Entretanto Nadia instruyó a Jena, la esposa de Beyé-Dokou, en la forma de usar la resina para inutilizar los fusiles. Una vez que la mujer comprendió lo que se esperaba de ella, partió con sus pasitos de niña en dirección a la caserna de los soldados, sin hacer preguntas ni comentarios. Era tan pequeña e insignificante, tan silenciosa y discreta, que nadie percibió el feroz brillo de venganza en sus ojos castaños.
El hermano Fernando se enteró por Nze de la suerte de los misioneros desaparecidos. Aunque ya lo sospechaba, el choque al ver sus temores confirmados fue violento. Los misioneros habían llegado a Ngoubé con la intención de extender su fe y nada pudo disuadirlos; ni amenazas, ni el clima infernal, ni la soledad en que vivían. Kosongo los mantuvo aislados, pero poco a poco fueron ganando la confianza de algunas personas, lo cual terminó por atraer la furia del rey y Mbembelé. Cuando empezaron a oponerse abiertamente al abuso que sufría la población y a interceder por los esclavos pigmeos, el comandante los puso con sus bártulos en una canoa y los mandó río abajo, pero una semana más tarde los hermanos regresaron más determinados que antes. A los pocos días desaparecieron. La versión oficial fue que nunca habían estado en Ngoubé. Los soldados quemaron sus escasas pertenencias y se prohibió mencionar sus nombres. Para nadie era un misterio, sin embargo, que los misioneros perecieron asesinados y sus cuerpos fueron lanzados al pozo de los cocodrilos. Nada quedó de ellos.
– Son mártires, verdaderos santos, nunca serán olvidados -prometió el hermano Fernando secándose las lágrimas que bañaban sus enjutas mejillas.
A eso de las tres de la tarde regresó Angie Ninderera. Casi no la reconocieron. Venía peinada con una torre de trenzas y cuentas de oro y vidrio que rozaba el techo, tenía la piel brillante de aceite, estaba envuelta en una amplia túnica de atrevidos colores, llevaba pulseras de oro en los brazos desde las muñecas hasta el codo y sandalias de piel de culebra. Su aparición llenó la choza.
– ¡Parece la Estatua de la Libertad! -comentó Nadia, encantada.
– Jesús! ¡Qué han hecho con usted, mujer! -exclamó horrorizado el misionero.
– Nada que no pueda quitarse, hermano -replicó ella y, haciendo sonar las pulseras de oro, agregó-: Con esto pienso comprarme una flotilla de aviones.
– Si es que puede escapar de Kosongo.
– Escaparemos todos, hermano -sonrió ella, muy segura de sí misma.
– No todos. Yo me quedaré para reemplazar a los hermanos que fueron asesinados -replicó el misionero.
14 La última noche
Los festejos comenzaron alrededor de las cinco de la tarde, cuando el calor disminuyó un poco. Entre la población de Ngoubé reinaba un clima de gran tensión. La madre de Nze había echado a correr la voz entre los bantúes de que Nana-Asante, la legítima reina, tan llorada por su pueblo, estaba viva. Agregó que los extranjeros pensaban ayudar a la reina a recuperar su trono y que ésa sería la única oportunidad que tendrían de deshacerse de Kosongo y Mbembelé. ¿Hasta cuándo iban a soportar que reclutaran a sus hijos para convertirlos en asesinos? Vivían espiados sin libertad para moverse o pensar, cada vez más pobres. Todo lo que producían se lo llevaba Kosongo; mientras él acumulaba oro, diamantes y marfil, el resto de la gente no contaba ni con vacunas. La mujer habló discretamente con sus hijas, éstas con las amigas y en menos de una hora la mayor parte de los adultos compartían la misma inquietud. No se atrevieron a hacer partícipes a los guardias, aunque eran miembros de sus propias familias, porque no sabían cómo reaccionarían; Mbembelé les había lavado el cerebro y los tenía en un puño. La angustia era mayor entre las mujeres pigmeas, porque esa tarde se vencía el plazo para salvar a sus hijos. Sus maridos siempre conseguían llegar a tiempo con los colmillos de elefante, pero ahora algo había cambiado. Nadia le dio a Jena la fantástica noticia de que habían recuperado el amuleto sagrado, Ipemba-Afua, y que los hombres no vendrían con el marfil, sino con la decisión de enfrentarse a Kosongo. Ellas también tendrían que luchar. Durante años habían soportado la esclavitud creyendo que si obedecían sus familias podrían sobrevivir; pero la mansedumbre de poco les había servido, sus condiciones de vida eran cada vez más duras. Cuanto más aguantaban, peor era el abuso que padecían. Tal como Jena explicó a sus compañeras, cuando no hubiera más elefantes en el bosque, venderían a sus hijos de todos modos. Más valía morir en la rebelión, que vivir en la esclavitud.
El harén de Kosongo también estaba alborotado, porque ya se sabía que la futura esposa no tenía miedo de nada y era casi tan fuerte como Mbembelé, se burlaba del rey y había aturdido al viejo de un solo sopapo. Las mujeres que no tuvieron la suerte de ver la escena no lo podían creer. Sentían terror de Kosongo, quien las había obligado a casarse con él, y un respeto reverencial por el viejo cascarrabias encargado de vigilarlas. Algunas pensaban que en menos de tres días la arrogante Angie Ninderera sería domada y convertida en una más de las sumisas esposas del rey, tal como les ocurrió a cada una de ellas; pero las cuatro jóvenes que la acompañaron al río y vieron sus músculos y su actitud, estaban convencidas de que no sería así.
Los únicos que no se daban cuenta de que algo estaba sucediendo eran justamente quienes debían estar mejor informados: Mbembelé y su «ejército». La autoridad se les había subido a la cabeza, se sentían invencibles. Habían creado su propio infierno, donde se sentían confortables y, como jamás habían sido desafiados, se descuidaron.
Por orden de Mbembelé, las mujeres de la aldea se encargaron de los preparativos para la boda del rey. Decoraron la plaza con un centenar de antorchas y arcos hechos con ramas de palma, amontonaron pirámides de fruta y cocinaron un banquete con lo que había a mano: gallinas, ratas, lagartos, antílope, mandioca y maíz. Los bidones con vino de palma empezaron a circular temprano entre los guardias, pero la población civil se abstuvo de beberlo, tal como había instruido la madre de Nze.
Todo estaba listo para la doble ceremonia de la boda real y la entrega del marfil. La noche aún no había caído, pero ya ardían las antorchas y el aire estaba impregnado del olor a carne asada. Bajo el Árbol de las Palabras se alineaban los soldados de Mbembelé y los personajes de su patética corte. La población de Ngoubé se agrupaba a ambos lados de la plazuela y los guardias bantúes vigilaban en sus puestos, armados con sus machetes y garrotes. Para los visitantes extranjeros habían provisto banquitos de madera. Joel González tenía sus cámaras listas y los demás se mantenían alertas, preparados para actuar cuando llegara el momento. La única del grupo que estaba ausente era Nadia.
En un sitio de honor bajo el árbol aguardaba Angie Ninderera, impresionante en su túnica nueva y sus adornos de oro. No parecía preocupada en lo más mínimo, a pesar de que muchas cosas podían salir mal esa tarde. Cuando por la mañana Kate le planteó sus temores, Angie replicó que no había nacido aún el hombre que pudiera asustarla y agregó que ya vería Kosongo quién era ella.
– Pronto el rey me ofrecerá todo el oro que tiene, para que me vaya lo más lejos posible -se rió.
– A menos que te eche al pozo de los cocodrilos -masculló Kate, muy nerviosa.
Cuando los cazadores llegaron a la aldea con sus redes y sus lanzas, pero sin los colmillos de elefante, los habitantes de la aldea comprendieron que la tragedia ya había comenzado y nada podría detenerla. Un largo suspiro salió de todos los pechos y recorrió la plaza; en cierta forma la gente se sintió aliviada, cualquier cosa era mejor que seguir soportando la horrible tensión de ese día. Los guardias bantúes, desconcertados, rodearon a los pigmeos esperando instrucciones de su jefe, pero el comandante no se encontraba allí.