– Ha muerto el rey de Nápoles.
– Me he enterado. Desconocía que le tuvieras tanto apego.
– Por mí podía haber reventado el mismo día en que le parieron.
Pero he tenido una idea, Rodrigo, que ayudaría a culminar el sentido de la lucha de nuestra familia, el carácter profético con el que la señaló san Vicente Ferrer. ¿Cómo verías que yo fuera proclamado rey de Nápoles? El rey Alfonso no ha dejado descendencia legítima, y pocas probabilidades tiene el bastardo Ferrante.
– Déjame estudiarlo.
– ¡No me contestes lo mismo que el "oncle", Rodrigo! ¿Qué hay que estudiar? Por todas partes se extienden los nuevos jefes de Estado promocionados por las armas o por el dinero, son señores de fortuna, cuando no jefes creados por acuerdos diplomáticos. ¿Por qué nuestro tío no puede promocionarme al trono de Nápoles?
– "Quanto altior est ascensus tanto durior descensus".
– Ése es el aforismo de un fraile capón.
– Y santo. San Jerónimo.
– No es tu estilo citar a los Padres de la Iglesia. Tenemos en el escudo un toro, un animal fuerte y poderoso, sagrado en un montón de religiones. Yo soy un buey Borja y no un fraile castrado pensando sandeces sobre el exceso de ambición.
– Todavía no somos lo suficientemente ricos, ni lo suficientemente fuertes. Lo que tú quieres cuesta dinero y fuerza. Todo llegará.
– Yo tengo la fuerza. Todos los capitanes son de mi confianza y mantengo a raya a las demás familias, incluido ese payaso de Orsini al que le voy a arrastrar por los cojones el día menos pensado.
– Es preferible que le cortes la cabeza a que le arrastres por los cojones. Si le cortas la cabeza no lesionas su orgullo. Si le arrastras por los cojones no te perdonará.
Lanza un puño al aire, luego el otro, Pere Lluís y se planta finalmente ante su hermano, crispado, desafiante.
– ¡No te rías de mí! ¿Estás conmigo o contra mí?
Rodrigo cierra los ojos y cuando los abre vuelve a tener ante sí el trabajo interrumpido por la irrupción de Pere Lluís. De reojo contempla cómo la tensión del hermano se va diluyendo en angustia a la espera de la sanción. Exhala Rodrigo un suspiro que le hace daño en el pecho y sin dar la cara exclama:
– Estoy contigo, Pere Lluís.
Pase lo que pase.
Abandona el capitán general la estancia y ya en soledad arroja Rodrigo la pluma, se levanta, contempla un reclinatorio y va hacia él, se arrodilla y reza tres avemarías en catalán dedicadas a la Mare de Déu de Lleida. Cuando termina de rezar permanece en concentración y se decide a abandonar el palacio, rechazando la escolta, aunque no puede evitar que le sigan dos soldados a distancia. No ceja el cardenal canciller y de memoria su cuerpo se zambulle en la oscuridad del portal de un palacete.
También de memoria sus pies suben la escalinata y desembocan en un claustro donde pasea una vieja conseguidora con sus pupilas, inclinadas las cuatro mujeres ante la aparición del cardenal que, sin detenerse, le hace una señal a la vieja para que le secunde. Ya en el interior de una sala alcoba, Rodrigo insta a la mujer a que cierre la puerta.
– Su eminencia, ¿se ha fijado?
Ha vuelto la veneciana, Paola.
¿La recuerda? Sus padres me pusieron mil reparos, pero yo me permití utilizar…
– ¿Mi nombre?
– Eso no lo haría nunca. Utilicé sus deseos y mi dinero.
– No quiero chicas hoy. Toma esta lista y consígueme una reunión con esta gente aquí, en media hora.
Estudia la vieja la lista.
– No será fácil, pero media hora es mucho tiempo. ¿No quiere su eminencia reverendísima buena compañía durante tanto tiempo?
Niega Rodrigo con la cabeza y da la espalda, señal que basta a la celestina para salir de la habitación. Cuando se queda solo, el abatimiento le lleva a dejarse caer en un sillón y levanta las manos abiertas al cielo como tratando de contener el peso del mundo. Está a disgusto sentado y también de pie, cree advertir una presencia en la estancia y se revuelve hacia la puerta. Apoyada en el quicio, una muchacha morena con el escote de la blusa desbordado por los senos, la sonrisa cómplice.
– ¿Me recuerda? Soy Paola.
– Te recuerdo, Paola.
Le tiende una mano la veneciana y Rodrigo la acepta, como acepta el recorrido hasta un dormitorio donde Paola se desnuda y queda a la espera de la reacción del hombre. Se deja querer Rodrigo desde una pasividad ensimismada hasta que la muchacha interrumpe sus dedicaciones y se desparrama a su lado.
– ¿Ya no le gusto a su eminencia?
Con un dedo dibuja el hombre un signo sobre la piel de la muchacha, se deja acariciar, montar y acaba en el juego de las caricias y la pasión con el techo como reloj de sombras. Y cuando las sombras se instalan definitivamente, la mujer duerme y Rodrigo piensa, con un brazo bajo la nuca, hasta que chirrían los goznes de la puerta, asoma la vieja medio cuerpo y Rodrigo le hace una seña para que mantenga silencio. Paola dormita desnuda bajo una sábana mal repartida sobre sus desnudeces y Rodrigo termina de vestirse. Omite la cara de satisfacción de la celestina por su vencimiento y le impide que le siga. Recupera el cardenal la estancia inicial y allí aguardan cuatro hombres.
– "Galceran, Joan, Llan amp;ol, Milá. Sabia que vindríeu. La mort del rei de Nápols complica les coses. Pere Lluís pressiona perqué el papa el proclami rei, i aquesta seria la gota d.aigua que fa vessar el vas i esclatar un al amp;ament contra "i catalani"
.
– "Qué podem fer?"
.
– "Pressioneu Calixte Iii perqué no nomeni Pere Lluís"
.
– "I qui millor que tu per aconseguir-ho?"
– "Jo? Peró es que no te n.adones, Milá? Com es prendria el meu germá que jo treballara en contra de les seues boges ambicions?
Si el meu oncle em demana el meu parer, haig de dir-li: fes-lo rei de Nápols o emperador de Constantinoble o de Samarkand. Hem de protegir Pere Lluís de si mateix i de pas nos protegirem nosaltres i el Sant Pare"
Se ha hecho la luz entre los conjurados y son los gestos los que refrendan las explicaciones del joven cardenal los que los persuaden y cada cual asume el compromiso a su medida.
Un arrapiezo se sube a una fuente romana y grita:
– ¡Catalanes! ¡Ladrones!
¡Fuera!
A su alrededor crecen voces convergentes y los manifestantes miran hacia el palacio, tratando de que sus miradas se metan en la alcoba papal. El papa, en el lecho, pregunta con un gesto qué está pasando fuera y nadie le contesta, le arropan pese a los calores del "ferragosto" o le tienden pócimas que Calixto Iii rechaza y balbucea casi sin voz algo que sólo su secretario entiende.
– Quiere que lea su juramento del día de la proclamación.
Rodrigo sale de su meditación.
– ¿Ahora?
El anciano sigue bisbiseando mientras agarra con toda la energía que le queda el brazo de su secretario.
– Insiste en que sea ahora.
Abarca Rodrigo a los pobladores de la estancia, mientras frunce la nariz como si le molestara el olor de la enfermedad o el de la muerte. Una vieja enfermera retira la teja de debajo del cuerpo del papa y arrugan la nariz el médico, Pere Lluís y dos viejos cardenales entre el rezo del rosario y el sueño. Examina el médico las heces y cabecea pesimista. No parece sentir el hedor el secretario, que tiende a Rodrigo un papel como una orden que de hecho viene de su tío, papel que finalmente acepta, examina y lee con la voz progresivamente entera:
– "Jo, Calixte Iii, papa, promet i jure a la Santa Trinitat, Pare, Fill i Esperit Sant, a la sempre Verge Mare de Deu, als apóstols sant Pere i sant Pau i a tots els exércits celestials que, si cal, vessare la meua própia sang per tal d.intentar, en la mesura de les meues forces i amb el concurs dels meus venerables ger mans, tot el que siga possible per a conquerir Constantinoble, que ha estat presa i destruñda per l.enemic del Salvador Crucificat, pel fill del diable, Mohamed, príncep dels turcs, en cástig pels pecats dels homes. Hem de deslliurar Constantinoble i exterminar en Orient la secta diabólica de l.infame i pérfid Mahoma. La llum de la fe está quasi extingida en aquestes dissortades regions. Si alguna vegada jo t.oblidara, Jerusalem, que caiga la meua destra en oblit, es paralise la meua llengua en la meua boca, si jo no me.n recordara ja de tu, Jerusalem, si ja no fores tu l.inici de la meua alegria. Que Deu vinga en el meu ajut i en el meu Sant Evangeli!