Lena inhaló profundamente y se preguntó si aquella situación iba a ser muy desagradable, teniendo en cuenta su pasado con Rosen. Decidió ser directa.

– Hemos venido por su hijo.

– ¿Andy? -preguntó Rosen, desplomándose en una de las sillas, como un globo que se desinfla lentamente.

Se quedó sentada, la espalda recta, las manos entrelazadas en él regazo, en perfecta compostura, a excepción de la expresión de pánico de sus ojos. Lena jamás había leído tan claramente una emoción. La mujer estaba aterrada.

– ¿Está…? -Rosen se aclaró la garganta, y le aparecieron lágrimas en los ojos-. ¿Se ha metido en algún lío?

Lena se acordó de que Chuck estaba allí, de pie, en la puerta, con las manos en los bolsillos, como si presenciara un programa de entrevistas. Antes de que pudiera protestar, Lena le cerró la puerta en las narices.

– Lo siento -dijo Lena, apretando las palmas contra la mesa al sentarse.

La disculpa era para Chuck, pero Rosen no lo entendió así.

– ¿Qué? -suplicó la doctora.

Su voz sonaba desesperada.

– Me refería a…

Bruscamente, Rosen extendió los brazos y agarró las manos de Lena, que se resistió, pero Rosen no pareció darse cuenta. Desde la violación, la idea de tocar a alguien -o peor aún, de que alguien la tocara- le provocaba sudores fríos. La intimidad del momento le hizo tragar bilis.

– ¿Dónde está? -preguntó Rosen.

A Lena comenzó a temblarle una pierna. El talón le subía y bajaba de manera incontrolable. Al hablar se le formó un nudo en la garganta, pero no debido a la pena.

– Quiero que vea una foto.

– No -se negó Rosen, apretando las manos de Lena como si estuvieran al borde de un acantilado y Lena fuera lo único que la impedía caer-. No.

Con dificultad, Lena liberó una mano y sacó la Polaroid del bolsillo. Sostuvo la foto ante los ojos de Rosen, pero ésta los apartó y los cerró, como haría una niña.

– Doctora Rosen -comenzó a decir Lena, pero enseguida moderó el tono-: Jill, ¿éste es su hijo?

Rosen miró a Lena, no a la foto, y el odio brilló en sus ojos, como carbones al rojo vivo.

– Dígame si es él -insistió Lena, deseando acabar con aquello cuanto antes.

Rosen miró la Polaroid. Se le dilataron las aletas de la nariz y sus labios formaron una línea delgada mientras reprimía las lágrimas. Lena dedujo de la expresión de la mujer que el muchacho era su hijo, pero Rosen se lo tomaba con calma, miraba la foto, dejaba que su mente aceptara lo que veían sus ojos. Probablemente sin pensar, Rosen acarició la cicatriz que había en el dorso de la mano de Lena con el pulgar, como si fuera un talismán. La sensación fue como rascar papel de lija sobre una pizarra, y Lena apretó los dientes para no gritar.

– ¿Dónde? -preguntó Rosen finalmente.

– Le encontramos en el lado oeste del campus -le dijo Lena.

Estaba tan obsesionada por la urgencia de retirar la mano que el brazo comenzó a temblarle.

Rosen, casi sin quererlo, preguntó:

– ¿Qué ha pasado?

Lena se pasó la lengua por los labios, aunque tenía la boca seca como un desierto.

– Saltó -dijo, intentando respirar-. De un puente. -Calló-. Creemos que…

– ¿Qué? -preguntó Rosen, aún agarrando la mano de Lena.

Lena no podía soportarlo más, y le suplicó:

– Por favor, lo siento… -Una expresión de perplejidad cruzó la cara de Rosen, lo que hizo que Lena se sintiera aún más atrapada. A cada palabra aumentaba el volumen de su voz, hasta que al final chilló-: ¡Suélteme la mano!

Rosen apartó la mano rápidamente, y Lena se puso en pie con tanta brusquedad que derribó la silla. Se apartó de la otra mujer hasta notar la puerta en la espalda.

En el rostro de Rosen se dibujó un gesto de horror.

– Lo siento.

– No -dijo Lena, apoyada contra la puerta, frotándose la mano en los muslos como si se limpiara la suciedad-. No pasa nada -dijo, aunque el corazón le sacudía el pecho-. No debería haberle gritado.

– Debería haberme dado cuenta…

– Por favor -dijo Lena, sintiendo calor en los muslos a causa de la fricción.

Dejó de hacerlo, juntó las manos y comenzó a frotarlas como si tuviera frío.

– Lena -empezó a decir Rosen, incorporándose en la silla pero sin levantarse-. No pasa nada. Aquí está a salvo.

– Ya lo sé -afirmó Lena, en un susurro, y el sabor del miedo aún era agrio-. Estoy bien -insistió, pero seguía retorciéndose las manos. Lena bajó la mirada, apretó el pulgar contra la cicatriz de la palma y la frotó como si pudiera borrarla-. Estoy bien -dijo-. Estoy bien.

– Lena… -comenzó Rosen, pero no acabó la frase.

Lena se concentró en la respiración y se calmó. Tenía las manos rojas y pegajosas del calor, y las cicatrices asomaban en un inflamado relieve. Se obligó a dejar de mover las manos y las incrustó bajo las axilas. Se comportaba como una orate. Esas cosas eran lo que solían hacer los enfermos mentales. Seguramente Rosen estaba dispuesta a internarla.

Rosen volvió a intentarlo.

– ¿Lena?

Lena intentó tomárselo a broma.

– Me he puesto un poco nerviosa -dijo, colocándose el pelo detrás de la oreja.

El sudor le había pegado el cabello al cráneo.

Era inexplicable, pero Lena sentía deseos de decir algo desagradable, algo que hiriera a Rosen en lo más hondo y las dejara a las dos empatadas en el campo del dolor.

Quizá Rosen intuyó lo que ocurría, porque le preguntó.

– ¿Debería llamar a la comisaría?

Lena se la quedó mirando, pues, durante una milésima de segundo, no recordó por qué estaba allí.

– ¿Lena? -preguntó Rosen.

Había encogido el cuerpo, las manos juntas en el regazo, el tronco muy erguido.

– Yo… -Lena calló. Al momento añadió-: El jefe Tolliver estará en la biblioteca dentro de media hora.

Rosen la miró, como si no supiera qué hacer. Para una madre, treinta minutos de espera para conocer los detalles de lo que le había pasado a su hijo era probablemente toda una vida.

– Jeffrey no sabe lo de… -dijo Lena e indicó el espacio que las separaba.

– ¿La terapia? -Rosen remató la frase, como si Lena fuera estúpida por no decir la palabra.

– Lo siento -dijo Lena, y esta vez era sincera.

Supuestamente había ido a consolar a Jill Rosen, no a gritarle. Jeffrey le dijo a Chuck que le sería muy valiosa para esa tarea, y ella lo había jodido todo en cinco minutos.

Lena lo intentó de nuevo.

– Lo siento de verdad.

Rosen levantó la barbilla, dándose por enterada de la disculpa, aunque sin aceptarla.

Lena levantó la silla del suelo. El deseo de salir disparada de la sala era tan fuerte que le dolían las piernas.

– Dígame lo que pasó. Necesito saberlo -le pidió la doctora.

Lena dobló las manos sobre el respaldo de la silla y las apretó con fuerza.

– Al parecer saltó desde el puente que hay junto al río -dijo-. Le encontró una estudiante y llamó a la policía. La forense llegó allí poco después y dictaminó la muerte.

Rosen inhaló y retuvo el aire en el pecho unos segundos.

– Era el camino que cogía para ir andando a clase.

– ¿Iba por el puente? -preguntó Lena.

Creía que Rosen debía de vivir cerca de la calle Mayor, donde residían muchos profesores.

– Siempre le robaban la bici -dijo Rosen, y Lena asintió.

En el campus acostumbraban a robar las bicicletas y el personal de seguridad no tenía ni idea de quién lo hacía.

Rosen volvió a suspirar, como si dejara que su cólera se liberara en pequeñas ráfagas.

– ¿Fue rápido? -preguntó.

– No lo sé -contestó Lena-. Creo que sí. Esa clase de cosas… tuvo que ser rápido.

– Andy es maníaco depresivo -le dijo Rosen-. Siempre ha sido muy sensible, pero su padre y yo estamos…

No acabó la frase, como si no quisiera confiarle a Lena tanta información. Considerando el arrebato de Lena, ésta no podía culparla.

– ¿Dejó alguna nota? -preguntó Rosen.

Lena sacó un papel del bolsillo de atrás y lo puso sobre la mesa. Rosen no se atrevía a cogerla.


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