El Súper Halcón descendió bruscamente y las primeras ramas de los árboles le rozaron el vientre. Apenas se encontró sobre el improvisado aeródromo, Angie buscó el suelo, rogando para que fuera firme y no estuviera sembrado de rocas. El avión cayó dando bandazos, como un pajarraco herido, mientras en su interior reinaba el caos: los bultos saltaban de un lado a otro, los pasajeros se azotaban contra el techo, rodaba la cerveza y bailaban los tambores de gasolina. Angie, con las manos agarrotadas sobre los instrumentos de control, aplicó los frenos a fondo, tratando de estabilizar el aparato para evitar que se quebraran las alas. Los motores rugían, desesperados, y un fuerte olor a goma quemada invadía la cabina. El aparato temblaba en su intento de detenerse, recorriendo los últimos metros de pista en una nube de arena y humo.
– ¡Los árboles! -gritó Kate cuando estuvieron casi encima de ellos.
Angie no contestó a la gratuita observación de su clienta: ella también los veía. Sintió esa mezcla de terror absoluto y de fascinación que la invadía cuando se jugaba la vida, una súbita descarga de adrenalina que le hacía hormiguear la piel y aceleraba su corazón. Ese miedo feliz era lo mejor de su trabajo. Sus músculos se tensaron en el esfuerzo brutal de dominar la máquina; luchaba cuerpo a cuerpo con el avión, como un vaquero sobre un toro bravo. De pronto, cuando los árboles estaban a dos metros de distancia y los pasajeros creyeron que había llegado su último instante, el Súper Halcón se fue hacia delante, dio una sacudida tremenda y enterró el pico en el suelo.
– ¡Maldición! -exclamó Angie.
– No hable así, mujer -dijo el hermano Fernando con voz temblorosa desde el fondo de la cabina, donde pataleaba enterrado bajo las cámaras fotográficas-. ¿No ve que Dios proveyó una pista de aterrizaje?
– ¡Dígale que me mande también un mecánico, porque tenemos problemas! -bramó de vuelta Angie.
– No nos pongamos histéricos. Antes que nada debemos examinar los daños -ordenó Kate Cold preparándose para bajar, mientras los demás se arrastraban a gatas hacia la portezuela. El primero en saltar afuera fue el pobre Borobá, quien rara vez había estado más asustado en su vida. Alexander vio que Nadia tenía la cara cubierta de sangre.
– ¡Águila! -exclamó, tratando de librarla de la confusión de bultos, cámaras y asientos desprendidos del suelo.
Cuando por fin estuvieron afuera y pudieron evaluar la situación, resultó que ninguno estaba herido; lo de Nadia era una hemorragia nasal. El avión, en cambio, había sufrido daños.
– Tal como temía, se dobló la hélice -dijo Angie.
– ¿Es grave? -preguntó Alexander.
– En circunstancias normales no es grave. Si consigo otra hélice, yo misma la puedo cambiar, pero aquí estamos fritos. ¿De dónde voy a sacar una de repuesto?
Antes que el hermano Fernando alcanzara a abrir la boca, Angie lo enfrentó con los brazos en jarra.
– ¡Y no me diga que su Dios proveerá, si no quiere que me enoje de verdad!
El misionero guardó prudente silencio.
– ¿Dónde estamos exactamente? -preguntó Kate.
– No tengo la menor idea -admitió Angie.
El hermano Fernando consultó su mapa y concluyó que seguramente no estaban muy lejos de Ngoubé, la aldea donde sus compañeros habían establecido la misión.
– Estamos rodeados de jungla tropical y pantanos, no hay forma de salir de aquí sin un bote -dijo Angie.
– Entonces hagamos fuego. Una taza de té y un trago de vodka no nos caerían mal -propuso Kate.
4 Incomunicados en la jungla
Al caer la noche los expedicionarios decidieron acampar cerca de los árboles, donde estarían mejor protegidos.
– ¿Hay pitones por estos lados? -preguntó Joel González, pensando en el abrazo casi fatal de una anaconda en el Amazonas.
– Las pitones no son problema, porque se ven de lejos y se pueden matar a tiros. Peores son la víbora de Gabón y la cobra del bosque. El veneno mata en cuestión de minutos -dijo Angie.
– ¿Tenemos antídoto?
– Para ésas no hay antídoto. Me preocupan más los cocodrilos, esos bichos comen de todo… -comentó Angie.
– Pero se quedan en el río, ¿no? -preguntó Alexander.
– También son feroces en tierra. Cuando los animales salen de noche a beber, los cogen y los arrastran hasta el fondo del río. No es una muerte agradable -explicó Angie.
La mujer disponía de un revólver y un rifle, aunque nunca había tenido ocasión de dispararlos. En vista de que deberían hacer turnos para vigilar por la noche, les explicó a los demás cómo usarlos. Dieron unos cuantos tiros y comprobaron que las armas estaban en buen estado, pero ninguno de ellos fue capaz de acertar al blanco a pocos metros de distancia. El hermano Fernando se negó a participar, porque según dijo, las armas de fuego las carga el diablo. Su experiencia en la guerra de Ruanda lo había dejado escaldado.
– Esta es mi protección, un escapulario -dijo, mostrando un trozo de tela que llevaba colgado de un cordel al cuello.
– ¿Qué? -preguntó Kate, quien nunca había oído esa palabra.
– Es un objeto santo, está bendito por el Papa -aclaró Joel González, mostrando uno similar en su pecho.
Para Kate, formada en la sobriedad de la Iglesia protestante, el culto católico resultaba tan pintoresco como las ceremonias religiosas de los pueblos africanos.
– Yo también tengo un amuleto, pero no creo que me salve de las fauces de un cocodrilo -dijo Angie mostrando una bolsita de cuero.
– ¡No compare su fetiche de brujería con un escapulario! -replicó el hermano Fernando, ofendido.
– ¿Cuál es la diferencia? -preguntó Alexander, muy interesado.
– Uno representa el poder de Cristo y el otro es una superstición pagana.
– Las creencias propias se llaman religión, las de los demás se llaman superstición -comentó Kate.
Repetía esa frase delante de su nieto en cuanta oportunidad se le presentaba, para machacarle respeto por otras culturas. Otros de sus dichos favoritos eran: «Lo nuestro es idioma, lo que hablan los demás son dialectos», y «Lo que hacen los blancos es arte y lo que hacen otras razas es artesanía». Alexander había tratado de explicar estos dichos de su abuela en la clase de ciencias sociales, pero nadie captó la ironía.
Se armó de inmediato una apasionada discusión sobre la fe cristiana y el animismo africano, en la cual participó el grupo entero, menos Alexander, quien llevaba su propio amuleto al cuello y prefirió callarse la boca, y Nadia, quien estaba ocupada recorriendo con gran atención la pequeña playa de punta a cabo, acompañada por Borobá. Alexander se reunió con ellos.
– ¿Qué buscas, Águila? -preguntó.
Nadia se agachó y recogió de la arena unos trozos de cordel.
– Encontré varios de éstos -dijo.
– Debe ser alguna clase de liana…
– No. Creo que son fabricados a mano.
– ¿Qué pueden ser?
– No lo sé, pero significa que alguien ha estado aquí hace poco y tal vez volverá. No estamos tan desamparados como Angie supone -dedujo Nadia.
– Espero que no sean caníbales.
– Eso sería muy mala suerte -dijo ella, pensando en lo que le había oído al misionero sobre el loco que reinaba en la región.
– No veo huellas humanas por ninguna parte -comentó Alexander.
– Tampoco se ven huellas de animales. El terreno es blando y la lluvia las borra.
Varias veces al día caía una fuerte lluvia, que los mojaba como una ducha y terminaba tan de súbito como había comenzado. Esos chaparrones los mantenían empapados, pero no atenuaban el calor, por el contrario, la humedad lo hacía aún más insoportable. Armaron la carpa de Angie, en la cual tendrían que amontonarse cinco de los viajeros, mientras el sexto vigilaba. Por sugerencia del hermano Fernando buscaron excremento de animales para hacer fuego, única manera de mantener a raya a los mosquitos y disimular el olor de los seres humanos, que podría atraer a las fieras de los alrededores. El misionero los previno contra las chinches, que ponían huevos entre uña y carne, las heridas se infectaban y después había que levantar las uñas con un cuchillo para arrancar las larvas, procedimiento parecido a la tortura china. Para evitarlo se frotaron manos y pies con gasolina. También les advirtió que no dejaran comida al aire libre, porque atraía a las hormigas, que podían ser más peligrosas que los cocodrilos. Una invasión de termitas era algo aterrador: a su paso desaparecía la vida y no quedaba más que tierra asolada. Alexander y Nadia habían oído eso en el Amazonas, pero se enteraron de que las africanas eran aún más voraces. Al atardecer llegó una nube de minúsculas abejas, las insufribles mopani, y a pesar del humo invadieron el campamento y los cubrieron hasta los párpados.