Los tres músicos con chaquetas de uniforme militar y sin pantalones, que la noche de la llegada de Kate y su grupo golpeaban palos, ahora disponían de tambores. El sonido que producían era monótono, lúgubre, amenazante, muy diferente a la música de los pigmeos. El tamtan continuó un largo rato, hasta que la luna sumó su luz a la de las antorchas. Entretanto habían traído bidones de plástico y calabazas con vino de palma, que pasaban de mano en mano. Esta vez ofrecieron a las mujeres, a los niños y a los visitantes. El comandante disponía de whisky americano, seguramente obtenido de contrabando. Bebió un par de sorbos y le pasó la botella a Angie, quien la rechazó dignamente, porque no quería establecer ningún tipo de familiaridad con ese hombre; pero cuando él le ofreció un cigarrillo, no pudo resistir, llevaba una eternidad sin fumar.
Ante un gesto de Mbembelé, los músicos tocaron un redoble de tambores, anunciando el comienzo de la función. Desde el otro extremo del patio trajeron a los dos guardias designados para vigilar la choza de los forasteros y bajo cuyas narices escaparon Nadia y Alexander. Los empujaron al cuadrilátero, donde permanecieron de rodillas, con las cabezas gachas, temblando. Eran muy jóvenes, Kate calculó que debían tener la edad de su nieto, unos diecisiete o dieciocho años. Una mujer, tal vez la madre de uno de ellos, dio un grito y se lanzó hacia el ring, pero de inmediato fue retenida por otras mujeres, que se la llevaron abrazada, tratando de consolarla.
Mbembelé se puso de pie, con las piernas separadas, las manos empuñadas sobre las caderas, la mandíbula protuberante, el sudor brillando en su cráneo afeitado y su desnudo torso de atleta. Con esa actitud y los lentes de sol que ocultaban sus ojos, era la imagen misma del villano de las películas de acción. Ladró unas cuantas frases en su idioma, que los visitantes no entendieron, enseguida volvió a instalarse echado hacia atrás en su silla. Un soldado entregó un cuchillo a cada uno de los hombres en el cuadrilátero.
Kate y sus amigos no tardaron en darse cuenta de las reglas del juego. Los dos guardias estaban condenados a luchar por sus vidas y sus compañeros, así como sus familiares y amigos, estaban condenados a presenciar aquella cruel forma de disciplina. Ezenji, la danza sagrada, que los pigmeos ejecutaban antiguamente antes de salir de caza para invocar al gran espíritu del bosque, en Ngoubé había degenerado, convirtiéndose en un torneo de muerte.
La pelea entre los dos guardias castigados fue breve. Durante unos minutos parecieron bailar en círculos, con los puñales en las manos, buscando un descuido del contrincante para asestar el golpe. Mbembelé y sus soldados los azuzaban con gritos y rechiflas, pero el resto de los espectadores guardaba ominoso silencio. Los otros guardias bantúes estaban aterrados, porque calculaban que cualquiera de ellos podría ser el próximo en ser condenado. La gente de Ngoubé, impotente y furiosa, se despedía de los jóvenes; sólo el miedo a Mbembelé y el mareo provocado por el vino de palma, impedían que estallara una revuelta. Las familias estaban unidas por múltiples lazos de sangre; quienes observaban aquel espantoso torneo eran parientes de los muchachos con los puñales.
Cuando por fin los luchadores se decidieron a atacarse, las hojas de los cuchillos brillaron un instante en la luz de las antorchas antes de descender sobre los cuerpos. Dos gritos simultáneos desgarraron la noche y ambos muchachos cayeron, uno revolcándose por el suelo y el otro a gatas, con el arma todavía en la mano. La luna pareció detenerse en el cielo, mientras la población de Ngoubé retenía el aliento. Durante largos minutos el joven que yacía por tierra se estremeció varias veces y luego quedó inmóvil. Entonces el otro soltó el cuchillo y se postró con la frente en el suelo y los brazos sobre la cabeza, convulsionado de llanto.
Mbembelé se puso de pie, se acercó con estudiada lentitud y con la punta de la bota le dio la vuelta al cuerpo del primero, enseguida desenfundó la pistola que llevaba en el cinturón y apuntó a la cabeza del otro joven. En ese mismo instante Angie Ninderera se lanzó hacia el centro de la plaza y se colgó del comandante con tal celeridad y fuerza, que lo tomó de sorpresa. La bala se estrelló en el suelo a pocos centímetros de la cabeza del condenado. Una exclamación de horror recorrió la aldea: estaba absolutamente prohibido tocar al comandante. Nunca antes se había atrevido alguien a ponerse frente a él en aquella forma. La acción de Angie produjo tal incredulidad en el militar, que demoró un par de segundos en sacudirse el estupor, eso le dio tiempo a ella de colocarse delante de la pistola, bloqueando a la víctima.
– Dígale al rey Kosongo que acepto ser su esposa y quiero la vida de estos muchachos como regalo de bodas -dijo la mujer con voz firme.
Mbembelé y Angie se miraron a los ojos, midiéndose con ferocidad, como un par de boxeadores antes del combate. El comandante era media cabeza más alto y mucho más fuerte que ella, además tenía una pistola, pero Angie era una de esas personas con inquebrantable confianza en sí misma. Se creía bella, lista, irresistible y tenía una actitud atrevida, que le servía para hacer su santa voluntad. Apoyó sus dos manos sobre el pecho desnudo del odiado militar -tocándolo por segunda vez- y lo empujó con suavidad, obligándolo a retroceder. Acto seguido lo fulminó con una sonrisa capaz de desarmar al más bravo.
– Vamos, comandante, ahora sí que acepto un trago de su whisky -dijo alegremente, como si en vez de un duelo a muerte hubieran presenciado un acto de circo.
Entretanto el hermano Fernando, seguido por Kate y Joel González, se acercaron también y procedieron a levantar a los dos muchachos. Uno estaba cubierto de sangre y se tambaleaba, el otro inconsciente. Los sostuvieron por los brazos y se los llevaron casi a rastras hacia la choza donde estaban alojados, mientras la población de Ngoubé, los guardias bantúes y los Hermanos del Leopardo observaban la escena con el más absoluto asombro.
13 David y Goliat
La reina Nana-Asante acompañó a Nadia y Alexander por la delgada huella en el bosque, que unía la aldea de los antepasados con el altar donde aguardaba Beyé-Dokou. Aún no salía el sol y la luna había desaparecido, era la hora más negra de la noche, pero Alexander llevaba su linterna y Nana-Asante conocía el sendero de memoria, porque lo recorría a menudo para apoderarse de las ofrendas de comida que dejaban los pigmeos.
Alexander y Nadia estaban transformados por la experiencia vivida en el mundo de los espíritus. Durante unas horas dejaron de ser individuos y se fundieron en la totalidad de lo que existe. Se sentían fuertes, seguros, lúcidos; podían ver la realidad desde una perspectiva más rica y luminosa. Perdieron el temor, incluso el temor a la muerte, porque comprendieron que, pasara lo que pasara, no desaparecerían tragados por la oscuridad. Nunca estarían separados, formaban parte de un solo espíritu.
Resultaba difícil imaginar que en el plano metafísico los villanos como Mauro Carias en el Amazonas, el Especialista en el Reino Prohibido y Kosongo en Ngoubé tenían almas idénticas a las de ellos. ¿Cómo podía ser que no hubiera diferencia entre villanos y héroes, santos y criminales; entre los que hacen el bien y los que pasan por el mundo causando destrucción y dolor? No conocían la respuesta a ese misterio, pero supusieron que cada ser contribuye con su experiencia a la inmensa reserva espiritual del universo. Unos lo hacen a través del sufrimiento causado por la maldad, otros a través de la luz que se adquiere mediante la compasión.
Al volver a la realidad presente, los jóvenes pensaron en las pruebas que se avecinaban. Tenían una misión inmediata que cumplir: debían ayudar a liberar a los esclavos y derrocar a Kosongo. Para ello había que sacudir la indiferencia de los bantúes, quienes eran cómplices de la tiranía por no oponerse a ella; en ciertas circunstancias no se puede permanecer neutral. Sin embargo, el desenlace no dependía de ellos, los verdaderos protagonistas y héroes de la historia eran los pigmeos. Eso les quitó un tremendo peso de los hombros.