Nada de eso me habría asustado. Todo parecía demasiado remoto, emasiado supersticioso, pintoresco. Pero había un aspecto de la historia que me atormentaba después de cada sesión, una vez que devolvía el libro a su estante, tras anotar con cuidado el número de la página en que lo había dejado. Era la idea que me perseguía cuando bajaba la escalera de la biblioteca y recorría los puentes sobre los canales, hasta llegar a nuestra puerta. El Drácula surgido de la imaginación de Stoker tenía un tipo favorito de víctimas: mujeres jóvenes.
Mi padre dijo que anhelaba más que nunca el sur en primavera. Quería que yo también viera sus bellezas. De todos modos, mis vacaciones se acercaban, y sus reuniones en París sólo le retendrían unos días. Yo había aprendido que no debía presionarle, ni para viajar ni para que me contara historias. Cuando estaba preparado, llegaba la siguiente, pero nunca, nunca, cuando estábamos en casa. Creo que no quería introducir abiertamente aquella presencia oscura en nuestra casa.
Tomamos el tren a París y luego fuimos en coche al corazón de las Cévennes. Por las mañanas redactaba dos o tres trabajos, en mi francés cada vez más brillante, y los enviaba por correo al colegio. Todavía conservo uno. Incluso ahora, tantos años después, hojearlo me devuelve aquella sensación del intraducible corazón de Francia en mayo, el olor de la hierba que no era hierba, sino l'herbe, fresca y comestible, como si toda la vegetación francesa fuera fantásticamente gastronómica, los ingredientes de una ensalada o algo que pudiera mezclarse con queso artesanal.
Nos deteníamos en granjas cercanas a la carretera para comprar delicias que no habríamos podido encontrar en ningún restaurante: cajas de fresas nuevas que proyectaban un brillo rojizo bajo el sol y no parecía necesario lavarlas; pesados cilindros de queso de cabra con moho gris en la corteza, como si los hubieran enrollado sobre el suelo de una bodega. Mi padre bebía vino tinto de un rojo oscuro, sin etiqueta y que sólo costaba unos centimes la botella, que volvía a tapar con el corcho después de cada comida. Viajaba también con una pequeña copa envuelta en una servilleta. De postre devorábamos hogazas enteras de pan recién salido del horno de la última población, dentro de las cuales introducíamos tabletas de chocolate oscuro. Mi estomago gemía de placer, y mi padre decía con pesar que debería hacer dieta de nuevo cuando regresáramos a nuestra vida normal.
La carretera nos condujo hacia el sudeste, y uno o dos días después avistamos una cadena de montañas.
– Les Pyrénées-Orientales -dijo mi padre, mientras desplegaba nuestro mapa de carreteras sobre la mesa donde comíamos-. Hace años que quería venir aquí.
Seguí nuestra ruta con el dedo y descubrí que estábamos sorprendentemente cerca de España. Esta idea, y la hermosa palabra «orientales», me estremeció. Nos estábamos acercando a los límites de mi mundo conocido, y por primera vez me di cuenta de que quizás algún día llegaría mucho más allá. Mi padre dijo que quería ver un monasterio en particular.
– Creo que podremos llegar a la población que se halla al pie esta noche, y mañana subiremos andando.
– ¿Está muy alto? -pregunté.
– A mitad de camino de la cumbre. Estas montañas lo protegieron de todo tipo de invasores. Fue construido justo en el año 1000. Increíble. Un pequeño lugar tallado en la roca, de difícil acceso hasta para los peregrinos más entusiastas. El pueblo te gustará tanto o más. Es una antigua población con balnearios de aguas termales. Es encantadora.
Mi padre sonrió cuando dijo esto, pero estaba inquieto, dobló el mapa demasiado deprisa.
Presentí que pronto me contaría otra historia. Quizás esta vez no tendría que pedírselo.
Me gustó Les Bains cuando entramos al atardecer. Era un pueblo con casas de piedra color arena, esparcido sobre una pequeña terraza. Los imponentes Pirineos se cernían sobre él y casi sumían en sombras sus calles más anchas, que se estiraban hacia los valles y granjas de secano de más abajo. Los plátanos podados que rodeaban una serie de plazas polvorientas no daban sombra a los paseantes, ni a las mesas donde ancianas vendían manteles de punto y frascos de extracto de lavanda. Desde allí pudimos ver la típica iglesia de piedra, invadida de golondrinas, en lo alto del pueblo, y el campanario flotando en una enorme sombra de montañas, un largo pico de oscuridad que cayó sobre las calles de este lado del pueblo cuando el sol se puso.
Cenamos con apetito un gazpacho, y luego chuletas de buey, en el restaurante situado en el primer piso de un hotel del siglo XIX. El jefe de comedor del restaurante apoyó un pie contra la barra de latón del bar, contigua a nuestra mesa, y preguntó cortésmente por nuestros viajes. Era un hombre sencillo, vestido impecablemente de negro, de cara estrecha y tez olivácea. Hablaba en un francés entrecortado con un acento desconocido para mí, que apenas entendí. Mi padre tradujo.
– Ah, por supuesto… Nuestro monasterio -empezó el jefe de comedor, en respuesta a la pregunta de mi padre-. ¿Sabe que Saint-Matthieu atrae a ocho mil visitantes cada verano?
Sí, en serio. Todos son muy amables, silenciosos, montones de católicos extranjeros que suben a pie, auténticos peregrinos. Se hacen la cama por la mañana, y apenas nos damos cuenta de que entran y salen. Mucha otra gente viene por les bains, claro. Tomarán las aguas, ¿no?
Mi padre contestó que debíamos volver al norte de nuevo después de dormir dos noches aquí, y que pensábamos pasar todo el día siguiente en el monasterio.
– Circulan muchas leyendas en este lugar, algunas notables, todas ciertas -dijo el jefe de comedor sonriente, lo cual consiguió que su cara estrecha pareciera hermosa de repente-.
¿La jovencita me entiende? Quizá le interesaría conocerlas.
– Je comprends, merci -dije cortésmente.
– Bon. Les contaré una. ¿Les importa? Coman su chuleta, por favor. Cuanto más caliente mejor.
En aquel momento, la puerta del restaurante se abrió y una pareja de ancianos sonrientes, que sólo podían ser huéspedes del hotel, entraron y eligieron una mesa. Bon soir, buenas tardes», dijo nuestro jefe de comedor de una tacada. Dirigí una mirada interrogadora a mi padre y éste rió.
– Aquí hay mucha mezcla -dijo el jefe de comedor, quien también rió-. Somos la salade, todos de diferentes culturas. Mi abuelo hablaba muy bien el español, un español perfecto, y combatió en la guerra civil española cuando ya era mayor. Aquí amamos todos nuestros idiomas.
Bien, les contaré una historia. Estoy orgulloso de decirles que me llaman el historiador de nuestro pueblo. Coman. Nuestro monasterio fue fundado en el año 1000, eso ya lo saben. En realidad, en el año 999, porque los monjes que eligieron este lugar se estaban preparando para el Apocalipsis inminente, ya saben, el del milenio. Subieron a estas montañas en busca de un lugar para su iglesia. Entonces uno de ellos tuvo una visión mientras dormía, y vio que san Mateo bajaba del cielo y depositaba una rosa blanca en el pico que tenían encima. Al día siguiente ascendieron y consagraron la montaña con sus oraciones. Muy bonito, les encantará. Pero ésa no es la gran leyenda, sino tan sólo la fundación de la abadía.
Bien, cuando el monasterio y su pequeña iglesia cumplieron un siglo, uno de los monjes más piadosos, que enseñaba a los más jóvenes, murió de manera misteriosa a una edad no muy avanzada. Se llamaba Miguel de Cuxà. Le lloraron mucho y fue enterrado en su cripta.
Ésa es la cripta que nos ha hecho famosos, porque es el edificio románico más antiguo de Europa. ¡Sí! -Tamborileó sobre la barra con dedos largos y robustos-¡Sí! Algunas personas dicen que ese honor corresponde a Saint-Pierre, en las afueras de Perpiñán, pero sólo mienten para atraer turistas.
Fuera como fuera, este gran erudito fue enterrado en la cripta, y poco después una maldición se abatió sobre el monasterio. Varios monjes murieron a causa de una extraña plaga. Los fueron encontrando muertos, uno tras otro, en el claustro. El claustro es muy bonito, les encantará. Es el más hermoso de Europa. Bien, los monjes muertos fueron encontrados blancos como fantasmas, como si no tuvieran sangre en las venas. Todo el mundo sospechó que habían sido envenenados.
»Por fin, un monje joven, el favorito del que había fallecido, bajó a la cripta y exhumó a su maestro en contra de la voluntad del abad, que estaba muy asustado. Y encontraron al maestro vivo, pero tampoco estaba vivo en realidad, ya saben a qué me refiero. Un muerto viviente. Se levantaba por las noches para tomar las vidas de sus hermanos. Con el fin de enviar el alma del pobre hombre al lugar adecuado, trajeron agua bendita de un altar de las montañas y se hicieron con una estaca muy afilada.
Dibujó una forma exagerada en el aire, para que yo comprendiera lo afilado que era el objeto. Había estado concentrada en él y en su extraño francés, asimilando su relato con un gran esfuerzo mental. Mi padre había dejado de traducirme, y en aquel momento su tenedor golpeó el plato. Cuando alcé la vista, vi de repente que estaba tan blanco como el mantel, y miraba fijamente a nuestro nuevo amigo.
– ¿Podríamos…? -Carraspeó y se secó la boca con la servilleta una o dos veces-.
¿Podríamos tomar café?
– Pero aún no han tomado la salade. -Nuestro anfitrión parecía disgustado-. Es excepcional. Además, esta noche tenemos poires belle-Hélène, y un queso excelente, y un gâteau para la jovencita.
– Desde luego, desde luego -se apresuró a decir mi padre-. Tomaremos todo eso, sí.
Cuando salimos a la polvorienta plaza situada más abajo, retumbaba música por unos altavoces. Se estaba celebrando alguna fiesta local, con diez o doce niños disfrazados de algo que me recordó a Carmen. Las niñas pataleaban sin moverse del sitio, agitando sus volantes de tafetán amarillo desde las caderas a los tobillos, y sus cabezas oscilaban con gracia bajo mantillas de encaje. Los niños pateaban el suelo y se arrodillaban, o bien daban vueltas alrededor de las niñas con aire desdeñoso; iban vestidos con una chaquetilla negra y pantalones ajustados, y se tocaban con un sombrero de terciopelo. La música se encrespaba de vez en cuando, acompañada por ruidos similares al chasquido de un látigo, y aumentó de volumen a medida que nos íbamos acercando. Algunos turistas estaban mirando a los bailarines, y una fila de padres y abuelos se habían acomodado en sillas plegables junto a la fuente vacía, y aplaudían siempre que la música o los pataleos de los niños alcanzaban un crescendo.
Nos quedamos unos minutos, y después nos desviamos por la calle que subía hasta la iglesia. Mi padre no dijo nada sobre el sol, que estaba desapareciendo a marchas forzadas, pero yo noté que la repentina muerte del día marcaba el ritmo de nuestro paso, y no me sorprendí cuando toda la luz de la campiña se desvaneció. El contorno de los Pirineos negroazulados se recortaba en el horizonte mientras ascendíamos. Después se fundieron con el cielo negroazulado. La vista desde la iglesia era enorme, no vertiginosa como las vistas que brindaban aquellos pueblos italianos con las que todavía soñaba, sino inmensa: llanuras y colinas que se resolvían en estribaciones que se alzaban hasta convertirse en picos oscuros que ocultaban fragmentos enteros del mundo lejano. Bajo nuestros pies, las luces del pueblo empezaron a encenderse, la gente paseaba por las calles o por los callejones, hablaba y reía, y un olor que recordaba al de los claveles nos llegó desde los estrechos jardines amurallados. Las golondrinas entraban y salían del campanario de la iglesia, y evolucionaban como si estuvieran trazando algo invisible con filamentos de aire.