– ¿Estambul? -pregunté con astucia, mientras buscaba el hielo de la bebida-. ¿Te refieres a que se parece a Santa Sofía?

– Bien, es evidente que Santa Sofía fue conquistada por el imperio otomano, por eso están esos minaretes que vigilan el exterior, y dentro los enormes escudos con textos sagrados musulmanes. Allí se ve con claridad la colisión entre Oriente y Occidente. Pero encima están las grandes cúpulas, claramente cristianas y bizantinas, como las de San Marcos.

– ¿Y se parecen a éstas?

Señalé al otro lado de la plaza.

– Sí, se parecen mucho a éstas, pero son más grandiosas. La escala del lugar es abrumadora. Te deja sin aliento.

– Oh -dije-. ¿Puedo tomar otro refresco, por favor?

Mi padre me miró de repente, pero era demasiado tarde. Ahora sabía que él había estado en Estambul.

12

16 de diciembre de 1930

Trinity College, Oxford

Mi querido y desafortunado sucesor:

En este punto, mi historia casi me ha atrapado, o yo a ella, y debo narrar acontecimientos que transportarán mi relato hasta el presente.

Como ya he referido, al final volví a coger mi extraño libro, como un hombre espoleado por una adicción. Me había dicho antes que mi vida había recobrado la normalidad, que mi experiencia en Estambul había sido extraña pero sin duda explicable, y había adquirido exageradas proporciones en mi cerebro agotado por el viaje. De modo que volví a coger literalmente el libro, y pienso que debería contarte ese momento en los términos más literales.

Era una noche lluviosa de octubre, hace tan sólo dos meses. Había empezado el trimestre, y yo estaba sentado en la agradable soledad de mi habitación, una hora después de cenar.

Estaba esperando a mi amigo Hedges, un rector sólo diez años mayor que yo, al que apreciaba mucho. Era una persona torpe y bondadosa, cuyos encogimientos de hombros a modo de disculpa y tímida sonrisa disfrazaban un ingenio tan agudo, que a menudo me sentía agradecido por el hecho de que lo consagrara a la literatura del siglo XVIII y no a sus colegas. A excepción de su timidez, podría haberse encontrado como en casa entre Addison, Swift y Pope, reunidos en alguna cafetería londinense. Tenía muy pocos amigos, nunca había mirado directamente a una mujer que no fuera pariente suya, y sus sueños no traspasaban los límites de la campiña de Oxford, por donde le gustaba pasear, y apoyarse en una valla de vez en cuando para ver rumiar a las vacas. Su bondad era visible en la forma de su gran cabeza, en sus manos morcilludas y mansos ojos castaños, de modo que también él parecía bovino, o similar a un tejón, hasta que su inteligente sarcasmo hendía el aire. Me gustaba oírle hablar de su trabajo, que comentaba de una manera modesta pero entusiasta, y nunca dejaba de interesarse por mis investigaciones. Se llamaba… Bien, podrías localizarlo en cualquier biblioteca, tan sólo husmeando un poco, porque resucitó para el lector llano varios genios de la literatura inglesa. Pero yo le llamaré Hedges, un seudónimo de mi invención, con el fin de concederle en esta narración la privacidad y el decoro que definieron su vida.

Aquella noche en particular, Hedges iba a dejarse caer por mis aposentos con los borradores de los dos artículos que yo había pergeñado gracias a mi trabajo en Creta. Los había leído y corregido, a petición mía. Si bien no podía comentar la precisión o imprecisión de mis descripciones del comercio en el Mediterráneo antiguo, escribía como un ángel, el tipo de ángel cuya precisión le habría permitido bailar sobre la cabeza de un alfiler, y me sugería con frecuencia correcciones de estilo. Yo anticipaba media hora de críticas cordiales, después jerez y ese gratificante momento en que un amigo de verdad estira las piernas al lado de tu chimenea y pregunta cómo te ha ido. No iba a contarle la verdad sobre el estado lamentable de mis nervios, por supuesto, pero podríamos conversar de todo lo demás.

Mientras esperaba, aticé el fuego, añadí otro leño, preparé dos vasos e inspeccioné mi escritorio. Mi estudio también hacía las veces de sala de estar, y yo procuraba que estuviera tan ordenado y confortable como la solidez de los muebles del siglo XIX exigía. Había trabajado mucho aquella tarde, cenado de una bandeja que me habían subido a las seis, y después me dediqué a guardar mis últimos papeles. Había oscurecido temprano, y con el ocaso llegó una lluvia lóbrega y oblicua. Se me antoja el tipo de noche de otoño más atractivo, nada deprimente, de modo que sólo experimenté un leve escalofrío premonitorio cuando mi mano, que estaba buscando alguna lectura para ocupar diez minutos, cayó por casualidad sobre el antiguo volumen que había estado evitando. Lo había dejado encajado entre volúmenes menos inquietantes en un estante situado encima de mi escritorio. Palpé con furtivo placer la antigua cubierta, suave como el raso, que se amoldaba de nuevo a mi mano, y abrí el libro.

Al punto fui consciente de algo muy extraño. Se alzaba de sus páginas un olor que no era sólo el delicado perfume del papel envejecido y el pergamino agrietado. Se trataba de un hedor a putrefacción, un olor terrible y repugnante, a carne envejecida o corrupta. Nunca lo había percibido antes, y me incliné más, oliendo, incrédulo, y después cerré el libro. Volví a abrirlo al cabo de un momento, y nuevos hedores nauseabundos surgieron de sus páginas.

El pequeño volumen parecía vivo en mis manos, aunque olía a muerte.

El inquietante hedor trajo a mi memoria el miedo nervioso de mi viaje de vuelta al continente, y sólo pude aplacar mis sensaciones con un gran esfuerzo. Los libros antiguos se pudrían, eso era cierto, y yo había viajado con éste bajo lluvia y tormentas. Esa debía ser la explicación del olor. Tal vez lo llevaría de nuevo a la sala de Libros Raros y pediría consejo sobre cómo podía limpiarlo, fumigarlo, lo que fuera preciso.

De no haber estado evitando con estudiada estrategia mi reacción a esta desagradable presencia, habría guardado de nuevo el libro. Pero, por primera vez en muchas semanas, me obligué a localizar aquella extraordinaria imagen central, el dragón alado rugiendo sobre su bandera. De pronto, con desagradable precisión, vi algo nuevo, y lo asimilé por primera vez. Nunca he estado dotado de una gran agudeza en mi comprensión visual del mundo, pero algún destello de los sentidos intensificados me mostró el perfil de todo el dragón, sus alas extendidas y la cola ensortijada. Espoleado por la curiosidad rebusqué entre el paquete de notas que había traído de Estambul, que había quedado olvidado en el cajón de mi escritorio. Rebuscando, encontré la página que quería. Arrancada de mi libreta, mostró un dibujo que yo había hecho en los archivos de Estambul, una copia del primer mapa que había encontrado allí.

Recordarás que había tres mapas, graduados en escala para plasmar la misma región anónima cada vez en más detalle. Dicha región, incluso dibujada con mi mano nada artística aunque minuciosa, poseía una forma muy definida. Parecía una bestia de alas simétricas. Un largo río surgía de ella hacia el sudoeste, ensortijado como la cola del dragón. Estudié la xilografía y mi corazón palpitó de una manera extraña. La cola del dragón estaba provista de púas, y su extremo era una flecha que apuntaba (aquí casi lancé una exclamación en voz alta, olvidando todas las semanas transcurridas desde que me había recuperado de mi antigua obsesión) hacia el punto que correspondía en mi mapa al emplazamiento de la Tumba Impía.

El parecido visual entre las dos imágenes era tan sorprendente que no podía ser una coincidencia. ¿Cómo era posible que no me hubiera dado cuenta, en el archivo, de que la región representada en aquellos mapas tenía la forma exacta de mi dragón, como si arrojara su sombra desde lo alto? La xilografía que tanto me había intrigado antes de mi viaje debía contener un significado preciso, un mensaje. Estaba pensada para amenazar e intimidar, para conmemorar el poder. Pero, para los testarudos, podía ser una pista. Su cola apuntaba a la tumba al igual que un dedo apunta a uno mismo: éste soy yo. Estoy aquí. ¿Y quién estaba allí, en el punto central, en aquella Tumba Impía? El dragón sostenía la respuesta en sus garras cruelmente afiladas: DRAKULYA.

Percibí el sabor de una tensión acre, como si fuera mi sangre, en el fondo de la garganta. Sabía que debía defenderme de estas conclusiones, tal como me advertía mi preparación, pero sentía una convicción más profunda que la razón. Ninguno de los mapas plasmaba el lago Snagov, donde se suponía que Vlad Tepes había sido enterrado. Esto debía significar que Tepes (Drácula) descansaba en otro lugar, un lugar que ni siquiera la leyenda había conservado. Pero ¿dónde se hallaba esa tumba?, me pregunté en voz alta, bien a mi pesar.

¿Y por qué se había conservado en secreto su emplazamiento?

Mientras intentaba ensamblar estas piezas del rompecabezas, oí el sonido familiar de unos pasos en el corredor (el paso lento y entrañable de Hedges), y pensé distraído que debía esconder estos materiales, ir a la puerta, servir jerez, prepararme para una charla cordial.

Estaba ya medio levantado, recogiendo papeles, cuando de pronto oí el silencio. Era como un error en una pieza musical, una nota sostenida demasiado rato, de manera que paralizaba al oyente como ningún otro acorde podría conseguirlo. Los pasos familiares se habían detenido ante mi puerta, pero Hedges no había llamado, tal como era su costumbre. Mi corazón reprodujo como un eco aquella nota errónea. Sobre el crujido de mis papeles y el tamborileo de la lluvia sobre el canalón que había encima de mi ventana, ahora oscurecida, oí un zumbido, el sonido de la sangre que retumbaba en mis oídos. Dejé caer el libro, corrí hacia la puerta exterior de mis aposentos, giré la llave y la abrí.

Hedges estaba allí, pero tendido en el suelo, con la cabeza echada hacia atrás y el cuerpo torcido de costado, como si una gran fuerza le hubiera derrumbado. Caí en la cuenta, casi al borde de la náusea, de que no le había oído gritar ni caer. Tenía los ojos abiertos, perdidos en la lejanía. Durante un segundo eterno pensé que estaba muerto. Entonces, su cabeza se movió y mi amigo emitió un gruñido. Me agaché a su lado.

– ¡Hedges!

Gimió de nuevo y parpadeó varias veces.

– ¿Me oyes? -pregunté con voz estrangulada, casi sollozando de alivio porque estaba vivo. En aquel momento, su cabeza giró de manera convulsiva y reveló un corte sanguinolento en un lado del cuello. No era grande, pero parecía profundo, como si un perro le hubiera desgarrado la carne; la sangre manaba en abundancia sobre el cuello de su camisa y caía al suelo, al lado de su hombro-. ¡Socorro! -grité. Dudo de que alguien hubiera roto de forma tan violenta el silencio que reinaba en el pasillo chapado en roble en todos los siglos transcurridos desde su construcción. Tampoco sabía si serviría de algo. Era la noche en que la mayoría de compañeros cenaban con el director del colegio. Entonces una puerta se abrió al final del corredor y el mayordomo del profesor Jeremy Forester vino corriendo, un tipo estupendo llamado Ronald Egg, que ya se ha marchado de la institución.


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