Debí de gruñir en voz alta, porque la joven hizo una pausa y me miró con el ceño fruncido.
– Cuando acabe este verano, sabré más que nadie en el mundo sobre la leyenda de Drácula.
Quédese con su libro, por cierto. -Abrió de nuevo la bolsa y lo dejó caer sobre la mesa con un ruido horrible entre ambos-. Sólo estaba comprobando algo ayer, y no tenía tiempo de ir a casa a buscar mi ejemplar. Como ve, ni siquiera lo necesito. Sólo es literatura, en cualquier caso, y me conozco el maldito asunto casi de memoria.
Mi padre miró a su alrededor como lo haría un hombre perdido en un sueño. Llevábamos de pie en la Acrópolis un cuarto de hora sin decir nada, con los pies plantados sobre aquella cumbre de la civilización antigua. Yo estaba admirada por las columnas musculosas que se alzaban sobre nosotros, y sorprendida al descubrir que la vista más lejana era un horizonte montañoso, largas cordilleras resecas que se cernían sobre la ciudad a esa hora del crepúsculo. Pero cuando empezamos a bajar, y salió de su ensueño para preguntar si me gustaba el gran panorama, tardé un minuto en concentrarme y contestar. Había estado pensando sobre la noche anterior.
Había ido a su cuarto un poco más tarde de lo habitual para que repasara mis deberes de álgebra, y le había encontrado escribiendo, reflexionando sobre los documentos del día, como hacía con frecuencia por las noches. Estaba sentado muy inmóvil, con la cabeza inclinada sobre el escritorio, encorvado sobre los papeles, no erguido y pasando las páginas con su habitual eficiencia. Desde la puerta yo podía saber si estaba repasando algo que acababa de escribir, concentrado, casi sin verlo, o si estaba esforzándose por no dormirse.
Su forma arrojaba una gran sombra sobre la pared desnuda de la habitación, la figura de un hombre inclinado sobre otro escritorio, mas oscuro. De no saber lo cansado que estaba, si no hubiera reconocido forma familiar de sus hombros encorvados sobre la página, tal vez por un segundo habría pensado, de no conocerle, que estaba muerto.
18
Un tiempo diáfano y triunfal, días interminables como un cielo de montaña, nos siguieron con la primavera hasta Eslovenia. Cuando pregunté si tendríamos tiempo de volver a ver Emona (ya la relacionaba con una etapa anterior de mi vida, de un sabor diferente por completo, y con un principio, y ya he dicho antes que uno procura volver a visitar esos lugares), mi padre se apresuró a decir que estaríamos demasiado ocupados, que nuestro destino era un gran lago al norte de Emona mientras durara su congreso, y luego regresaríamos a Amsterdam para que no me retrasara en los estudios. Cosa que nunca sucedía, pero la posibilidad preocupaba a mi padre.
El lago Bled, cuando llegamos, no me decepcionó. Había inundado un valle alpino al final de una era glaciar y proporcionó a los primitivos nómadas un lugar de descanso, en casas con techo de paja alzadas sobre el agua. Ahora se extendía como un zafiro en las manos de los Alpes, y la brisa del atardecer levantaba cabrillas en su superficie bruñida. Desde un borde empinado se alzaba un acantilado más alto que los demás, sobre el cual descansaba uno de los grandes castillos de Eslovenia, restaurado por la Dirección de Turismo con un buen gusto increíble. Sus almenas dominaban una isla,
donde un ejemplo de aquellas modestas iglesias de tejado rojo, al estilo austríaco flotaba como un pato, y había barcos que iban a la isla cada pocas horas. El hotel, como de costumbre, era de acero y vidrio, modelo de turismo socialista número cinco, y nos escapamos el segundo día para dar un paseo por la parte más baja del lago. Dije a mi padre que no creía poder aguantar veinticuatro horas más sin ver el castillo que dominaba el panorama lejano en cada comida, y él lanzó una risita.
– Si es así, iremos -dijo. El nuevo período de distensión era todavía más prometedor de lo que su equipo había supuesto, y algunas arrugas de su frente se habían relajado desde nuestra llegada.
La mañana del tercer día, tras acabar una nueva redacción diplomática de lo que ya había redactado el día anterior, tomamos un pequeño autobús que rodeaba el lago y llegaba casi a la altura del castillo, y luego bajamos para subir andando hasta la cumbre. El castillo estaba construido con piedras color pardo, como hueso descolorido, ensambladas pulcramente tras un largo período de degradación. Cuando atravesamos el primer pasadizo y desembocamos en una cámara real (supuse), lancé una exclamación ahogada: a través de una vidriera emplomada, la superficie del lago brillaba trescientos metros más abajo, una extensión blanca bajo la luz del sol. Daba la impresión de que el castillo se aferraba al borde del precipicio tan sólo con las uñas de los pies. La iglesia amarilla y roja de la isla, el alegre barco que estaba atracando en aquel momento entre diminutos macizos de flores rojas y amarillas, el enorme cielo azul, todo había servido de acicate a siglos de turistas.
Pero el castillo, con sus rocas desgastadas desde el siglo XII, sus hachas de combate, lanzas y hachuelas dispuestas en forma de tienda india en cada esquina, que amenazaban con derrumbarse si las tocabas, era la esencia del lago. Aquellos primitivos moradores, que ascendieron hacia el cielo desde sus cabañas de techo de paja inflamables, habían elegido al fin encaramarse aquí con las águilas, gobernados por un señor feudal. Pese a la excelente restauración, una vida antigua respiraba en el palacio. Me volví hacia la siguiente estancia y vi, en un ataúd de cristal y madera, el esqueleto de una mujer menuda, muerta mucho antes de la aparición del cristianismo, con una capa de bronce que descansaba sobre su esternón desmoronado, anillos de bronce verde que resbalaban de los huesos de sus dedos. Cuando me incliné sobre el ataúd para mirarla, me sonrió de repente con cuencas oculares como pozos gemelos.
En la terraza del castillo llegó el té en teteras de porcelana, una elegante concesión al turismo. Era fuerte y bueno, y por una vez, los terrones de azúcar envueltos en papel no estaban rancios. Mi padre había enlazado con fuerza las manos sobre la mesa de hierro.
Tenía los nudillos blancos. Contemplé el lago, y luego le serví otra taza.
– Gracias -dijo. Había un dolor distante en sus ojos. Reparé de nuevo en lo cansado y delgado que parecía últimamente. ¿Debería ir al médico?-. Escucha, cariño -dijo, y se volvió un poco para que pudiera ver su perfil recortado contra aquel terrorífico precipicio y el agua centelleante. Hizo una pausa-. ¿Has pensado en escribirlas?
– ¿Las historias? -pregunté. Mi corazón se encogió y aceleró.
– Sí.
– ¿Por qué? -repliqué al final. Era una pregunta adulta, sin rastro de trucos infantiles. Me miró y pensé que, detrás de toda la fatiga, sus ojos estaban henchidos de bondad y dolor.
– Porque si no lo haces tú, tendré que ocuparme yo -contestó. Después dedicó su atención al té y comprendí que no volvería a hablar de ello.
Aquella noche, en la habitación pequeña y lúgubre del hotel contigua a la suya, empecé a escribir todo cuanto me había contado mi padre. Él siempre había dicho que yo tenía una memoria excelente, demasiado buena, subrayaba a veces.
A la mañana siguiente, mi padre me dijo durante el desayuno que quería descansar dos o tres días. Me costó imaginarle descansando, pero vi círculos oscuros bajo sus ojos y me gustó la idea de que se tomara un tiempo libre. Me dio la impresión de que le había pasado algo, que una nueva y silenciosa angustia le estaba minando. Pero sólo me dijo que echaba de menos las playas adriáticas. Tomamos un tren expreso que nos llevó hacia el sur, atravesando estaciones con los nombres escritos tanto en alfabeto latino como en cirílico, y luego otras cuyos nombres sólo estaban en cirílico. Mi padre me enseñó el nuevo alfabeto, y yo me divertía intentando leer en voz alta los letreros de las estaciones, cada uno de los cuales se me antojaron palabras codificadas capaces de abrir una puerta secreta.
Se lo expliqué a mi padre y sonrió un poco, reclinado en nuestro compartimiento con un libro apoyado sobre el maletín. Su mirada vagaba con frecuencia desde su trabajo a la ventanilla, por donde veíamos jóvenes a bordo de pequeños tractores provistos de arados, a veces un caballo que tiraba de un carro, ancianas encorvadas en sus huertos, escardando y raspando. Seguimos avanzando hacia el sur, y la tierra se tiñó de oro y verde, y luego trepamos a montañas grises rocosas, que descendían a nuestra izquierda hasta un mar rutilante. Mi padre exhaló un profundo suspiro, pero de satisfacción, no la leve exclamación fatigada que cada vez se le escapaba con más frecuencia Bajamos del tren en una bulliciosa ciudad, y mi padre alquiló un coche con el que recorrimos las sinuosas curvas de la carretera de la costa. Los dos estiramos el cuello para ver el agua a un lado (se extendía hasta un horizonte invadido por la bruma del atardecer), y al otro lado las ruinas esqueléticas de fortalezas otomanas, que se alzaban hacia el cielo.
– Los turcos retuvieron esta tierra durante muchísimo tiempo -musitó mi padre-. Su invasión implicó todo tipo de crueldades, pero gobernaron con bastante tolerancia, como suele ocurrir con los imperios una vez que la conquista se ha consolidado, y también con eficacia, durante cientos de años. Es una tierra yerma, pero les facilitó el control del mar.
Necesitaban estos puertos y bahías.
La ciudad donde nos detuvimos estaba al lado del mar. El pequeño puerto estaba abarrotado de barcas de pesca que entrechocaban mutuamente en un oleaje transparente. Mi padre quería alojarse en una isla cercana, y alquiló una barca con un ademán dirigido a su propietario, un anciano con una boina negra encasquetada en la parte posterior de la cabeza.
El aire era caliente, incluso a esa hora avanzada de la tarde, y la espuma que rozaba mis dedos era fresca, pero no fría. Me incliné sobre la proa, sintiéndome un mascarón.
– Cuidado -dijo mi padre, al tiempo que me sujetaba por el jersey.
El barquero nos acercó al puerto de la isla, un pueblo antiguo con una elegante iglesia de piedra. Pasó un cabo alrededor de un bita en el muelle y me ofreció una mano marchita para bajar de la barca. Mi padre le pagó con unos cuantos billetes socialistas de colores, y el hombre se llevó la mano a la boina. Antes de volver a su asiento se volvió.
– ¿Su chica? -gritó en inglés-. ¿Hija?
– Sí -dijo mi padre, sorprendido.
– Le doy mi bendición -dijo el hombre, y dibujó una cruz en el aire cerca de mí.
Mi padre encontró unas habitaciones que daban al interior, y después salimos a cenar a un restaurante al aire libre cercano a los muelles. El crepúsculo descendía con parsimonia, y observé las primeras estrellas que se hacían visibles sobre el mar. Una brisa, más fría ahora que la de la tarde transportaba los aromas que ya había aprendido a amar: cipreses y lavanda, tomillo, romero.