Pasé un par de noches en el hospital. Mi padre insistió, y el doctor que me atendía era un viejo amigo. Mi padre se mostró tierno y serio, sentado en el borde de la cama, o de pie junto a la ventana con los brazos cruzados mientras el agente de policía me interrogaba por tercera vez. No había visto entrar a nadie en la sala de la biblioteca. Había estado leyendo tranquilamente en la mesa. Había oído un golpe sordo. No conocía al bibliotecario demasiado, pero me caía bien. El agente aseguró a mi padre que yo no era sospechosa, sino lo más parecido al único testigo con el que contaban. Pero yo no había sido testigo de nada, nadie había entrado en la sala de lectura, de eso estaba segura, y el señor Binnerts no había gritado. No había heridas en otras partes de su cuerpo. Alguien había aplastado el cráneo del pobre hombre contra la esquina del escritorio. Fue precisa una fuerza prodigiosa.

El agente de policía meneó la cabeza, perplejo. La mano impresa en la pared no pertenecía al bibliotecario. No se encontró sangre en sus manos. Además, la huella no coincidía con las de él, y era una impresión extraña, con las huellas dactilares singularmente borrosas.

Habrían sido fáciles de identificar, explicó el policía a mi padre, pero no las tenían archivadas. Un caso difícil. Amsterdam ya no era la ciudad en que había crecido, ahora la gente arrojaba bicicletas al canal, por no hablar de aquel terrible incidente del año pasado con la prostituta que… Mi padre le silenció con la mirada.

Cuando el agente se fue, mi padre volvió a sentarse en el borde de la cama y me preguntó por primera vez qué estaba haciendo en la biblioteca. Expliqué que había ido a estudiar, que me gustaba ir allí después de clase para hacer los deberes, porque la sala de lectura era silenciosa y confortable. Tenía miedo de que estuviera a punto preguntar por qué había elegido la sección medieval, pero guardó silencio para mi alivio.

No le conté que, cuando la gente entró corriendo en la biblioteca después de mi chillido, había metido instintivamente en mi bolsa el volumen que el señor Binnerts sujetaba al morir. La policía registró mi bolsa, por supuesto, cuando entró en la sala, pero no dijeron nada acerca del libro. ¿Por qué habrían tenido que fijarse en él? No estaba manchado de sangre. Era un volumen francés del siglo XIX sobre iglesias rumanas, y había caído abierto por la página de la iglesia del lago Snagov, sufragada con generosidad por Vlad III de Valaquia. La tradición afirmaba que su tumba estaba situada en ella, delante del altar, según un pequeño texto escrito debajo de un plano del ábside. No obstante, el autor señalaba que aldeanos cercanos a Snagov sostenían otras teorías. ¿Qué teorías?, me pregunté, pero no había nada más en aquella iglesia en particular. El dibujo del ábside tampoco mostraba nada especial.

Sentado en el borde de la cama del hospital, mi padre meneó la cabeza.

– Quiero que estudies en casa a partir de ahora -dijo en voz baja. Habría preferido que no lo hubiera dicho. Tampoco habría vuelto a entrar por nada del mundo en aquella biblioteca.-. La señora Clay podría dormir en tu habitación una temporada si te sientes inquieta, y siempre que quieras iremos a ver al médico. Bastará con que me avises.

Yo asentí, aunque pensé que prefería estar sola con la descripción de la iglesia de Snagov que con la señora Clay. Sopesé la idea de tirar el volumen a nuestro canal (el destino de las bicicletas que había mencionado el policía), pero sabía que, a la larga, querría volver a abrirlo, a la luz del día, para leerlo de nuevo. Lo querría hacer no sólo por mí, sino por el señor Binnerts, que ahora yacía en algún depósito de cadáveres de la ciudad.

Unas semanas más tarde, mi padre dijo que a mis nervios les sentaría hacer un viaje, y comprendí que, en realidad, eso significaba que prefería no dejarme en casa. Los franceses, explicó, querían conferenciar con representantes de la fundación antes de iniciar las conversaciones sobre la Europa del Este aquel invierno, y nosotros íbamos a reunirnos con ellos por última vez. Sería el mejor momento en la costa mediterránea, después de que las hordas de turistas se largaran pero antes de que el paisaje empezara a adquirir un aspecto yermo. Examinamos el mapa con detenimiento, y nos alegramos de que los franceses hubieran variado su elección habitual de París como punto de reunión y propuesto la privacidad de un complejo vacacional cercano a la frontera española, cerca de esa pequeña joya de Colliure se regocijó mi padre, y tal vez algo parecido. Justo hacia el interior se hallaban Les Bains y Saint-Matthieu-des-Pyrénées-Orientales, señalé pero cuando lo dije la cara de mi padre se ensombreció y empezó a buscar en la costa otros nombres interesantes. El desayuno al aire libre en la terraza de Le Corbeau, donde nos hospedábamos, fue tan estupendo que me quedé un rato más, después de que mi padre se reuniera con otros hombres encorbatados en la sala de conferencias. Saqué mis libros a regañadientes y eché frecuentes miradas al agua azul, a unos escasos cientos de metros de distancia. Estaba tomando mi segunda taza de chocolat amargo, soportable gracias a un terrón de azúcar y un montón de panecillos recién hechos. La luz del sol que bañaba las fachadas de las viejas casas parecía eterna en el seco clima mediterráneo, con su transparente luz preternatural, como si ninguna tormenta hubiera osado jamás acercarse a ese lugar. Desde donde estaba sentada veía un par de veleros madrugadores en el borde del mar, y unos niños pequeños que iban con su madre, sus cubos y sus (para mí) peculiares trajes de baño franceses a la playa que había nada más salir del hotel. La bahía se curvaba a nuestro alrededor hacia la derecha, en forma de colinas dentadas. Una de ellas estaba coronada por una fortaleza desmoronada del mismo color de las rocas y la hierba agostada, olivos que se elevaban sin éxito hacia ella, con el delicado cielo azul de la mañana extendiéndose al otro lado.

Me sentí por un momento abandonada, experimenté una punzada de envidia por aquellos niños tan contentos con su madre. Yo no tenía madre ni una vida normal. No estaba muy segura de lo que quería decir con una «vida normal», pero mientras pasaba las páginas de mi libro de biología, en busca del comienzo del tercer capítulo, pensé vagamente que tal vez quisiera decir vivir en un único lugar, con padre y una madre que siempre estaban a la hora de cenar, en un lugar en el que ir de vacaciones significara ir a la playa habitual, no una existencia nómada incesante. Al contemplar a aquellos niños acomodarse en la arena con sus palas, estaba segura de que nunca se verían amenazados por la sordidez de la historia.

Después, al contemplar sus cabezas rutilantes, comprendí que sí estaban amenazados, sólo que no eran conscientes de ello. Todos éramos vulnerables. Me estremecí y consulté mi reloj. Dentro de cuatro horas, mi padre y yo comeríamos en esta terraza. Después volvería a estudiar, y pasadas las cinco de la tarde iríamos de paseo hasta la erosionada fortaleza que adornaba el horizonte cercano, desde la cual, dijo mi padre, se podía ver la pequeña iglesia bañada por el mar del otro lado, en Colliure. Durante este nuevo día aprendería más álgebra, algunos verbos alemanes, leería un capítulo sobre la Guerra de las Rosas, y después… ¿qué? En lo alto del acantilado reseco escucharía la historia de mi padre. La relataría de mala gana, con la vista clavada en el suelo arenoso o tamborileando sobre la roca excavada siglos atrás, absorto en sus propios temores. Y me tocaría estudiarla de nuevo, ordenar las piezas del rompecabezas. Un niño chilló más abajo, tuve un sobresalto y derramé mi cacao.

15

Cuando terminé de leer la última carta de Rossi -dijo mi padre-, me sentí desolado de nuevo, como si mi mentor hubiera desaparecido por segunda vez. Pero ahora estaba convencido de que su desaparición no tenía nada que ver con un viaje en autocar a Hartford o la enfermedad de algún familiar residente en Florida (o Londres), tal como la policía había intentado dar por sentado. Alejé estos pensamientos de mi mente y me puse a examinar sus demás papeles. Leer primero, asimilarlo todo. Después, construir una cronología y empezar, con mucha parsimonia, a extraer conclusiones. Me pregunté si Rossi habría llegado a intuir que, al aleccionarme, tal vez estaba asegurando su propia supervivencia. Era como un examen final horripilante, aunque yo esperaba con todo mi corazón que no fuera el final de ninguno de ambos. No haría planes hasta no haberlo leído todo, me dije, pero ya imaginaba lo que debería hacer. Abrí de nuevo el paquete descolorido.

Los tres siguientes documentos consistían en mapas, tal como Rossi había prometido, cada uno dibujado a mano, y ninguno parecía más antiguo que las cartas. Evidente: debían ser sus versiones de los mapas que había visto en el archivo de Estambul, copiados de memoria después de sus aventuras en dicha ciudad. En el primero que me cayó en las manos vi una gran región erizada de montañas, dibujadas como pequeñas muescas triangulares.

Formaban dos largas medias lunas dibujadas sobre la página de este a oeste, arracimadas hacia el oeste. Un ancho río serpenteaba a lo largo del límite norte del mapa. No se veían ciudades, aunque tres o cuatro equis pequeñas dibujadas entre las montañas occidentales habrían podido indicar ciudades. No aparecían nombres de lugares en el mapa, pero Rossi (era su caligrafía de esta última carta) había escrito alrededor de los bordes: «Sobre los que no creen y mueren sin creer recaerá la maldición de Alá, de los ángeles y de los hombres (el Corán)», y varios párrafos similares. Me pregunté si el río que yo estaba viendo podía ser el que a Rossi le había parecido que simbolizaba la cola del dragón en su libro. Pero no. En ese caso se refería al mapa a mayor escala, que debía estar entre el resto de documentos. Maldije las circunstancias, todas y cada una, que me impedían ver y tocar los originales. Pese a la buena caligrafía y excelente memoria de Rossi, debían existir omisiones o discrepancias entre los originales y las copias.

El siguiente mapa parecía concentrarse con más precisión en la región montañosa occidental plasmada en el primero. Una vez más, vi unas cuantas equis, dispuestas de la misma forma que mostraba el primer mapa. Aparecía un pequeño río, que serpenteaba entre las montañas. De nuevo, no había nombres de lugares. Rossi había anotado en la parte superior del documento: «(Algunos lemas coránicos, repetidos)». Bien, había sido tan meticuloso en aquella época como el Rossi que yo conocía, pero estos mapas, hasta el momento, eran demasiado sencillos, demasiado toscos, como para sugerir alguna región concreta que yo hubiera visto o estudiado alguna vez. Me invadió una frustración similar a una fiebre, y la reprimí con dificultad, para luego hacer un gran esfuerzo de concentración.


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