tenía dos hijos, mi pobre hermano Pere Lluís y yo…
Los hijos escuchan la historia de su dinastía con dedicación pero desde una cierta hartura. Aunque Rodrigo se detenga ante Joan y le coja por un brazo, como convirtiéndole en el principal destinatario de su nostalgia, es Joan precisamente quien atiende con menos ganas. César se ha enroscado en sí mismo y escucha el discurso de su padre mientras contempla una lejanía que sólo él ve. Rodrigo acaricia ahora los rizos rubios de Lucrecia, le pasa las manos por las mejillas, los hombros, detiene las manos sobre los pechos, pero luego las baja hasta el talle de avispa, del que se apodera como si quisiera beber de aquel cuerpo.
– Tú, Lucrecia, aportas tu belleza, y todos los señores de la Tierra querrán poseerla y serán poseídos por los Borja. Tú, Joan, heredarás de tu malogrado hermanastro Pere Lluís el ducado de Gandía y serás rico y poderoso en España y el brazo armado del papado si yo salgo elegido. Tú, César, has de ser cardenal y papa, y tú, Jofre, has de crecer, muchacho, para ser útil a la familia.
Durante el cónclave hemos de vernos lo menos posible. Todo el mundo sabe que tengo una familia, pero conviene que no lo recuerden demasiado mientras gano voluntades para ser elegido. Burcardo, el jefe de protocolo, me ha aconsejado que no os dejéis ver.
– Burcardo es un pájaro de mal agüero.
Joan replica a su hermano sin salir de la displicencia:
– César, tú detestas a Burcardo porque está horrorizado por tu forma de vestir.
– Y por nuestra forma de vivir.
Burcardo nos odia. Más incluso que Giuliano della Rovere.
– Burcardo me es fiel, y lo sabe todo sobre cómo debo comportarme para ser papa.
Y desde la distancia devuelve el puñal hacia su hijo que, a su vez, se ve obligado a cazarlo en el aire.
– ¿Vas a luchar desarmado?
Rodrigo se ha metido una mano en un bolsillo interior de la casulla y la saca llena de monedas de oro que va precipitando una a una sobre un cáliz ornamental.
– Éstas serán mis armas.
Pero se arrepiente de su gesto, se santigua y se acerca a un reclinatorio para arrodillarse, entre la curiosidad de los presentes y sin otra piedad acompañante que la de Vannozza y su marido, persignados e igualmente arrodillados.
De rodillas y con los brazos en cruz se recoge Rodrigo ante su sitial, mientras cada cardenal adopta el continente que le dicta la edad o el tedio. Si recogido está Borja, Giuliano della Rovere mueve las faldas y las palabras, arqueos de ceja, roces con los curiales sin perder de vista de reojo la extraña pasividad enfervorizada de Rodrigo.
– ¿Va a salir Ascanio Sforza?
Es tan viejo el cardenal Maffeo Gherardo que su voz es como un soplo que sus manos a manera de altavoces empujan hacia una oreja de Della Rovere.
– Entró papa en el cónclave.
– Entonces no saldrá papa.
– Cualquiera menos el ponzoñoso Borja, Gherardo. Desde que estos ganapanes catalanes llegaron a Roma han estado trabajando para la llegada del Anticristo. En Florencia clama contra el papado el profeta Savonarola, y los católicos alemanes están en pie de guerra. Se sublevarían los sectores más sanos de la Iglesia si esta infame turba catalana ocupa la silla de Pedro.
Se solicita silencio porque el obispo Bernardino López de Carvajal va a hablar con su reputado y estudiado continente del hombre bueno pacificador de los espíritus. Della Rovere cambia de cardenal, de grupo, y los mensajes retóricamente bien intencionados de López de Carvajal llegan fragmentados por sus cuchicheos.
– … hay que elegir el candidato más apto para luchar contra los vicios de la Iglesia… la Iglesia debe ser reformada… no trafiquéis con los bienes sagrados… no caigáis en el pecado de simonía.
Es el momento elegido por Rodrigo para desarrodillarse y acercarse al joven cardenal de Medicis.
– Hay que terminar cuanto antes. La ciudad está en plenos disturbios. Esta noche se han contado doscientos asesinatos.
– Cuando subíamos las escaleras de San Pedro se han visto tres soles casi iguales.
– Señal de Dios. El tres es el orden espiritual de Dios en el cosmos: el cielo, la Tierra, el hombre. Dios quiere una elección rápida.
– Ascanio Sforza tiene siete votos.
Parece satisfecho Sforza, con sus ojos fruncidos estudiando las idas y venidas de Borja y Della Rovere. La ruta de Della Rovere es opuesta a la que sigue Borja, conversando, cuchicheando, convenciendo, pero finalmente se encuentran y bajan los ojos, las sonrisas, las voces, cuando Della Rovere pregunta:
– ¿Cuánto estás dispuesto a gastarte?
– Lo que haga falta: ducados, obispados, abadías, beneficios eclesiásticos, casas de campo, fincas, castillos.
– Tu tío ya os dejó bien servidos.
– Donde estuvieres haz lo que vieres. Incluso tengo dinero para comprarte a ti.
– ¡Sí que tienes dinero!
Se separan los cardenales, cejijunto el asténico Della Rovere, pícnico, plácido y abrazador Borja, que va desgajando las cuentas del rosario que cuelga de una de sus manos, y a cuenta por promesa, la más adecuada para cada oreja.
Con peine de oro y nácar, Adriana del Milá acaricia más que peina los cabellos de Lucrecia y sonríe ante sus demandas. Quiero que me peines como a tu nuera, Giulia Farnesio. Es la chica más guapa de Roma. Joan Borja, vestido de turco, da ante el espejo algunos toques con sus dedos a los cabellos que le asoman bajo el turbante, y al mismo espejo se inclina el príncipe Djem componiendo muecas. Se vuelve Joan y le golpea
con los dedos levemente en el triple estómago situado sobre una doble barriga, pero el príncipe compone el gesto de un luchador y los dos hombres se traban los cuerpos con los brazos y caen al suelo entre jadeos y risas sofocadas. El más congestionado es Djem, que pide tregua, recupera estatura y respiración en la ventana, como si no hubiera suficiente aire en Roma para su asfixia. Hasta allí le llega la voz de Joan.
– Estás demasiado gordo, Djem.
– Los rehenes comemos demasiado. ¿Qué otra cosa podemos hacer?
– Si mi padre es papa, todo cambiará. Ya no tiene sentido que te conserven para molestar a tu hermano, el sultán Bayaceto.
– ¿Si no tiene sentido conservarme como rehén, qué sentido tiene conservarme? ¿Me mataréis?
– No digas tonterías, Djem.
Tu hermano paga para que te tengamos en Roma. Eres un buen negocio.
Irrumpe Lucrecia en la conversación y Adriana del Milá interrumpe el peinado.
– Eres el preso más divertido que hemos tenido.
– Gracias, Lucrecia. No soy exactamente un preso. Soy una razón de Estado. Mis compatriotas los turcos ya están a las puertas de Belgrado.
Una estúpida razón de Estado, piensa Djem, y su discurso mudo increpa a los que contempla. Se pretende que mi hermano se asuste porque vosotros podéis convertirme en su antagonista, en el aspirante al trono de los turcos, imbéciles.
Mi hermano cada vez se asusta menos. Yo no asusto a mi hermano, pero a vosotros los cristianos os encanta creer que yo asusto a mi hermano. Constantinopla es nuestra. Hemos llegado hasta Belgrado. Tenéis el Islam a las puertas, pero me parece de perlas que vosotros creáis que yo asusto a mi hermano, porque el día que dejéis de creerlo… Se rebana Djem el cuello con un dedo. A Joan de Gandía le produce desgana la situación y prefiere pasar un brazo sobre los hombros del turco, ahora asomado a la ventana.
– ¿Qué nos importa que los turcos lleguen a Belgrado? ¿Alguien ha estado en Belgrado? ¿Existe Belgrado? Nos hemos vestido de turcos para vivir turcamente esta noche.
– Mira, César se marcha.
Joan y Djem contemplan el paso de César a caballo por el patio en dirección a la puerta.
– Y va sin Michelotto Corella. Milagroso. ¿De qué va vestido?