lo lleva el cargo. En cualquier caso, no he tenido ocasión de verle demasiado ni de conocerle.

El escritor no quería darse por vencido. Se quitó la vieja pipa de la boca y se humedeció los labios con la lengua.

– Pero, señor Collins… -Se detuvo.- ¿Le parece bien que le llame «señor» o debo llamarle secretario de Justicia Collins, o bien dejar lo de Justicia y llamarle simplemente secretario…?

Collins esbozó una sonrisa y contestó:

– Señor Collins es suficiente.

– Muy bien. Lo que yo iba a decirle es que, tras sufrir el ataque el coronel Baxter, lo que ocurrió hace cinco meses, usted estuvo oficiosa y transitoriamente al frente del Departamento de Justicia, hasta que hace una semana fue oficialmente designado para este cargo. Como todos sabemos, el FBI se encuentra a sus órdenes. Tynan, el director del FBI, es un subordinado suyo, y, por consiguiente, habrán ustedes mantenido contactos…

Collins no tuvo más remedio que echarse a reír.


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