Ya sabía a qué atenerme con ese buque. Debía de ser de los intrusos o de Morel. Venía para llevarlos.

Tengo tres posibilidades, pensé. Raptarla, meterme en el barco, dejarla ir.

Vendrán a buscarla; tarde o temprano han de encontrarnos, si la rapto. ¿No habrá en toda la isla un sitio para esconderla? Me acuerdo que ponía cara de dolor para obligarme a pensar.

Se me ocurrió, también, sacarla de su cuarto en las primeras horas de la noche e irnos remando en el bote en que vine desde Rabaul. Pero, ¿a dónde? ¿Se repetiría el milagro de ese viaje? ¿Cómo orientarme? Tirarme a la suerte con Faustine, ¿valdría las penurias demasiado largas que habría en ese bote en medio del océano? O demasiado breves: posiblemente, a pocos metros de la costa nos hundiríamos.

Si conseguía meterme en el buque, sería descubierto. Quedaba la posibilidad de hablar, de pedir que llamaran a Faustine o a Morel y de explicarles mi situación. Quizá habría tiempo -si mi historia cayera mal- de matarme o hacerme matar antes de llegar al primer puerto con prisión.

Tengo que decidirme, pensé.

Un hombre alto, robusto, con la cara encendida, la barba mal afeitada, negra, modales afeminados, se acercó a Morel y le dijo:

– Se hace tarde. Todavía tenemos que prepararnos.

Morel contestó:

– Un momento.

El capitán se levantó; Morel, medio erguido, siguió hablándole, urgentemente. Le dio unas palmadas en la espalda y se volvió hacia el gordo, mientras el otro lo saludaba, y 1e preguntó:

– ¿Vamos?

El gordo miró sonriendo inquisitivamente al muchacho de pelo negro y de cejas carga-das, y repitió:

– ¿Vamos?

El muchacho asintió.

Los tres corrieron hacia el museo, prescindiendo de las señoras. El capitán se les acercó sonriendo cortésmente. El grupo siguió muy despacio a los tres caballeros.

Yo no sabía qué hacer. La escena, aunque ridícula, me pareció alarmante. ¿Para qué iban a prepararse? No estaba conmovido. Pensé que si los hubiera visto partir con Faustine, también habría dejado consumarse el preparado horror, inactivo, ligeramente nervioso.

Por suerte no había llegado el momento. La barba y las piernas flacas de Morel se vieron de lejos. Faustine, Dora, la mujer que vi una noche contando cuentos de fantasmas, Alec y los tres hombres que habían estado un rato antes, bajaban hacia la pileta, en traje de baño. Yo me corrí de una planta a otra, para ver mejor. Las mujeres trotaban, sonrientes; los hombres daban saltos, como para quitarse un frío inconcebible en este régimen de dos soles. Preveía la desilusión que tendrían al asomarse a la pileta. Desde que no la cambio, el agua está impenetrable (al menos para una persona normal): verde, opaca, espumosa, con grades matas de hojas que han crecido monstruosamente, con pájaros muertos y, sin duda, con víboras y sapos vivos.

Semidesnuda, Faustine es ilimitadamente hermosa. Tenía esa alegría de embelesados, un poco tonta, de la gente cuando se baña en público. Fue la primera en zambullir. Los oí reírse y agitar el agua.

Dora y la mujer vieja salieron primero. La vieja, con mucho movimiento de brazo, contó:

– Uno, dos, tres.

Los otros, seguramente, corrían una carrera. Los hombres salieron exhaustos. Faustine estuvo un rato más en el agua.

Entretanto, los marineros habían desembarcado. Recorrían la isla. Me guarecí entre unas matas de palmeras.

* * *

Contaré fielmente los hechos que he presenciado entre ayer a la tarde y la mañana de hoy, hechos inverosímiles, que no sin trabajo habrá producido la realidad… Ahora parece que la verdadera situación no es la descripta en las páginas anteriores; que la situación que vivo no es la que yo creo vivir.

Cuando los bañistas fueron a vestirse, decidí vigilar día y noche. Sin embargo, pronto consideré injustificada esa medida.

Me iba, y apareció el muchacho de las cejas cargadas y del pelo negro. Un minuto después sorprendí a Morel, espiando, escondiéndose en una ventana. Morel bajó la escalinata. Yo no estaba lejos. Pude oírlo.

– No quise hablar porque había gente. Voy a someterle algo, a usted y a unos pocos. -

– Someta.

– No aquí -dijo Morel, escrutando con desconfianza los árboles. Esta noche. Cuando todos se vayan, quédese.

– ¿Muerto de sueño?

– Mejor. Cuanto más tarde mejor. Pero, sobre todo, sea discreto. No quiero que las mujeres se enteren. La histeria me da histeria. Adiós.

Se alejó corriendo. Antes de entrar en la casa miró hacia atrás. El muchacho empezaba a subir. Lo detuvieron unos ademanes de Morel. Dio un paseo corto, con las manos en los bolsillos, silbando rudimentariamente.

Traté de pensar en lo que había visto, pero no tenía ganas. Estaba inquieto.

Transcurrió un cuarto de hora, más o menos.

Otro barbudo canoso, gordo, que no he consignado todavía en este informe, apareció en la escalinata, miró a lo lejos, alrededor. Bajó y se quedó frente al museo, inmóvil, aparentemente azorado.

Volvió Morel. Hablaron un minuto. Pude oír:

– ¿… si yo le dijera que están registrados todos sus actos y palabras?

– No me importaría.

Me pregunté si habrían descubierto mi diario. Resolví mantenerme alerta. Impedir las tentaciones de la fatiga y de la distracción. No dejarme sorprender.

El gordo volvió a quedar solo, indeciso. Morel apareció con Alec (joven oriental y verdi-negro). Se fueron los tres.

Salieron entonces caballeros y criados con sillas de paja, que pusieron a la sombra de un árbol del pan, grande y enfermo (he visto algunos ejemplares menos desarrollados en una vieja quinta, en Los Teques). Las damas ocuparon las sillas; a su alrededor los hombres se echaron en el pasto. Recordé tardes en la patria.

Faustine cruzó hacia las rocas. Es ya molesto cómo quiero a esta mujer (y ridículo: no hemos hablado ni una vez). Estaba con un traje de tenis y un pañuelo, casi violeta, en la cabeza. Lo que será recordar esos pañuelos cuando Faustine se haya ido.

Tenía ganas de ofrecerme para llevarle el bolso o la manta. La seguía de lejos; la vi dejar el bolso en una roca, estirar la manta; quedarse inmóvil contemplando el mar o la tarde, imponiéndoles su calma.

Se iba la última ocasión de tener suerte con Faustine. Podría arrodillarme, confesarle mi pasión, mi vida. No lo hice. No me pareció hábil. Es cierto que las mujeres acogen natural-mente cualquier homenaje. Pero más valía dejar que la situación se aclarara sola. Resulta sospechoso un desconocido que nos cuenta su vida, nos dice espontáneamente que ha estado preso, condenado a prisión perpetua y que somos su razón de existir. Uno teme que todo sea un chantaje para vender una lapicera labrada con Bolívar-1783-1830, o una botella con un velero adentro. Otro sistema sería hablarle mirando el mar, como un loco muy contemplativo y sencillo: comentar los dos soles, nuestra afición a los ponientes; esperar un poco sus preguntas; referirle, de todos modos, que yo soy un escritor, que siempre he querido vivir en una isla solitaria; confesar la irritación que tuve a la llegada de su gente; contarle mi confinamiento a la parte inundable de la isla (esto permitiría amenas explicaciones de los bajos y sus calamidades) y así llegar a la declaración: ahora temo que se vayan, que venga un crepúsculo sin la dulzura, ya habitual, de verla.

Se levantó. Me puse nerviosísimo (como si Faustine hubiera oído lo que yo estaba pensando, como si la hubiera ofendido). Fue a buscar un libro que había dejado, medio salido de un bolso, en otra roca, a unos cinco metros. Volvió a sentarse. Abrió el libro, posó la mano en una hoja y quedó como adormecida, mirando la tarde.

Cuando se entró el más débil de los soles, Faustine se levantó de nuevo. La seguí… corrí, me tiré de rodillas y le dije, casi gritando:

– Faustine, la quiero.


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